Escribe Graziano Pascale
Cuando creíamos que el horno crematorio era la rémora de un tiempo de barbarie sin igual, el mundo se ha visto sacudido con la fuerza de un terremoto devastador por la noticia del bebe judío que fue quemado vivo en el horno de su casa, por una horda asesina que entró al kibutz donde vivía con su familia el pasado 7 de octubre.
El horror que despierta ese crimen hediondo, y los otros perpetrados ese día contra más de 1400 hombres, mujeres, niños y ancianos tomados por sorpresa, supera todo lo que uno es capaz de imaginar y soportar. Pero por alguna razón que este columnista no atina a explicar, las manifestaciones multitudinarias en varios países occidentales han pasado por alto este y otros crímenes desgarradores, para centrarse en las reivindicaciones que los asesinos esgrimen como justificación de la matanza de aquel día.
Es una realidad innegable que durante siglos los judíos han sufrido persecución, destierro y muerte -muchas veces con métodos bárbaros- por el solo hecho de pertenecer a ese pueblo milenario. Otros pueblos y etnias han sufrido en la historia un destino similar, y hoy mismo lo sufren, pero el caso de los judíos es singular por el trasfondo religioso que tiene. La desconfianza entre judíos y cristianos quizás ha abonado durante demasiado tiempo un desencuentro del que sólo podían esperarse frutos amargos.
El punto de inflexión de ese largo período lo dio el documento «Nostra Aetate», que aborda la relación de la Iglesia Católica con los judíos, aprobado durante el Concilio Vaticano II, impulsado por el Papa Pablo VI, el 28 de octubre de 1965. Ese documento había sido encomendado por su antecesor, el Papa Juan XXIII, al cardenal alemán Agustín Bea, un sacerdote y teólogo jesuita que tuvo un papel destacada en el diálogo entre cristianos y judíos. Sin embargo el texto original sufrió diversas modificaciones, en gran parte por observaciones de obispos de países del Medio Oriente, que temían represalias contra las minorías cristianas, y también de obispos españoles que no veían con buenos ojos el nuevo enfoque en las relaciones entre católicos y judíos, y así lo hicieron saber al Papa pablo VI, sucesor de Juan XXIII.
El horror de la barbarie nazi contra los judíos promovió dentro de la Iglesia Católica una revisión del tratamiento teológico que hasta entonces se le daba al judaísmo. Ese fue el eje central de la Conferencia de Seelisberg, celebrada en la localidad suiza de ese nombre en 1947. La misma había sido promovida por el teólogo franceés Jacques Maritain y el judío fracés Jules Isaac, cuya familia había sido aniquilada durante el Holocausto. Isaac sostenía que el origen del antisemitismo se encuentra en el antijudaísmo cristiano y su «enseñanza del desprecio» hacia los judíos, el pueblo «deicida» según el cristianismo. Desde su visión, el antisemtismo nazi no hizo más que «reanudar y llevar a un punto de perfección una tradición de odio y desprecio».
De esa conferencia emergió un documento que contenía un decálogo de propuestas de revisión de la doctrina católica respecto del judaísmo. Después de recordar el tronco común de cristianismo y judaísmo, expresado en el Antiguo Testamento, y señalar que Jesús, la Virgen y los apóstoles eran judíos, se afirmaba que no podía responsabilizarse «sólo» a los judíos de la muerte de Cristo, pues «fue a causa de la humanidad entera», por lo que se rechazaba la idea de que el pueblo judío estuviera «maldito y fuera condenado por Dios al sufrimiento».
La reflexión se profundizó en los años siguientes en el seno de la Iglesia Católica, hasta la aprobación del Documento «Nostra Aetate», que aborda la relación del cristianismo con otras religiones, aunque se extiende en profundidad con relación al judaísmo.
En la parte sustancial del documento, que propone una mirada nueva a la relación con los judíos, se afirma: «Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra de Dios. Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos».
La histórica visita de Juan Pablo II a la sinagoga de Roma
Dos décadas después del Concilio Vaticano II, el Papa Juan Pablo II protanizó el 13 de abril de 1986 una histórica visita a la Sinagoga de Roma, donde, fuera del protocolo establecido, se fundió en un abrazo con el Gran Rabino de Roma Elio Toaff.
Sepultando para siempre un tiempo de prejuicios, recelos y desencuentros, Juan Pablo II dijo en su discurso aquel día: «La religión judía no nos es «extrínseca», sino que en cierto modo, es «intrínseca» a nuestra religión. Por tanto tenemos con ella relaciones que no tenemos con ninguna otra religión. Sois nuestros hermanos predilectos y en cierto modo se podría decir nuestros hermanos mayores».
La vigencia de aquellas palabras, y del laborioso camino de reencuentro entre los hijos de Abraham, a quien el Papa Wojtyla calificó – citando a Pablo de Tarso- como «el padre de nuestra fe», debería hacer despertar a Occidente del largo sopor, en el que se ha visto sumergido luego de décadas de una mirada sesgada sobre este conflicto que hizo eclosión el 7 de octubre pasado. Ojalá no sea tarde.