Por Jorge Martínez Jorge
A cien años exactos de la formal independencia de la Banda Oriental, en 1930 el pequeño Uruguay se consagraba Campeón en el primer Mundial de Fútbol, organizado precisamente en nuestro país, más exactamente, en Montevideo. Gran fiesta popular. Los “Hernandarias del football” que fueron los ingleses, habían plantado la semilla en tierra fértil, y el novel deporte se practicaba -cada vez más- por todos lados, desde los carboneros del CURCC, hasta los “cajetillas” de la Quinta de la Paraguaya.
Veinte años después, Guerra Mundial mediante, el mundo intentaba volver a la normalidad, dándose cita con el -todavía- casi amateur football, esta vez en Río de Janeiro, donde Brasil organizaba su juego para ganarlo. Es que allí, la semilla también había prendido fuerte. Sin embargo, llegados a la final, un rejuntado de uruguayos de los más variopintos sectores de la sociedad uruguaya, rica en matices, les arruinó la fiesta y gestó, la gran epopeya. Gran fiesta popular.
Una década después, todavía con la resaca del “maracanazo”, en un país con evidentes signos de fatiga económica y con el fantasma del estancamiento rondando los primeros cantegriles -versión urbana de los “pueblos de ratas” que desde siempre había poblado el interior rural-, a falta de epopeya propia, tocó el turno de festejar el triunfo de la Revolución Cubana que echaría por tierra una de las tantas tiranías uniformadas de la época. Aún así, es lugar común citarlo, apenas 3 años después, el propio Che Guevara -refulgente estrella de la redención de los olvidados- aconsejaba preservar el oasis de convivencia democrática que todavía éramos.
Creando las condiciones para una lucha de clases
Recompuesto el liderazgo soviético, tras la muerte de Stalin, la entronización de Jrushchov y el fracaso de convertir a Cuba en una lanzadera nuclear, el mundo ingresaba en la Tercera Guerra Mundial que sería conocida como Guerra Fría, que poco a poco iría obligando a cada país o bloque de países, a alinearse con uno u otro bando, de uno u otro lado del Muro de Berlín, comunismo o capitalismo. Un mundo bipolar, teñido de la lógica marxista de lucha de clases que ponía presas a las sociedades todavía más o menos integradas como la uruguaya.
Guevarismo, foquismo y el “cuanto peor, mejor”
El final de la inocencia que pudo significar el término de esa década larga que se había iniciado con el maracanazo del 50 y terminaba en el 62 con la Conferencia de la OAS, tendría un nuevo mojón, iniciático podría decirse a la luz de lo que vendría. Se trata del asalto al Tiro Suizo de Nueva Helvecia de julio de 1963, reivindicado por un -todavía- poco conocido Movimiento de “Liberación” Nacional – Tupamaros (las comillas, necesarias, son mías). Como golpe publicitario, un éxito. En lo militar -discúlpese el abuso del idioma- sería un completo fracaso: el robo de unas decenas de armas viejas, de colección, junto con unos miles de municiones, terminó con el vuelco de la camioneta utilizada por el Comando, lo que también resultaría una constante al cabo de los años: la chapuza como método.
Con los partidos marxistas-leninistas (Comunistas, por un lado, Socialistas por el otro) desde la trinchera política, asesorados y adoctrinados en La Habana y desde Moscú, asociados con la CNT y la FEUU, y los Tupamaros desde la guerrilla y la propaganda, se gestó una década que terminaría diez años después con el Golpe Militar.
A pesar del constante asedio a las instituciones –la acentuación de las contradicciones que dirían los marxistas- mediante un raid de secuestros, extorsiones, copamientos y los más diversos delitos (detallados por el columnista en un largo hilo de Twitter – https://twitter.com/jmartinezjorge/status/1526604886112075776 – demuestra que, el MLN no fue otra cosa que una banda delincuencial con ropajes políticos) más el constante asedio político, hicieron que esa década terminara con la caída de la Instituciones. Ello no obstante que, entre medio, se habían realizado las elecciones generales de 1966 y 1971 con participación de todos los Partidos, el Parlamento nunca había dejado de funcionar y la Justicia funcionaba con independencia.
Sin embargo, a pesar de las gravísimas consecuencias de la caída de las instituciones democráticas, el peor de los saldos es el que todavía seguimos pagando los sobrevivientes de aquella época: la profunda e irreversible, como aparentemente también insalvable, división entre orientales.
La grieta, hija de la lucha de clases, va más allá
Si bien la retórica tradicional del marxismo de lucha de clases era dominante, sobre todo donde comunistas y socialistas imponían su ortodoxia, la lógica foquista de los Tupamaros logró imponer un relato que iba mucho más allá que el clásico burgués-contra-obrero. El relato tupamaro era el de los Robin Hoods que venían a poner al descubierto a la rosca -concepto difuso que sumaría burguesía con oligarquía y delito de cuello blanco- y a hacer justicia popular castigando y poniendo en evidencia a personas e instituciones simbólicas de esa lucha de privilegiados contra miserables, opresores contra oprimidos, mercaderes contra desposeídos.
Es en ese marco que se inscriben varias acciones de impacto de los tupamaros. Al secuestro por dos veces del jerarca gubernamental, político feudal al viejo estilo, Ulises Pereira Reverbel -con una curiosa referencia a una condición sexual que la moral jacobina del guevarismo rechazaba visceralmente-, se suma la del joven Sergio Molaguero, hijo de un industrial del calzado -cuya autoría pertenece al OPR33 pero que operaba bajo la misma lógica- que buscaban enviar una suerte de mensaje a la sociedad creando una nueva variante de la división: por un lado los ricos como sinónimo de delincuentes y por el otro el pobrerío al que la doctrina conciliar había bendecido con su “opción preferente por los pobres” y de la que abrevaba también la revolución castrista.
Un lugar preferente en esa deriva de vanguardia iluminada y justiciera del MLN-Tupamaros, lo tiene el llamado “Plan Cacao” consistente en el atentado terrorista con bombas, perpetrado a fines de 1970 al Club Bowling de Carrasco, considerado símbolo de la oligarquía a la que -en palabras de Rosencoff- el MLN pretendía impedir que balconeara un conflicto que les atañía directamente.
A resultas del atentado, que como dijimos cuando lo del Tiro Suizo llevó la marca de fábrica del MLN, la chapuza como método, unas bombas explotaron antes de tiempo y ello provocó la muerte de dos soldaditos tupamaros. También, provocó heridas muy graves a una empleada de limpieza del Club, Hilaria Quirino.
Ese guionista inmisericorde que es el destino quiso que a la humilde -e inocente, huelga decirlo- obrera oprimida, la salvara de la muerte uno de los hijos de una familia arquetípica de esa rancia aristocracia, Gustavo Zerbino. Por supuesto que, de las gravísimas consecuencias de su atentado en la persona de Quirino, madre de cuatro hijos a su exclusivo cargo, los justicieros no se hicieron cargo. Como tampoco se hicieron cargo de los otros soldaditos heridos, dejados a su suerte en la despavorida huida.
Aquí se insinuaba ya, una nueva grieta, la que marca la moral de los individuos y sus acciones, y cuyos contornos no parecen obedecer al relato dominante de los involucrados.
De milagros y burgueses, nada para festejar
Un año después del Bowling, los uruguayos iban a las urnas. Unos buscando consolidar el modelo autoritario propugnado por el presidente Pacheco -quien, contrariando una larga tradición política, buscaba la reelección- y por otro, la izquierda reunida en torno al recién fundado Frente Amplio que, bajo el liderazgo ideológico del Partido Comunista, seguía apostando por la vía electoral, lo que no obstaba a que tuviera su propio aparato armado.
Si bien los resultados no permitieron la reelección, y los sectores más duros del Partido Nacional perdían peso frente al liderazgo de Wilson Ferreira -que reclamaba una presunto fraude-, para la izquierda recién reunida un 18% era una votación nunca alcanzada antes y un espaldarazo para la política de frentes populares del comunismo. En cambio, para los Tupamaros era una prueba de que la electoral era vía muerta, y no quedaba otra opción que la propia: la vía armada.
A fines de 1972, en un año en que, declarado el Estado de Guerra Interna que incorporó a las Fuerzas Armadas a la lucha antisubversiva, con la virtual derrota de la insurgencia y la creciente injerencia militar en la conducción política del Estado, se produjo un hecho que, cinco décadas después, sigue marcando la agenda de la grieta uruguaya: el accidente de los Andes.
Dos décadas después de Maracaná, otro “maracanazo”, pero este no para fiestas populares.
Grieta, ya entonces
En ese estado de agitación permanente, de sorda guerra ideológica, un grupo de 45 uruguayos, provenientes de la oligarquía -identificada en el imaginario uruguayo de la época con el barrio de Carrasco- integrantes del equipo de rugby del Colegio “ultracatoliqué” Old Christians, ciegos y sordos a las penurias populares no se les ocurrió otra cosa que irse en avión a Chile a jugar ese juego de cajetillas.
Al columnista, hijo de doméstica y changador, la tragedia le tomó con quince años, tratando de sobrevivir al estado de asamblea de los liceos y más preocupado por líos de hormonas, que por hacer revolución alguna. No obstante, la memoria insiste en recordarme que sí, que era una tragedia, que qué horrible que les dejaran de buscar, que sí, que debían haber muerto todos, que otras cosas estaban pasando, las vacaciones, por ejemplo, y luego la noticia, el rescate, los sobrevivientes, el milagro, vaya, la vida sigue, que sí, que héroes, pero fíjate que se la buscaron, los nenes bien jugando a los mártires, y acá las Conjuntas nos cagan a palos para defender a los papás de los nenes, que bueno, en fin.
Esa división, a la que aún no se le había puesto nombre, era de clase sí, pero era también moral, en tanto había quienes le condicionaban su condición de uruguayos, merecedores de compasión las víctimas y de admiración lo sobrevivientes, a su medio social, sus convicciones religiosas y morales, su adhesión a deportes y medios de vida de élite, en suma, reos de condición social.
Grieta, ahora como entonces
Desde que el autor de “La sociedad de la nieve” Pablo Vierci me distingue con su amistad, reencontrada en nuestro común espacio en Contraviento.uy, sabía del proyecto de la película con Juan Antonio Bayona, que les insumió una década entera de trabajo sin desmayos ni renuncios.
Sabía, igualmente, que para Pablo la de los Andes no era una historia más, porque buena parte de los pasajeros de ese vuelo fatídico, algunos de los que volvieron y otros que allí quedaron, habían sido compañeros de estudios. Si Pablo no estuvo en ese vuelo, imagino, se debió a que en lugar de la ovalada que apasionaba a los Canessa y Parrado, a él le dio por los libros.
Por ello, nadie más indicado -siendo dueño de una pluma de excepción, las que suelen ser hijas de finas sensibilidades- para contar, una vez más, esa tan cruel como humana historia, pero desde dentro mismo del vientre de la ballena.
Sabía también que, desde el 23 de diciembre de 1972 hasta hoy mismo, no todas habían sido rosas respecto de los héroes supervivientes de la tragedia de los Andes, y que milagro en serio habría sido que tal historia escapara a la lógica que nos absorbe y anula: la del permanente enfrentamiento, la dicotomía hasta en torno a la redondez de la tierra, la de la disputa por el horror de parecerse a alguien del otro lado de la grieta maldita.
Porque a pesar de lo vivido, este columnista se niega sistemáticamente a dejarse ganar por el cinismo, guardaba la íntima esperanza que, transcurrido tanto tiempo como para acallar odios y pasiones, la magnífica película de Bayona escaparía a esa lógica y nos ahorraría a los uruguayos de vernos enfrascados en una misma vieja pelea, colmo del enfermizo aldeanismo del que adolecemos tanto como del enanismo moral de quienes están llamados a suturar en lugar de cortar. Pero me equivoqué. Para vergüenza mía y de la mitad de los uruguayos, me volví a equivocar.
El relativismo del Senador, sí, pero
Lo que mencionaré a continuación, es apenas lo que considero un ejemplo arquetípico de ese pensamiento sectario, dogmático e ideologizado, que es capaz de politizar hasta un partido de truco, agravado además porque proviene de un Senador de la República, que fungió como Ministro de Estado y, además, cuando se produjo la tragedia, era un niño en edad escolar. A tal grado de descomposición llega la vieja infección social.
Véase lo dicho por el Senador Bergara en su cuenta de la Red Social X, textual:
“La epopeya de Los Andes fue protagonizada por chiquilines de los sectores más ricos de la sociedad. Muchachos de élite, sin vuelta ni matices. Sin embargo, todos estamos orgullosos de que sean uruguayos. Es una historia que siempre me emocionó, entre otras cosas por sus visos de heroísmo. Puede que en el Uruguay haya recelos de clase y también consciencia de las diferencias de clase, pero no hay ni debe haber odio ni grieta. Para mí, no es poca la diferencia y hace a las particularidades de esta sociedad que hemos construido.”
No hay, no puede haber dos lecturas. Lo que el Senador Bergara piensa, y quiso hacer saber que piensa es lo que va desde “la epopeya”, hasta el punto previo al “Sin embargo”: que la epopeya fue protagonizada por jóvenes de los más ricos de la sociedad, de élite, sin vueltas ni matices.
Enemigos de clase, pudo haber dicho con economía de lenguaje y se habría entendido igual. Es la “estrella de David amarilla” en el pecho de los rugbiers, pero que, sin embargo -un sin embargo que suena a “a pesar de ello”- les considera uruguayos. El párrafo que sigue a ello, hasta el final, no constituye otra cosa que un intento de relativizar lo dicho en la primera frase, el manido relativismo moral, es el “sí, pero” que les impide decir lo que realmente piensan del Pogromo del 7-O en Israel, o el que le lleva a perderse en frondosos bosques verbales cuando de Cuba se trata, porque una democracia -como nosotros la entendemos, dice, como si hubiera dos maneras de entenderla- no es, pero una dictadura, tampoco.
Lo dicho, dicho está y es lo que piensa. Que piensa, pensó y lo dice. Pero que lo piensa, lo pensó y no lo dice la inmensa mayoría de la izquierda, presa a perpetuidad de su enfermizo odio de clase.
Ya a esta hora, habrá salido con un poco más de relativismo a relativizar lo dicho ayer, que en realidad dijo-pero-no-dijo, lo que no impide que buena parte de sus conmilitones hayan salido a rasgarse sus vestiduras por la “sinceridad” de Mario.
Al fin y al cabo, lo que demuestra el relativismo moral es que suele compartir cama con la inmoralidad lisa y llana, preferible esta por sincera y previsible.
Y aunque todo gire en torno a un canto a la vida, como lo es la historia de los Andes y la grandísima película de Bayona y Vierci y ello nos avergüence, también es de agradecer porque siempre tranquiliza saber de qué lado de la historia se está, se estuvo y se estará y que es más, bastante más, que lo que los Bergara de la vida podrán decir nunca.