“Las palabras -y las ideas que estas engendran- preceden, siempre, a la violencia y las armas”
Una verdad tan simple y universal como esta, válida para hace dos mil años como para hoy mismo, para ambas márgenes del Jordán como para las fértiles y ensangrentadas tierras ucranianas, debiera hacer sido esculpida en piedra y puesta por Dios junto a los Diez Mandamientos, en tamaño gigante como las que distinguen a Hollywood, para que todo ser viviente la tenga tan presente como aquellos, en especial, el no matarás.
Más, mucho más presente.
Árabes de Palestina e israelíes llevan 167 días en guerra. No, perdón. Llevan 76 años de guerras continuas, dispersas, multiformes, bilaterales, multilaterales, en el terreno, con artillería, bombas y cohetes, pero también con atentados. Y si nos paramos a analizarlo bien, tampoco 76 años. La guerra de los árabes tiene ya más de 1400 años, desde el nacimiento del islam en la Península Arábiga de la mano de su Profeta guerrero Muhammad y las revelaciones reunidas en el Corán.
En esas revelaciones producidas en la montaña por Allah a Mahoma durante un cuarto de siglo, es donde la palabra oral pasa a ser palabra escrita con carácter sagrado e inmutable, y es donde se proclama a Allah como dios único, a Mahoma como su Profeta y al Corán como el único Libro Sagrado por provenir directamente de Dios.
En solamente dos párrafos hemos retrocedido de la guerra árabe-israelí de hoy mismo en Palestina, hasta el Monte Hira en la arabia del Siglo VII de nuestra e.c., y hemos pasado desde las kalashnikov y los cohetes, los misiles y las bombas humanas, es decir, de las armas, hasta el origen de ellas: la palabra, las palabras, las ideas -que dan forma a la fe- simbolizadas en la Yihad como instrumento de conquista del islam y su definición de los enemigos de la fe única y verdadera: los infieles, judíos y cristianos.
Es decir, de vuelta, demostrado queda que las palabras -y las ideas que estas engendran- preceden, siempre, a la violencia y las armas.
“Los judíos y las palabras”, Ensayo de Amos Oz y Fania Oz-Salzberger de 2012 (Editorial Siruela)
Cuando un paciente se presenta en una consulta con alta fiebre, el médico que lo atienda, con seguridad tratará de bajar la temperatura con la mayor urgencia. Conseguido ello, tratará de determinar cuáles son las causas que la provocaron, porque recién allí podrá indicar el tratamiento correcto para erradicarla.
El terrible -por imprevisible y salvaje- pogromo ideado y ejecutado por Hamás el 7-O en tierra israelí, provocó un pico de fiebre difícil de medir, cuando no ya de contener. Desde entonces y cada día, enfrentados a un enemigo elusivo, los israelíes tratan de bajarla aplicando el método más rápido y efectivo conocido: la erradicación de la causa inmediata.
Pero, y esa es una más de las muchas malas noticias al respecto, aún que se consiguiera ese objetivo, la causa verdadera y profunda persistirá porque no se trata de armas, ni siquiera de territorios, sino de la más prosaica y antigua de las razones: la que distingue y divide a víctimas de victimarios, la que separa al opresor del oprimido, de la eterna lucha entre el poderoso y el débil, que es como decir entre el bien y el mal. En suma, entre quienes son fieles a Dios y los que le traicionaron. O sea, musulmanes aquí, judíos allá.
La cita del Ensayo de Oz padre y Oz hija no es caprichosa ni casual, porque muestra de manera incontratable, el valor y peso de las palabras en un bando y en otro.
En la obra, el novelista y la historiadora se sumergen en los más remotos orígenes de lo que podría llamarse cultura hebrea, anterior inclusive a la adopción del término judaísmo, íntimamente emparentada con su matriz religiosa, pero no sólo ni exclusivamente. No en vano los autores son israelíes de pura cepa -jerosolimitano Amos, nacido antes que el propio Estado-, productos arquetípicos del ser judío tan ancestral como moderno, tan religioso como secular, tanto como que ambos autores son judíos ateos, por si algún distraído ignoraba que existiera tal categoría.
En un tan denso como riquísimo viaje por el tiempo y las vicisitudes de un pueblo en eternos exilios y retornos, los autores hallan, no sin razones, un hilo conductor que, a despecho de su pequeñez, se ha mantenido imperturbable a lo largo de los milenios: el amor, respeto y culto por la Palabra. Palabra que -en su versión religiosa- les fue dada por D-s a Moisés, y que fue de la tradición oral a la escrita a través del Talmud, con una constante que atraviesa tiempos, lugares, circunstancias y penurias: el amor por el estudio y el mandato propio de su condición: todo niño judío, allí donde haya nacido, debe ser alfabetizado y estudiar desde los 3 años hasta los trece, edad de su Bar Mitzvah.
Palabra y estudio que les permite, a la vez que reverenciar a su D-s y sus profetas y patriarcas, discutir con ellos y, no pocas veces, insolentarse con aquello que creen injusto, sin que para ello el cuestionador deba poseer rango ni autoridad más que su condición de judío.
Es lugar común decir que nadie cuenta mejores chistes de judíos, que los propios judíos. Para ilustrarlo, uno de los ejemplos es el de “la abuela judía (abuela judía es una versión reforzada del estereotipo de la madre judía) que camina con su nieto por la playa. En cierto momento una ola inesperada le arrebata el niño y se lo lleva mar adentro. Indignada, encara a dios y le increpa que cómo pudo hacer eso, quitándole a su nieto. Tras la iracunda interpelación, dios produce una nueva gran ola que deposita al niño en brazos de su abuela. Aliviada, la buena señora se dirige nuevamente a su señor, para agradecerle que le haya escuchado, sin que, por ello, olvide reclamarle que se lo haya devuelto sin su gorro”
La depravación de las palabras y el origen de las guerras
La actual guerra entre el Estado de Israel con la organización terrorista Hamás que se desarrolla en territorio de la Franja de Gaza -dominada militar y políticamente por esta banda prohijada por el integrismo islámico iraní y qatarí- y la menos visible aún, la que comienza a desarrollarse en territorio del norte israelí con Hezbollah, el proxy iraní que guerrea por interpósita persona proviene de la depravación de las palabras.
Hoy día es lugar común que acudamos a lo que, hace setenta años atrás, la lucidez anticipatoria de George Orwell llamó la neo-lengua y la pos-verdad para que, el equivalente a una Cheka stalinista se llamara Ministerio del Amor. No otra cosa es lo que sucede desde hace décadas. Veamos un solo ejemplo, antes de entrar en la materia a donde queremos llegar. Vayamos a los EE. UU. de las décadas de los 70, 80 y 90, con la posguerra de Vietnam y el asesinato de Malcom X, en lo que se podría considerar el primer gran mojón en la arquitectura de lo que, décadas más tarde, se conocería como la Cultura Woke.
Nos referimos a la aparición, de la mano de teóricos como Kimberlé Crenshaw y Richard Delgado, de lo que se denominó Teoría Crítica de la Raza (CRT por su sigla en inglés), árbol del que la propia Crenshaw colgaría años después su teoría de las interseccionalidades.
A este festival de producción intensiva de ideología –que podríamos definir como “endogámica” ya que, toda ella, está referida a la cultura y sociedad Occidental, y más específicamente a la estadounidense-, cuyo origen puede rastrearse hasta Gramsci, Foucault y Derrida, producido al interior de los Campus universitarios de élite, tiene un nuevo aporte no menor en Ibram X. Kendi y sus teorías sobre racismo, antirracismo, la blanquitud y el poder opresor blanco.
La inflación de la ideología woke y el neoantisemitismo
¿Y todo esto, qué relación tiene con la guerra en Oriente Medio y la explosión de antisemitismo que recorre el mundo? Mucho.
Porque aquí es donde hace su entrada triunfal, bajo palio, un convidado de piedra: el supremacismo blanco que, desde esos mismos Campus, se asocia con el sionismo. De allí, a que el púdico antisionismo -exhibido como sucedáneo políticamente correcto del antisemitismo hasta el 7-O- se convierta en el nuevo mantra de la izquierda woke-progre tras la bandera de la Palestina free.
Mientras las armas matan, las palabras sepultan
El nunca más que el Occidente, dizque civilizado, cultivó durante siete décadas, solamente era válido, y los judíos debían entenderlo así, para el Holocausto, a manos de los nazis alemanes, y bastaba y sobraba para cumplir con su papel de víctimas por varios siglos.
Después de ocupar ilegalmente Palestina (lo de la Resolución de las Naciones Unidades fue un mero hecho político sin relevancia), repeler y ganar cinco guerras, insistir con defenderse a toda costa, convertir a Gaza en una cárcel a cielo abierto y llevar a cabo el más brutal genocidio de los últimos siglos (hay que ver que la población “carcelaria” gazatí sólo se duplicó en las últimas décadas) con la pobre excusa de un supuesto ataque, pogromo le llaman, que todavía está por probarse si no fue un acto de falsa bandera orquestado por el Mossad, todavía pretenden seguir siendo víctimas.
Pues no. Subvertidas las palabras, prostituidos los conceptos que estas encierran, el mundo -o, por lo menos, la mayoría más vociferante- ha decidido que basta, no habrá en el futuro ninguna prueba, ni circunstancia, que justifique apoyo alguno al Estado genocida y opresor judío, que debe pagar por sus culpas.
En eso estamos. Mejor dicho, están, porque algunos resistimos y resistiremos a navegar las pútridas aguas del islamo-nazismo y sus secuaces.