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Contraviento

Lo que no se dice del plebiscito de la Seguridad Social  

16 octubre, 2024

 

“…una cultura y una sociedad no son elementos que se deban adaptar a la conveniencia de las gentes que parecen estar ahora aquí, sino a un pacto profundo entre los ya muertos, los vivos y aquellos seres que aún no han nacido…” Edmund Burke (Siglo XVIII)

 

Douglas Murray, escritor, periodista, pensador y ensayista británico, ha publicado en el último lustro una trilogía ensayística que se ha transformado en referencia ineludible del debate europeo, sobre su realidad social y política, pero sobre todo cultural.

Iniciada en 2017 con “La extraña muerte de Europa (Identidad, inmigración, Islam)”, al que siguió “La masa enfurecida (Cómo las políticas identitarias llevaron al mundo a la locura)” y “La guerra contra Occidente (Cómo resistir en la era de la sinrazón), Murray analiza una Europa que sufre una transformación, tan profunda y tan acelerada, que si se la pone frente a un espejo le cuesta reconocerse a sí mismo.

El autor sostiene que a la vieja Europa le pesa su larguísima historia, una carga que hace que sus sociedades se hallen aplastados por esa monumental herencia histórica que, junto con la creciente e imparable pérdida de su identidad occidental y judeocristiana, les ha conducido a una insoportable y permanente sensación de un hastío existencial que ha sido caldo de cultivo para lo que, en muchos casos, parece ser una crisis terminal.

Perseguidos por el virus del revisionismo histórico que ha puesto en la picota todos y cada uno de los fundamentos de esa sociedad que parió Imperios globales, madre de todos los occidentes y gestora de la Ilustración, los europeos ya no se reconocen a sí mismos, culposos de un pasado del que no participaron, pero del que se les hace culpables.

Por estos días, desde la antigua Tenochtitlán, la vacuidad presidencial instalada en el Palacio Nacional -construido por los españoles, claro está- ha hecho del revisionismo de pata coja una, si no la única, razón de ser, exigiéndole al actual Reino de España y a su actual Rey que se hagan cargo de los desatinos e injusticias presuntas, cometidas por los invasores y saqueadores comandados por Hernando Cortés sobre los pueblos originarios.

El planteo, efectista -que no efectivo- y propio de un populismo simplón, basado en la más supina ignorancia de los mandantes mexicanos, ha servido para comprobar cómo, al igual que con Europa, los pueblos suelen ser, a la vez, beneficiarios y rehenes.

A mayor y más larga historia, más herencia y más peso.

A ese México de pujos revisionistas, en donde el indigenismo ramplón asoma como mero distractivo por parte de gobernantes que no gobiernan ni mandan en un país cooptado por los cárteles y que se acerca peligrosamente a lo que se podría considerar como un estado fallido, le calza como un guante la cita de Edmund Burke del acápite.

 

¿Y por casa?

 

Los ejemplos de Europa y México nos proporcionan una perspectiva histórica para enfocar los temas culturales y sociales del Uruguay.

A menos de un año de conmemorar el Bicentenario de nuestra independencia, en primer lugar, de aquel Imperio sobre cuyo legado aún debatimos, esos doscientos años nos muestran como lo que todavía somos: una joven nación en construcción.

Herederos de cultura y tradiciones españolas, enriquecida por las sucesivas oleadas inmigratorias desde el Viejo Mundo, la República ha forjado una identidad propia que, para bien o para mal, nos distingue de nuestros vecinos.

Carentes de ese peso histórico que ahoga a Europa, y de la tentación totalitaria que subyace en el intento de reescribir el pasado en México, hay elementos culturales, idiosincráticos, que hemos heredado de nuestros mayores y de los que, los que hoy estamos aquí, somos meros custodios.

En relación con la visión de legado cultural expresado por Burke, Douglas Murray anota que “ante la visión de una sociedad, por grande que pueda ser el deseo de beneficiarla (que se supone es lo que se busca con cualquier propuesta de cambio) usted sigue sin derecho a transformarla. Porque aquello que usted ha heredado, y que es bueno, debiera pasar a las generaciones siguientes. Incluso aunque usted considere que algunos de los puntos de vista de sus antepasados pudieran mejorarse. De ello no se deduce que haya que dejar a las siguientes generaciones una sociedad que pudiera resultar caótica, fracturada e irreconocible”. Fin de la cita.

Exactamente hacia donde nos lleva el intento de constitucionalizar, hasta el detalle, un sistema único, obligatorio y definitivo, de seguridad social.

Lo ha dicho cada partido, cada candidato, los expertos que produjeron la última Reforma, la totalidad de los economistas de izquierda y, con distintos énfasis, la totalidad de los candidatos. Hasta uno de los más influyentes sindicatos integrantes del pitceeneté, AEBU, lo ha terminado diciendo: las consecuencias de una eventual aprobación son imprevisibles. O, mejor dicho, son previsibles, tanto como irreparables.

 

Algunos de los valores, que ofician somo señas de identidad de un ser uruguayo se pueden encontrar en el apego a las instituciones republicanas, la seguridad jurídica y la libertad individual. Ninguna de ellas como valor absoluto, pero que, llegados a situaciones extremas, afloran como elemento distintivo.

Así pasó con la seguridad jurídica cuando, en la profunda crisis de 2002, desde fuera y desde dentro se presionaba implacablemente para declarar una moratoria que habría dado por tierra con esa tradición de cumplimiento irrestricto de las obligaciones contraídas.

Otro tanto sucedió al inicio de este período de gobierno con la llegada de la Pandemia y, como antes con el default, a coro se pedía una estricta cuarentena que habría implicado, no sólo terribles perjuicios económicos sino un golpe mortal a la libertad individual. Apelar a la libertad responsable no fue más que echar mano de esos valores ínsitos en el ser nacional, golpeado, pero porfiadamente subsistente.

 

Amenazados por un Sí

 

La eventual aprobación de esa desmañada, retardataria, injusta e irresponsable enmienda constitucional se aproxima bastante al peor intento de subvertir esos pocos valores comunes, al punto de hacernos irreconocibles ante nosotros mismos.

Sin embargo, siendo los previsibles efectos económicos y sociales profundamente perjudiciales no son el peor de sus aspectos.

Lo peor de todo, y con lo que no se ha insistido bastante, es con que se trata de una iniciativa profundamente inmoral.

Lo es porque, como apuntaba Burke, los que hoy aquí estamos, tengamos la ideología que tengamos, no tenemos derecho alguno a traicionar el legado de nuestros mayores y, mucho menos, el de hipotecar el futuro de los que vendrán, de nuestros hijos y nietos, con el exclusivo objeto de un hipotético y esmirriado beneficio para los actuales pasivos.

¿Se entiende que, nosotros, los mayores -en un ejercicio de egoísmo absolutamente inmoral- estaremos perjudicando, de manera irreversible, el futuro de los más jóvenes y de los que aún no han nacido?

Quiero creer que estamos a tiempo de entenderlo. Y obrar en consecuencia. No sólo rechazando este engendro plebiscitario sino, pensando en el futuro -que es obligación de toda generación de salida- se ponga bajo estudio y revisión los institutos de supuesta “democracia directa” que permiten que intermediarios, con tan pocas luces como escrúpulos, pongan en jaque a una sociedad toda.

El próximo 27. No pongan la papeleta blanca del Sí. Y si te la dieron, tírala.