Por Silvio Moreira
A media cuadra de casa abrió un kiosco polirrubros bastante surtido. Ví que en la puerta pusieron en fila varios arbolitos de Navidad, y entonces decidí ir a comprar uno y de paso pegar una vichada.
Le pregunté al vendedor cuál me recomendaba para un living pequeño, y con la expresión más adusta me dijo que ninguno, porque el árbol era en realidad un claro símbolo fálico pagano compuesto de hojas de muérdago que eran usadas en las bacanales satánicas, estaba lleno de bolas que remedan la virilidad testicular, cubierto de nieve de plástico que simboliza semen empleado en las misas negras para la profanación de la hostia consagrada, y tiene luces que se encienden y se apaga en un ritmo que parodia descaradamente la penetración del coito.
Atónito, le pregunté por un pesebre, y me dijo que no comprara ninguno, que simbolizaba en forma inequívoca un lupanar en medio de un asentamiento irregular rural, donde una pareja que no estaba casada trataba de hacer dormir a un niño que no era de ellos, para luego dedicarse a tener sexo con animales, mientras mercaderes de opio les hacían ofertas de sus productos para instalar ahí mismo una boca de distribución.
Sin saber qué hacer, agarré un pan dulce de una estantería cercana, y a los gritos me dijo que lo soltara, que era yo era un imbécil que no me daba cuenta que eso era una parodia del vacío existencial del hombre (representado sin sombra de duda por los chips de chocolate) en el medio de la masa uniforme dirigida por los poderosos del mundo.
El intento de llevarme un par de Antiu Xixona tuvo el mismo resultado: yo era además de idiota era un necio que no advertía que las almendras inmovilizadas en el mazapán duro eran la cruda y viva representación del pueblo engañado, completamente detenido en la lucha por sus libertades, envueltos en el abrazo asfixiante de la oligarquía emputecida.
Verdaderamente molesto, enfilé a una botella de La Jijonesa que estaba en el refrigerador, para recibir una sarta de improperios referidos básicamente a lo poquita cosa que yo era, y que esa era la burla del terrateniente bodeguero para que yo me sintiera festejando algo pero tomando en realidad Jugolín de manzana gasificado: un engaño de los sentidos tal como la Matrix nos convence diariamente de que somos todo lo felices que creemos ser, en un mundo diseñado milimétricamente para ser nuestra farsa, mientras todos somos esclavos a los que succionan nuestra energía térmica, y nada más.
Antes de salir, le pregunté mirándolo a los ojos:
-Discúlpeme, ¿usted está profundamente afectado por la parada de carro soberana que le hizo el Presidente a Orsi, verdad?
Y me respondió con los ojos mojados:
-¿Y usted cómo adivinó?