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Contraviento

El precio de los buenos modales: culpa de los Girondinos

27 noviembre, 2024

 

“La moderación en la defensa de la verdad es un servicio prestado a la mentira” Olavo de Carvalho

 Crónica de una debacle previsible

 

A dos días del último acto de este ciclo electoral, que termina devolviendo el Gobierno al Frente Amplio, tras un breve interregno de 5 años bajo una coalición de facto liderada por el Partido Nacional y el presidente, ahora saliente, Luis Lacalle Pou, abundan los análisis de los cómo y por qué de los resultados electorales.

Esperados para algunos, sorpresivos para otros. Inapelables en todo caso. Ni arrasadores, ni ajustados, holgados en todo caso.

Época de análisis, de balances, de ajustes de cuentas -más o menos cruentos según de qué lado del mostrador se esté- y de reescritura de relatos.

Para nosotros, meros votantes y simples observadores, ocasionales comentaristas de las realidades nacionales, un tiempo de reflexión, de sereno análisis en tanto comienzan a remitir las lógicas pasiones. Es lo que esta columna tratará de hacer.

Política, poder y elecciones

 Un proceso electoral es, por definición, la culminación de un desarrollo político que abarca un período prefijado de gobierno, tras el cual los elencos políticos ponen a consideración del elector, tanto sus propuestas como sus realizaciones, sea un gobierno que busca reelegirse como un partido que pugna por desplazarlo para ocupar su lugar.

Vale decir, entonces, que no se circunscribe al -excesivamente largo- proceso de elecciones (primarias, nacionales, ballotage, municipales todavía pendientes) sino que es la etapa final de un desarrollo que comienza, en realidad, el mismo día que el presidente asume su cargo 5 años antes.

El análisis que hemos podido leer, en estos escasos 2 días, se centra, casi exclusivamente en el proceso electoral propiamente dicho, las campañas electorales, las apuestas de unos y otros, las tácticas y las estrategias electorales, pero dejan en un segundo plano muy lejano, cuando no lo ignoran por completo a ese período de laboreo de tierra, fertilización, siembra, cuidado y cosecha que es un gobierno, para presentar los resultados finales a consideración.

Esta columna es lo que pretenderá hacer, partiendo de un concepto central: lo que sucede en el quinto año tiene una relación directa con lo sucedido en los cuatro años anteriores. O, dicho de otra manera: en lo sucedido en el tiempo de la política, antes de los tiempos electorales.

 Un poco de historia, casi reciente

 

El Frente Amplio, fundado en 1971 como expresión y estrategia electoral de la izquierda, al influjo de lo que entonces se llamó la teoría de los frentes populares, nació con el propósito de unificar a la izquierda y con ello acumular fuerzas destinadas a potenciar la vía electoral como camino hacia el poder, habida cuenta era ya, en ese tiempo, manifiesto el fracaso de la vía armada impuesta por el MLN-Tupamaros y a la que, aunque nunca descartada desde que contó siempre con aparato armado, no adhirió el Partido Comunista.

Ese debut electoral, en condiciones tan difíciles -tras una década de guerrilla y subversión- fue un relativo éxito, aproximándoles a casi un 20% del electorado.

El golpe de estado de febrero de 1973 significó un largo mandato al rincón, a pensar, no solamente para la izquierda, y que, en términos políticos terminó con la restauración del sistema pre-dictadura.

El período 1984-2004 fue, para el Frente Amplio una montaña rusa. Todas las tensiones, las contradicciones se hicieron presentes, la mayor de ellas en torno al eventual ingreso del MLN-Tupamaros a la fuerza política, resistido por el líder histórico General Seregni y respaldado por el ascendente liderazgo -crecientemente autoritario- del primer intendente frenteamplista, Tabaré Vázquez.

Ya consolidado como Lema único Frente Amplio, en 2004 finalmente accede al gobierno de la mano del propio Vázquez. Por entonces, el Cr. Astori que a la sazón oficiaba de puente de moderación entre la izquierda dura y el resto del sistema político, pronunció una frase que, hoy, merece ser rescatada y resignificada: si el Frente Amplio accede al gobierno, y no se mantiene por, al menos, 3 períodos, será un fracaso”.

Esos fueron tiempos donde el MLN jugaba su propio partido, de la mano de la ascendente figura de José Mujica, la pata populista y antidoctoral que a la izquierda le faltaba para, en palabras de Julio Marenales repetidas como un mantra, “de nada le vale al Frente obtener el Gobierno si no construye poder

En resumen: estuvieron 3 períodos en el gobierno, y durante todo ese período no hicieron otra cosa que construir poder que, en términos prácticos significaba edificar una hegemonía cultural que requería la colonización de los medios, el copamiento del aparato del Estado -en especial los mandos medios que trascienden los períodos electorales-, avanzar sobre las instituciones claves -tal el caso de la Fiscalía General confeccionada a su medida- y, sobre todo, el soporte de un relato o discurso que, partiendo de la autoasignada superioridad moral de la izquierda, desde los ámbitos de la inteligentzia se consolidara como hegemónico.

Cuando, producto del desgaste propio del ejercicio de gobierno, una sensación de descontrol -lo de la presidencia de Mujica y sus talenteos- y corrupción que, todavía, no todos estaban dispuestos a ignorar, junto con una muy inteligente, larga y paciente labor de trabajo hormiga del entonces joven parlamentario Luis Lacalle Pou -que empezó tan temprano como 2010- la izquierda finalmente perdió el gobierno.

Y, como correspondía en un país que no admitía aventuras al margen de la institucionalidad, cuando Tabaré Vázquez le entregó la Banda Presidencial a Lacalle, le estaba transfiriendo el gobierno, como manda la Constitución. Pero no el poder.

Las pancartas presentes en Plaza Independencia ese Primero de marzo de 2020, debieron ser leídas en clave de mensaje y promesa: resistiremos, volveremos.

Un gobierno con todo por hacer, o por perder.

 

“Lo que está claro para el FA, que somos enemigos, no lo está para la mayoría de la oposición, que sale a pelear a una barra brava con las reglas del Marqués de Queensberry. Y, además, considera que son “adversarios políticos”, no enemigos.” Adolfo Castells, 2014

 “Al Gobierno ni un vaso de agua”, Juan Castillo, PCU-PitCnt 2002

 Con la misma rapidez y ejecutividad con la que había logrado conformar su “Coalición multicolor” para ganar el Ballotage, el joven y pujante presidente Lacalle Pou se aprestaba a comenzar su labor de Gobierno, cuando una bomba detonó en Torre Ejecutiva: una Pandemia.

Con el fantasma de la maldición de la Administración Batlle a la que le cayeron las siete plagas de Egipto una tras otra, planeando sobre su cabeza, el joven ejecutivo la encaró, junto con su flamante ministro de Salud -un Dr. Salinas que, a poco de andar, se transformaría en importante activo- con envidiable temple.

Encarada con un talante liberal cuasi olvidado en el Uruguay del Estado-Tutor, mientras el gobierno apelaba a la libertad responsable -un sacrilegio para los reflejos autoritarios de la izquierda en shock post-electoral- y el respaldo de los mejores científicos, a pesar del terrible costo humano y económico, terminó constituyendo un enorme activo político.

A pesar de una oposición que mostró un talante destituyente desde el primer día, desafiando hasta el borde de la legalidad, el gobierno de Coalición impulsó una Ley de Urgente Consideración, comprometida en las bases pre-electorales, que, tras un tumultuoso trámite parlamentario, con recortes no menores, terminó siendo aprobada.

En una nueva muestra de la guerra civil de baja intensidad que ya había insinuado con la Pandemia, el Frente Amplio, tras haber sido virtualmente copado por el pitceeneté, se largó a la guerra abierta saliendo a convocar un referéndum contra una Ley que, en más del 50% había aprobado sus propios legisladores, en un intento de convertir al gobierno en un estado de asamblea permanente. Consiguieron convocarlo, aunque, por muy poco, luego fracasaron en la derogación.

Con solo estas dos muestras, podemos marcar dos hechos que serían la tónica de todo el período: una oposición en tono de épica guerrera dispuesta a recuperar un terreno que consideraba propio y le había sido arrebatado. Y por, el otro lado, un gobierno, y especialmente un presidente que parecía hecho de teflón, con índices de popularidad a prueba de sabotajes. Hicieran lo que hicieran, hasta hoy mismo, allí estaba una popularidad indestructible.  

Con números en casi todas las áreas económicas y sociales cuasi envidiables, el país se encaminaba a ser el segundo más rico del continente, y en el ámbito internacional se hablaba ya del milagro uruguayo.

Tal estado de cosas, cuando advino el tiempo electoral llevó a cometer un terrible error, el de confundir popularidad con poder. Lo había advertido el controvertido gurú de Bolsonaro, Olavo de Carvalho, con su idea que el verdadero poder no reside en el pueblo -el que marca los índices de popularidad- sino en las corporaciones valiéndose de la neutralidad ideológica de otras.

Era, y es, un gobierno exitoso, que creía tener el poder. No repararon nunca que hacía 5 años habían recibido el gobierno, pero el poder lo habían mantenido intacto, y que ahora volvían por el gobierno nuevamente.

En el pecado, la penitencia.

Girondinos versus Jacobinos: el huevo de la serpiente

 

El Uruguay como Estado independiente, surgido de la Convención Preliminar de Paz mediada por el Reino Unido y que puso fin a la “Guerra del Brasil”, fue, de todos los Estados nacidos del desmembramiento del Imperio Español, el más afrancesado de ellos.

Si bien el transcurrir del tiempo dejó de lado la leyenda negra en relación con el Caudillo oriental José Artigas, adalid del federalismo y de las ideas de los Padres Fundadores de los Estados Unidos y su Constitución, estas ideas no tuvieron, sobre las élites nacionales, la influencia determinante que, si tuvo las de la Revolución Francesa, con su épica de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Ello a pesar de que, en las 4 décadas transcurridas, la France había tenido una Monarquía Republicana, una República y el Gran Terror, la Restauración monárquica, el Imperio napoleónico y nuevamente una restauración monárquica a cargo de los Borbones.

Como el lector podría comprobar fácilmente, todo el debate político e ideológico desde entonces, ha estado permeado por el imaginario heredado de la Revolución francesa. Transcurridos casi dos siglos y medio, no hay debate, análisis, tesis o ideología política que en los primeros párrafos no aluda a izquierda y derecha. También a libertad e igualdad como una dupla inseparable, desprendidas de una fraternidad rápidamente caída en un conveniente olvido.

Si hemos dado todo este largo rodeo para llegar a la cuestión de derecha e izquierda -tantas veces enterrada como supuestamente superada y anacrónica, pero siempre presente- es porque, todo o casi todo de lo que sucedió con ese siglo largo que fue desde el fin del Siglo XVIII a principios del Siglo XX, en su interminable ciclo de revoluciones y caídas de imperios estuvo determinado por esta dicotomía.

Derechas e izquierdas, una pelea desigual

 

La Diputada y escritora española Cayetana Álvarez de Toledo ha utilizado reiteradamente la figura retórica, para simbolizar a los sistemas políticos, de un tablero inclinado, en cuyo extremo superior está, siempre, la izquierda, y un extremo inferior en donde -si no se ha caído- debería estar la derecha. Es una tan magnífica como pertinente imagen, que casa perfectamente con jacobinos y girondinos.

Es apasionante leer sobre la vorágine de esos primeros tiempos de la revolución, en especial en la pluma de Stefan Zweig que como ninguno disecciona los aspectos sicológicos de los sucesos sociales de cambios.

En su biografía de Fouché, un personaje a menudo olvidado y en apariencia secundario y que sin embargo estuvo en cada uno de los cambios (al que con sorna lo definió como el único hombre que perteneció a un solo partido, el ganador) Zweig hace referencia a la instalación de la Asamblea.

En ella, ya delineados los dos bandos en pugna, los Girondinos, por un lado, liberales moderados, partidarios de una monarquía constitucional y federal -liderada entre otros por Condorcet y Brissot, y por el otro por los Jacobinos liderados por Maximilien Robespierre, radicales revolucionarios, antiliberales, partidarios de la tabula rasa que entre 1793 y 1794 condujo al llamado -con justicia- el Reinado del Terror.

Cuando en tren de instalarse en esa Asamblea, Robespierre elige su silla -y en derredor suyo sus partidarios- a la izquierda y en el sector superior, confinando a los Girondinos a un sector a la derecha e inferior, ganó esa lucha y todas las luchas futuras para la izquierda.

Porque, como bien sabemos, el hombre desde tiempos inmemoriales ha invocado a su dios mirando hacia el cielo, los niños se han criado mirando hacia arriba, hacia sus dioses, sus padres, y el estudiante ha aprendido de un profesor instalado en un estrado por encima de su mirada, tal y como lo han hecho monarcas, mandatarios y dictadores, saliendo a arengar a la plebe desde la altura de balcones y púlpitos.

Fue allí y entonces donde nació la centenaria, indiscutida e irrebatible “superioridad moral” de la izquierda. Esa que le permitió a Robespierre gastar las cuchillas de las guillotinas, con adversarios, enemigos y aliados caídos en desgracia, desatando una orgía de sangre que no mereció sanción moral alguna porque fue cometida por la izquierda.

Lenin no se explicaría sin su exilio francés y la influencia de los jacobinos. Cuando él, ya instalado como nuevo Zar, desata el terror como arma política tampoco merecerá condena porque lo ha hecho en nombre de la revolución, del pueblo, de la libertad y la igualdad.

Y así, hasta hoy.

La impostergable batalla cultural

 

Mientras la derecha, los liberales, no seamos capaces de nivelar el tablero denunciando a la izquierda en cada una de sus tropelías, demostrando la verdadera superioridad moral de las ideas de la libertad y el individuo, en lugar de las liberticidas proclamadas por los enemigos de la libertad individual, los derechos individuales y de propiedad y de la vida, poco importan las estrategias electorales, porque se ganarán elecciones puntuales -o no- pero nunca se tendrá el poder.

Es en las ideas, es con las ideas, es cultural y es ideológico. Como ha dicho alguien por allí, es preciso aprender a hacer “gramcismo de derecha”.