
Una de las mejores maneras de fundirse, tanto para el estado como para los privados, es tratar de compensar o neutralizar los efectos de la inflación
El nuevo año trae en Uruguay el consabido aumento general de sueldos, servicios estatales y privados, precios de insumos y tarifas y todo su correlato de incrementos en las distintas cadenas de producción, supuestamente para “compensar” los efectos de la inflación, que se tiende a suponer un acto de Dios, o de la naturaleza.
Esto siempre ha sido visto como un acto de justicia social, un eufemismo, que en teoría recompone la pérdida por la inflación del año que han sufrido los distintos estamentos de la actividad laboral. En algunos casos con ajustes adicionales para recomponer quién sabe qué ingreso, en otros casos, como el de los trabajadores estatales, en el formato de un privilegio en detrimento del resto de la sociedad quién sabe en nombre de qué.
Además de tratarse de un espejismo, porque rápidamente esos aumentos se vuelcan al costo de vida, este sistema constituye un mecanismo lento, pero inexorable, de perpetuar la inflación y aun aumentarla, con un efecto acumulativo que al principio es lento, hasta que se llega a espiralizar.
Encarecimientoo de los costos internos
Cuando existe una administración prudente, con gastos controlados y un presupuesto sano, ese fenómeno pasa desapercibido, pero sin embargo está oculto, y tiene efectos sobre la economía integralmente. Comenzando por el encarecimiento de los costos internos, tanto de vida como de producción, que tiene efectos diversos sobre la actividad. El primero, y más relevante, es cuando este proceso se combina con un tipo de cambio que permanece inmóvil o baja, lo que crea un efecto muy negativo sobre el crecimiento y el balance de pagos, al reducirse la exportación de los productos con valor agregado, la inversión y consecuentemente el crecimiento y el empleo, que supone ser la variable que más interesa mejorar, ya que tiene efectos favorables y virtuosos múltiples en toda la actividad.
Este aumento automático, al aumentar la presión deficitaria, obliga al estado a tomar más deuda, a aplicar más impuestos y/o a emitir moneda, cualquiera de los tres caminos con efectos negativos que casi resulta innecesario explicar.
A cualquier gobierno esta situación le plantea la obligación o al menos la disyuntiva de tener que reducir otros gastos que pueden resultar necesarios y hasta más eficientes, para controlar el efecto sobre la inflación de estos aumentos que se consideran un derecho adquirido, que nunca guarda relación con la productividad la eficiencia o el mérito. También impide que cada sector premie con un reconocimiento salarial esos tres objetivos virtuosos, al tener que dedicar sus recursos a un aumento salarial indiscriminado y automático, lo que conspira con la esencia de la competencia, suponiendo que ese objetivo le interese a alguien.
Los efectos son siempre pagados por la sociedad
Por supuesto que tanto los efectos de esa inflación, como los del endeudamiento, la suba de impuestos de cualquier clase y color, la emisión adicional y la falta de crecimiento, son siempre pagados por la sociedad toda, que es la que se hace cargo de costear de uno u otro modo este dadivoso ajuste que logra nada menos que salvar de los efectos de la inflación al sector laboral protegido.
El problema principal es que cada año se postergan más gastos, que pueden ser más necesarios o estratégicos, para compensar un efecto que de todos modos consiste en un costoso esfuerzo de la sociedad para terminar volviendo al mismo lugar, o a un lugar peor. Esta graciosa concesión de eliminar los efectos inflacionarios para un sector de la sociedad por decreto o por ley garantiza que, de no mediar alguna reducción de los costos en los servicios del estado, la inflación será por lo menos la misma que el año previo, con algún incremento por las prebendas de los sectores estatales, justificadas vaya a saber por quién sabe qué principio.
El efecto final es un país caro para vivir y para producir, que se vuelve más caro cuanto más socialista o como se llamare sea el gobierno de turno y sus políticas presupuestarias. Por supuesto que la concepción socialmarxista es siempre zanjar cualquier diferencia con impuestos más o menos creativos y supuestamente justos, que tienen en todos los casos un efecto empobrecedor que parecería que a esta altura no es necesario explicar.
El mismo virus que Argentina, atenuado
Salvando las enormes distancias, ese concepto de justicia social aplicado a la economía es el que ha llevado a Argentina al pozo en que se encuentra, por supuesto en una etapa que está del lado externo de la espiral, o sea luego de haber acumulado durante décadas el efecto del concepto facilista de la justicia social, que no ha servido nunca para hacer justicia en favor de nadie, y que termina siempre por producir una montaña de pobres y de excusas y acusaciones.
El plan platita, ideado por la no-economista-no-abogada Cristina Kirchner, es nada más que una simplificada y exagerada forma de sensibilidad exprés que campea detrás de este tipo de ideas. que tiene el mismo virus de pobreza y mediocridad que la costumbre oriental que se comenta, aunque exagerada al extremo por una cuestión de tamaño poblacional y de persistencia en el mismo error. (Agravado por el robo generalizado rampante, que en Argentina está expuesto)
Uruguay sigue soñando con un tratado comercial mágico que le permita exportar y crecer, que traiga nuevas inversiones y empleos, que genere un crecimiento que ofrezca una esperanza de otra clase de futuro. Ese tipo de tratados hace rato que no está disponible. Los acuerdos comerciales de hoy soy mecanismos de proteccionismo, donde las grandes potencias consumidoras tratan de evitar la competencia, no de fomentarla ni abrirla.
No caer en el error de los Kirchner y Lula
Y a veces se corre el riesgo de caer en errores como los que cometió el kirchnerismo o el que está cometiendo Lula da Silva con China, de otorgar concesiones en aspectos no comerciales estratégicos pensando que de ese modo se ganará algún favor económico difuso. La realidad cruda es que la única manera de competir es vendiendo productos más baratos que los que el otro país produce, y persistir obcecada y obsesivamente en la actividad privada para conseguir clientes. Nótese además que el país es preso de un Mercosur proteccionista y cautivo de unas pocas industrias que se oponen a cualquier tratado que baje los aranceles y abra la competencia.
Un país caro en dólares como Uruguay tiene que revisar antes que nada su modo de pensar si quiere crecer. No salir a buscar con quién firmar un tratado o con quién quedar bien. Justamente ese es el aspecto más difícil en todo el proceso. Y ciertamente, este mecanismo de ajuste inflacionario que se escuda detrás del concepto declamatorio de la justicia social, junto con el proteccionismo empresario y las amenazas impositivas que permite avizorar la prédica y los anuncios del Frente Amplio, son los peores enemigos del crecimiento, el empleo y el bienestar.