
“La primera víctima de la guerra es la verdad” H.W.Johnson
Por Jorge Martínez Jorge
Tierras de sangre
El historiador estadounidense Timothy Snyder es quien bautizó, a los territorios que comprenden a las actuales Ucrania (íntegra) y Polonia, como tierras de sangre. Cualquiera que haya leído la obra de Snyder que se titula de esa manera, así como, por ejemplo, la magnífica “Hambruna Roja” de Anna Applebaum, comprobará el acierto de la definición, porque en pocos lugares y tiempo se mató con tanta prolija saña, a tanta gente, como aquél que, hoy día, vuelve a ser regado de sangre. No obstante, no sería aquella la única que se llamaría tal.
Por el año 1885, el argentino-inglés William Henry Hudson publicó por primera vez su epopéyica novela “La tierra purpúrea” que narra una década, en plena guerra civil en la Banda Oriental, con las peripecias, andanzas y aventuras de un tal Richard Lamb por nuestras tierras, luego de haber huido de Buenos Aires junto a su -prohibido- amor, Paquita.
Dice don Miguel de Unamuno, a propósito de la obra en un Epílogo escrito para su primera traducción al castellano, que “Hudson vió y sintió lo que un hijo de la Banda Oriental nacido y criado en ella no habría visto ni sentido”. Impresionante lucidez la de Unamuno para captar la esencia de un libro, festejado entre otros por Borges, que supo captar el alma y esencia de un país en -paradoja de la historia- construcción y destrucción, ambas cosas en simultáneo.
8 de Octubre
El 8 de octubre, fecha señalada en nuestra historia durante esa década especialmente sangrienta que conocimos como la Guerra Grande, marcó en 1842 la Batalla del Arroyo Grande en donde las fuerzas blancas del General Oribe derrotaron a las tropas coloradas del General Rivera, iniciando lo que se conoció como el Sitio de Montevideo y que, durante una década dejó a la Ciudad-Puerto aislada del resto de la Banda Oriental.
Dos años después, esa fecha fue el inicio de la llamada Defensa de Paysandú por parte de Leandro Gómez al frente de sus fuerzas blancas, sitiados desde el Río Uruguay por las fuerzas coloradas aliadas con fuerzas brasileñas.
Tanto en la una como en el otro, orientales matando orientales con particular fiereza, tanto como para que Hudson viera a la tierra oriental color sangre.
Quiso la historia que fuera también ésta, la del 8 de octubre, la fecha en la que en 1851 se firmara la paz que puso fin a doce años de guerra multilateral, en la que no sólo se enfrentaron blancos federales aliados de Rosas con colorados unitarios de Lavalle, sino también la participación del Brasil, de Francia e Inglaterra, en donde cada quien puso alguna ficha, aunque el grueso de la sangre siguió siendo oriental.
A esta década infame, le siguió un medio siglo plagado de nuevos enfrentamientos, endebles períodos de paz y esfuerzos no menores por dotar al país de una institucionalidad que se revelaba siempre frágil frente a los caudillismos crecidos como hongos bajo la lluvia.
Cambio de siglo
Recién el Siglo XX inauguró una era signada por una suerte de pax romana donde se afianzó cada vez más la unidad nacional en torno a una nueva Carta e instituciones y partidos consolidados.
A pesar de la triple significación de la fecha, la joven República tenía ya fechas patrias como para regalar, por lo que el 8 de octubre pasó a formar parte de los textos de historia nacional, y a nombrar una importante avenida montevideana, cuyos habitantes -mucho más los actuales- el columnista se anima a afirmar desconocen el por qué del nombre.
Sangre sobre sangre
Ello hasta que arribó a costas orientales otra década infame: la de los Sesenta y los redentores, que a falta de Sierra Maestra salían de las cloacas montevideanas.
Resulta que los orientales de entonces, uruguayos domesticados por décadas de aburguesamiento a manos de la oligarquía criolla, vivíamos oprimidos sin saberlo. Fue lo que los Profetas de la liberación vinieron a decirnos: habrá Patria para todos o para nadie.
Fieles al apotegma del que por entonces inspiraba aún a los revolucionarios latinoamericanos, el Generalote Juan Domingo Perón de que toda política se hace con plata, nuestros idealistas muchachos adoptaron el “piedeletrismo” y durante una década se dedicaron a hacer finanzas mediante acciones delictivas convenientemente travestidas de revolucionarias.
En un hilo publicado por este columnista en la Red Social X (https://twitter.com/jmartinezjorge/status/1526604886112075776) en mayo de 2022, se detalla el largo rosario de robos, rapiñas, copamientos, secuestros, extorsiones y atentados, mediante los cuales los tupamaros en acción recaudaron una suma no inferior a los USD 66.000.000 (sesenta y seis millones de dólares a valores actuales).
El Moncada de los tupamaros, en Pando
En el año de 1969, segundo de la presidencia del sucesor del fallecido presidente Oscar Gestido, el exdiputado Jorge Pacheco Areco -electo vicepresidente en la última elección de 1966), junto con una creciente radicalización y en desafío abierto al poder, organizaron lo que debía resultar en un gran golpe de efecto político, con el copamiento de la ciudad de Pando, cercana a Montevideo.
La fecha elegida: el 8 de octubre.
Bien podría haberlo sido por su significación histórica, ya puesta en claro líneas arriba, pero según lo declararon algunos de los propios ideólogos de la acción, les pareció más oportuno hacerla aparecer como un homenaje al Che Guevara, muerto dos años antes, el 9 de octubre de 1967 en Bolivia.
Puede ser sí, pero a la vista de los objetivos y de los resultados, pareció que una vez más, lo prioritario era hacer caja y fue, en ese único sentido, que pudieron decir que el operativo había resultado exitoso: se fugaron con una suma aproximada a los 400.000 dólares, de los cuales se recuperaron poco menos de la mitad. Ello demuestra -como intentamos hacerlo en el Hilo de Twitter arriba mencionado- de manera palmaria que el Movimiento se trató, desde el inicio mismo, de una banda de delincuentes comunes que encontraron tierra fértil para legitimarse como fuerza “revolucionaria” que buscó derrocar a tres sucesivos gobiernos constitucionales mediante el terror y la violencia. O sea, la definición exacta de subversión.
En el aspecto militar, en cambio, resultó un completo fracaso, en línea con lo que ya había mostrado el MLN en los años anteriores -una constante fábrica de humo- y mostraría después, cuando declarado el Estado de Guerra Interna, al Ejército coordinado con la Policía, le bastó unos pocos meses para infligirles una completa derrota.
En este aspecto, las acciones del MLN fueron, una tras otra, una réplica del Asalto al Moncada y dejaron en claro que ni Mujica Cordano ni Fernández Huidobro eran Huber Matos ni Raúl Castro, y que ninguno de ellos había entendido a su admirado General Vo Nguyen Giap, por la sencilla razón que Uruguay no era Cuba, ni, mucho menos, Vietnam.
Sin embargo, la farsa de simular un cortejo fúnebre -desde el punto de vista militar una auténtica payasada- iba a costar más sangre inocente para regar nuestra tierra purpúrea, aunque por motivos mucho menos heroicos que aquellos detallados al inicio, cuando la Patria estaba en construcción. Por lo pronto la muerte de dos efectivos policiales, la del Sargento Fernández Díaz y la del Agente de la Metropolitana, Rubén Zambrano, asesinado semanas después en represalia por su participación en el operativo de resistencia al copamiento.
Murieron también, durante el operativo, tres guerrilleros a los que el columnista no hará homenaje alguno, nombrándoles. Ya bastante tienen con la falsificación histórica que de victimarios les ha convertido en víctimas.
Los «efectos colaterales» también cuentan
A quien sí, la nación debe rendir homenaje y permanente recuerdo es al civil Carlos Burgueño, quien murió victima de las balas tupamaras, por el único pecado de estar, en el momento menos oportuno en el lugar equivocado. Qué iba a saber el pobre hombre, que iba a conocer a su hijo recién nacido, que, tras esa enorme alegría, le esperaba la muerte.
Con la suya, injusta muerte, se configuraba la existencia de otras dos víctimas, a menudo olvidadas: su mujer a quien el MLN decidió dejar viuda antes de tiempo, y al pequeño Diego, nacido casi huérfano. También aquí, los asesinos fracasaron, porque Diego se sobrepuso a tamaña desgracia y cincuenta años después es un hombre de bien, íntegro y desprovisto de rencores -lo que le lleva a no considerarse víctima alguna, aunque vaya si lo es- que cultiva, eso sí, la memoria justa y la solidaridad activa con las (otras) víctimas de la violencia.
A 54 años de la Toma de la Historia y el Asalto a la Verdad
Este año, nuevamente veremos a añosos delincuentes haciendo apología de los delitos cometidos, arropados con las apolilladas vestiduras de una hazaña que nunca fue.
Tras décadas de paciente construcción del falaz relato, los victimarios harán pito catalán con sus víctimas y seguirán esperando a la Parca con la seguridad de la impunidad, no solo la que les regaló -en tan generosa como inmerecida ofrenda de paz- el pueblo oriental con la Amnistía, sino la de la historia falseada, reiterada y salvajemente abusada.
Porque la Banda Oriental, el Uruguay del derecho y la paz que ungió presidente a uno de ellos, no merece seguir abonando tierra con sangre, es menester que cada 8 de octubre conmemoremos sí, lo que vale la pena conmemorar: que tras una década de guerra fratricida supimos firmar una paz que duró por décadas.
Para ello se necesita una grandeza que por estas horas, no parece abundar.