Silvio Moreira
La bala de fusil sintió que alguien la tocaba con dedos húmedos y fríos. De pronto, con su único ojo miope vio que la insertaban, solita y sola, en un estrecho compartimiento, muy oscuro y ciertamente más frío que los dedos que la habían tocado. Una especie de compuerta a su lado se cerró violentamente y por un tiempo que pareció infinito, todo fue silencio.
De pronto, sintió un dolor profundo, quemante. Recordemos que nuestra bala es una bala sintiente. Algo había comenzado a arder súbitamente en su culito de bronce. Y casi en seguida, sintió que todo su triperío, su cuasi total masa corporal, explotaba e intentaba expandir su cuerpo hacia los cuatro puntos cardinales, y más aún.
Pero su cuerpo estaba completamente aprisionado en un lugar tan estrecho como ella, y se dio cuenta que la única salida que tenía era dejar de apretar su cabeza contra el cuello, y permitir que toda esa jauría instantánea de gases y presión, la empujara hacia adelante. Tenía que permitir eso o sentía que iba a reventar.
Inmediatamente, y contra su voluntad, comenzó a hace un movimiento levógiro que se convirtió, durante unos instantes que parecieron interminables, en un torbellino en el mismo infierno. Pero de pronto la oscuridad dio paso a un ambiente luminoso, colorido, y aunque seguía girando con frenesí sobre su eje longitudinal, los colores, brillos y tonalidades de Butler, Pensilvania, le dieron a su doble camisa de bronce una apariencia juvenil y playera.
Con su único ojo miope, aturdida aún por los gases que la envolvían, y el movimiento levógiro que la mareaba, alcanzó a ver que se acercaba cada vez más rápido a una cabeza humana grande, cuasi desproporcionada, con cachetes rosados como la piel de un cerdo pronto para morir, y con un cabello que rivalizaba con su full metal jacket en cuanto a amarillez y vigor.
No tuvo tiempo de reconocerlo -o quizás lo hizo-. O es probable que haya primado su sentimiento de no herir seres vivos. Porque recordemos: nuestra bala no era una bala cualquiera, si no una bala sintiente. Entonces, con toda la fuerza que todavía tenía, guiándose como podía con su ojo miope mareado y envuelto en gases de pólvora, desvió el eje de traslación longitudinal de su ser con toda su alma, con todo su elán vital -si lo tuviere-, y sintió que de dirigirse certeramente a su nariz, le había dejado un pequeño surco ensangrentado en la mejilla. Y casi inmediatamente, se llevó puesto encima un pedazo de oreja.
Nuestra bala sintiente había tenido una vida larga en su caja de fábrica, junto a sus hermanas. Hasta que de pronto surgió el momento en que alguien le daría su utilidad primigenia, y la colocó en el fusil, para tener entonces su efímero pero importantísimo canto del cisne.
Antes de terminar su ciclo vital, apenas deformada pero ya inmóvil, pegada a un pedazo de cartílago de oreja, y viendo con su único ojo miope a un miembro del servicio secreto inclinándose para tomarla en sus manos, aún le dio tiempo para murmurar con bastante ironía:
-¡Puaj…! ¡Todavía usa Glostora…!