Los mensajes de Lacalle Pou y Milei en momentos decisivos en las dos orillas del Plata
Dos presidentes que le hablaron a su Asamblea legislativa. Uno, en el tramo final de su mandato, el otro al comienzo. Uno, enumerando lo que hizo y explicando lo que no pudo hacer, una rendición de cuentas de toda la gestión. El otro, al comienzo de su mandato, enumerando lo que quiere hacer y lo que no le dejan hacer.
Ambos liberales. A su manera. Uno, mesurado, clásico al borde de lo anticuado y contemporizador, casi demasiado. El otro, fogoso y loco, libertario y avanzado, peleador, casi demasiado. Uno, todo lo liberal que se puede ser en un país con arraigado socialismo, que fue sembrando leyes que imposibilitan cualquier cambio, y cualquier crecimiento. El otro, todo lo libertario que se puede ser en un país capitalista secuestrado por la prebenda, el populismo, la corrupción y el estatismo.
Uno criticado porque parece desinteresarse del futuro de su coalición, tal vez exagerando su imparcialidad electoral, lo que no hicieron ni hacen sus opositores. El otro criticado porque no quiere negociar con la oposición, responsable de la catástrofe que hereda la población.
Uno que, si bien con un ordenado y austero manejo de la hacienda pública, no quiso o no pudo cambiar lo que haría falta para dejar un país en marcha hacia el progreso y el bienestar real y duradero y libre de la fatal arrogancia de la burocracia incapaz y enriquecida. El otro, porque quiere cambiarlo todo y pronto, por idénticas razones, lección aprendida del pasado reciente.
Uno tiene por delante la posibilidad de un segundo turno presidencial. El otro sabe que se va a inmolar, lo acaba de decir. A uno le tocó el duro momento de la pandemia y tuvo que defender con estoicismo y coraje el principio aplicado de la libertad. Al otro le toca el momento de un ajuste inevitable que siempre será percibido como injusto por una gran mayoría que no alcanza a entender lo que no le conviene.
Uno deja una sucesión política débil que puede conllevar a la peor forma de socialismo empobrecedor, estatista y mediocrizante. El otro trata, casi sin equipo ni estructura, de salir justamente de ese cuadro de miseria heredado. Uno vuelve, el otro va. Uno tiene la serenidad y el aplomo de quien siente que ha cumplido, el otro la vehemencia y el entusiasmo de quien quiere cumplir.
Uno abogó por la apertura del Mercosur, única opción de su país para conseguir un bienestar legítimo y duradero. El otro aboga por la misma causa pero ya sabe que el Mercosur es su enemigo, como lo es Europa. Ninguno ignora el proteccionismo empobrecedor de las principales economías occidentales, partiendo por Estados Unidos.
Uno esgrime como su gran logro una modesta LUC y la reforma previsional que corre el riesgo cierto no sólo de ser cambiada de un plumazo y de modo horroroso sino de costarle a su coalición y lo que es peor al país el regreso de un socialismo confiscador y eterno. El otro esgrime un Decreto de Necesidad y Urgencia y una ley de Bases, y ahora una ley anticasta, que es un torpedo bajo la línea de flotación de la corrupción nacional. Él mismo desconfía de su aprobación. Sabe que no puede ni debe negociar los contenidos, sólo está dispuesto a pagar con concesiones financieras para que se aprueben.
Uno, con el sueño imposible y casi pueril de creer que se puede dialogar con la oposición neomarxista, una reminiscencia-trampa de un pasado que ya no volverá. El otro, con el empecinamiento de escuchar sólo a un pequeño grupo de amigos, con el riesgo de terminar de nuevo en manos de un pasado tramposo y ladrón que no debe volver.
Ambos saben que Brasil es hoy menos amigo que nunca, que Europa es un enemigo y que Estados Unidos es una hoja al viento según quien lo gobierne, perdida ya su vocación rectora del Orden Mundial y sumido en el proteccionismo quienquiera lo gobierne. Los dos países están jugados al esfuerzo privado. El estado sólo servirá para ser funcional a su esclavización o a su pérdida de soberanía en sus mil formatos.
Uno dirige una sociedad que aún cree que el empleo estatal es empleo real, sin advertir que es simplemente un gasto que se costea con impuestos, emisión o deuda. El otro dirige una sociedad que aún no comprende que el empleo es fruto de más desregulación, menos impuestos y menos gastos del estado. Ninguna de las dos ha entendido el fenómeno de la informalidad.
Uno preside un país que mayormente envidia y odia la generación de riqueza si se ve el modo de impedirla y esquilmarla. El otro, un país que pareciera amar la pobreza por el modo de fomentarla y provocarla. Ambos países necesitan más fuentes de trabajo, pero al mismo tiempo cada vez sus sociedades odian más trabajar. Un país que puede ser el espejo del futuro del otro, para bien o para mal.
Un presidente está conforme con lo que hizo. El otro está ansioso por lo que no hizo aún.
Ambos sueñan con ser estadistas. Ojalá tengan éxito en eso.
Como dijera el inefable Jorge Luis Borges en Juan López y John Ward:
“Ambos vivieron en una época extraña”. “Les tocó en suerte un momento que no podemos entender”.