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Contraviento

Orsi, la «teoría del enemigo» y la navaja de Ockham

15 marzo, 2024

Por Graziano Pascale

Las ideas de «conflicto» y «enemigo» son inherentes a la acción política, y sobre las mismas, así como sucede en estrategia militar, se formulan diversos escenarios en los que se diseñan luego los planes para alcanzar el objetivo propuesto de máxima, que es, en política, la toma del poder político en el Estado.

El concepto de «enemigo» es clave en este planteo, porque permite consolidar cuestiones previas, sobre las cuales se irá construyendo luego la estrategia principal. Por oposición al «enemigo» surge la idea del «amigo», que reafirma la propia identidad en el ámbito psicológico.  Con el «amigo» se va construyendo también, en un ámbito de valores, principios y objetivos comunes, una alianza que busca reforzar las propias posiciones, y consolidar el bloque que buscará, en el momento oportuno, alcanzar el poder político para ese grupo.

El «enemigo» permite, por oposición, construir la solidaridad y la cohesión del propio bando, que luego, en el devenir de las acciones inherentes al «conflicto», se convierte en el medio idóneo para mantener en alto la moral de los miembros del grupo.

Si bien la «teoría del enemigo» fue desarrollada in extenso por el jurista y teórico político alemán Carl Shmitt (1888 – 1985), sus vínculos con el nazismo desdibujaron sus aportes, aunque los mismos se extendieron al campo del derecho penal, donde se creó la teoría del  Derecho Penal del Enemigo, que es una legislación de tipo bélica más que jurídica, que difiere del derecho penal de tipo liberal, y  que regula el trato con aquellos sujetos que no pueden ser considerados ciudadanos por representar un peligro físico y/o normativo para el Estado y la sociedad.

Sobran los ejemplos a lo largo de la historia para encontrar el uso de la «teoría del enemigo» para justificar las propias acciones, y reinterpretar la realidad, de modo de ajustarla al marco mental que se desea imponer en la sociedad, para alcanzar los propios designios. A veces eso ocurre como consecuencia de la creación de una «ideología», que no es otra cosa que una interpretación caprichosa de la realidad, con fines políticos. El caso más obvio es el del marxismo, que adquiere el ropaje de una interpretación «científica» de la historia, que desemboca en la justificación de la «dictadura del proletariado», fruto final de la «·lucha de clases», que no es otra cosa que un atajo con visos de doctrina científica para justificar la dominación de la sociedad por parte del Partido Comunista, que sería el instrumento idóneo para liquidar al enemigo, que no es otro que la «burguesía».

En otras ocasiones, el «enemigo» no es una clase social sino una raza o etnia. El caso más obvio es el del nazismo, la doctrina política de Hitler, que culpaba de todos los males de Alemania a la «raza judía», al punto de elaborar un plan macabro  de asesinato masivo de judíos para erradicar sin mayores miramientos a quienes según esa doctrina se oponían a la felicidad del pueblo alemán.

Nótese de paso cómo en estos días ambas doctrinas se unen en el intento de destruir al Estado judío nacido por decisión de las Naciones Unidas, tras el genocidio practicado por Hitler en Europa hace 80 años. Al componente político se une ahora el factor religioso, lo cual transforma al «enemigo judío» en una entidad que enfrenta una inédita alianza entre marxistas y musulmanes fanáticos, un «upgrade» de efectos imprevisibles, y que cambiará al mundo tal como lo conocimos hasta ahora.

Algunos de estos enemigos generaron la reacción inversa. Caso típico es el del marxismo o comunismo, que fue elegido por las dictaduras militares del Cono Sur en los años 70 para destruir la democracia liberal como el «enemigo» a derrotar, cuya existencia y planes malignos de dominación mundial impedían concretar los anhelos de crecimiento económico y justicia social en nuestros países.

Algo más sofisticado resultó ser el dictador español Francisco Franco, que adjudicaba a una conspiración «judeo-masónica-bolchevique» todos los males que aquejaban a España, que sólo podía confiar su defensa al Movimiento Nacional Falangista. En una línea similar, lo cual no debe extrañar por las afinidades ideológicas que los unían, Juan Domingo Perón eligió como enemigo a la «sinarquía internacional», un concepto vago y abstracto que alude a la influencia decisiva en las sociedades y en los gobiernos de un grupo de poderosas empresas comerciales, o a los líderes empresariales más influyentes, que logran torcer a su voluntad las decisiones políticas y económicas más importantes para un país.

El «enemigo» de Orsi

Un enemigo que se precie de tal no puede ser nunca una persona simple, que actúa a título personal, sin apoyo de grandes estructuras ni poderosos grupos de influencia que actúan en las sombras. Eso no resulta creíble y puede llegar a ser contraproducente, porque ese «enemigo» solitario puede terminar capitalizando la simpatía popular frente a los poderosos que se sienten atacados.

Todas estas consideraciones vienen a cuento a raíz del sonado asunto que hace una semana tiene en vilo al mundo político uruguayo, y que está a punto de ingresar a la esfera de Fiscalía, para determinar si hay algún hecho que merezca un tratamiento penal en el marco de la ley de Violencia de Género, o de los delitos «clásicos» de lesiones personales graves o gravísimas. Y resultan apropiadas porque el nudo central, hasta ahora, de la línea defensiva de las acusaciones, que se refieren básicamente a las derivaciones de un altercado entre el prestador de un servicio sexual y su cliente ocasional, consiste en adjudicar la responsabilidad de la acusación a «una acción muy bien orquestada, de una mafia internacional, con mucha guita, vinculada al narcotráfico». Todos los demonios del mundo actual, puestos para desacreditar una denuncia -que obviamente tiene un  móvil político que nadie puede ignorar- pero que sólo tiene como elemento visible a una persona transexual que adquirió notoriedad en las redes sociales, y que hace un año, usando una técnica similar, puso en marcha una movida que terminó con la prisión de uno de los senadores más importantes del gobierno, y líder hasta ese entonces de una de las dos fracciones nacionalistas más afines al Presidente Lacalle Pou.

El antecedente debe preocupar por las posibles derivaciones que el «caso Orsi» podría llegar a tener. Pero plantear una «teoría del enemigo» tan endeble y poco verificable como la señalada, muestra una estrategia condenada al fracaso. Deberían repasar los estrategas de la defensa la llamada «Navaja de Ockhman», un principio filosófico atribuido al fraile franciscano Guillermo de Ockham (1285-1347), según el cual «en igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable», lo cual obliga a desechar la explicación más compleja. Claro que la más compleja puede ser la verdadera, a condición de que se puedan presentar las pruebas que la justifiquen.

Si se asume que todo responde a «una operación política para hundir su candidatura», la defensa de Orsi, al fin de cuentas, deberá centrarse en la explicación que resulte más creíble y ventajosa para el candidato presidencial, aún a riesgo de que sea la más simple. Porque en esta hipótesis quizás termine echando más leña a la hoguera encendida en la tribu.