A media tarde, el hombre tomó un bus interdepartamental de esos de ahora, de dos pisos, para volverse desde la Capital hacia su ciudad costera. Desde lo alto, dos horas y media de lento transitar, o no tanto si lo comparamos con un siglo atrás.
En la fila para ingresar al coche, el hombre estaba detrás de una mujer, ni joven ni vieja, vivida en todo caso, dicho sea, con respeto, que portaba a su espalda una mochila, como todo el mundo. Bueno, no, no como todo el mundo, porque no todo el mundo porta una mochila especial, hecha para cargar un perro, chico él, tipo caniche, o caniche nomás.
El hombre creía haber escuchado o leído que los transportes solamente trasladaban canes, independientemente de su porte y características, en las bodegas, junto con los equipajes, y que no podían hacerlo en el propio bus, en principio reservado para los humanos, o los que pasan por ello.
Sin embargo, la mujer subió con su pichicho y se sentó unas filas delante del hombre, que alcanzó a ver y oír cómo esta le decía, con toda la ternura de una mamá, que ¿viste, fulanito, que vas a viajar con mamita? El hombre pensó, pero bueno, será que ahora sí lo permiten. Y se olvidó de perro y mujer, inmerso en la lectura de “La frontera”, libro que te lleva a recorrer las fronteras con Rusia, de catorce países en un recorrido de 60 mil kilómetros, una circunferencia y media de la tierra.
Solamente salió de su abstracción, -que le había permitido dejar en un segundo plano a un inmigrante de característico tono, que en alta y clara voz le decía a su interlocutora telefónica que ya, que ya es mucho de grande, que, si no le gusta pues que vaia y coja un trabajo, pues- amén de alguna palabra un poco más fuerte, cuando escucha la voz del guarda.
Este, parado junto a la mujer del perro, le explica, cada vez en más alta voz y con menor paciencia que el perro no puede viajar arriba, con ella, que debe hacerlo abajo, en la bodega. El hombre no oye lo que dice la mujer, ni menos el perro que no dice nada, ni guau dice, pero seguro que es una negativa en toda regla, porque el guarda se desespera y llama a la Agencia, a no sé quién más, y termina diciéndole que, si no baja el perro a la bodega, se verá en la obligación de llamar a la policía y hacerla bajar.
Con unos pasajeros cada vez más pendientes del inminente altercado, el hombre advierte que ya hay voces que aseguran que sí, que el Guarda tiene razón, que los únicos perros admitidos son los lazarillos de los ciegos -perdón, no videntes- y ese no es el caso.
Pero el hombre también oye voces, más numerosas, más fuertes, que se lamentan, pobrecito, cómo quieren encerrarlo en la bodega, que qué mal puede hacerle, etc.
Una nueva llamada del guarda, o hacia el guarda, le recuerda que la única otra excepción a la regla es si la persona perro-portante tiene un Certificado expedido por un siquiatra que diga que, por determinado problema emocional, esa persona no puede viajar si no es junto a su perro.
Bingo. La mujer sí tiene el bendito certificado, que ya lo saca, Certificado y Sellado Notarial adjunto, que se lo acerca, triunfante, hasta las narices mismas del guarda.
Lo lee. Agacha la cabeza y le dice que sí, que está bien, que en tal caso puede seguir con el perro -emperrado, el caniche no dice ni guau- y que por favor le disculpe.
El hombre se dice para sí, que, de ese pintoresco suceso, habría varias lecciones para sacar, pero como, a esta altura de su vida, ya hay cosas que no entiende, mejor se las deja para que el lector sea quien lo haga.
Terminal. Baja el hombre, sigue la mujer, y su perro, y la historia se termina aquí.