Graziano Pascale
Una pregunta atormenta desde siempre a los politólogos: ¿el sistema de partidos es fruto de la legislación electoral, o la ley electoral es la respuesta al tipo de predominio de los partidos en la sociedad?
El caso uruguayo puede ser muy útil para responder a esa pregunta. Y también para formular algunas hipótesis sobre el futuro.
La hegemonía colorada
La derrota de los blancos de Aparicio Saravia en la revolución de 1904, que significó en los hechos el fin del siglo XIX, fue el punto de partida de la larga hegemonía colorada durante el siglo XX. El conflicto político se concentró entonces en el seno del Partido Colorado, y la astucia de Luis Alberto de Herrera -el responsable de la sobrevivencia del Partido Nacional- logró que los blancos pudieran tener algún grado de participación en el poder explotando las diferencias surgidas en el Partido Colorado.
El caso que explica mejor lo anterior es el ingreso de los blancos al gobierno de Terra en los años 30, luego de que este discípulo de Batlle y Ordóñez inclinara a su favor la balanza del poder en la vieja colectividad, luego de la muerte de su líder en 1929.
Esa década de cogobierno terminó cuando los colorados antiterristas, siguiendo al presidente Baldomir, acordaron con los blancos antiterristas un nuevo esquema de gobierno, tras el «golpe bueno» de 1942.
Herrera volvió a encontrar una oportunidad en la década siguiente, cuando una nueva diferencia entre los colorados dejó la puerta abierta al regreso del sistema de gobierno colegiado con la reforma de 1952, que restauró el Poder Ejecutivo de nueve miembros, cinco para la mayoría y cuatro para la minoría.
La intuición de Herrera fue acertada, y los astros se alinearon a su favor en esos años, porque al eterno conflicto entre los colorados se unió la reunificación del Partido Nacional en un solo lema, dejando atrás la división en dos partidos diferentes, luego del golpe de Terra de 1933. La elección de 1958 trajo por primera vez en el siglo XX la victoria del Partido Nacional, ayudada por el aporte electoral de un movimiento ruralista de base colorada, liderado por el periodista Benito Nardone.
Luego de una disputada reelección en 1962, y de un acuerdo de las mayorías blancas y coloradas para volver al sistema presidencial de gobierno, los nacionalistas debieron esperar un cuarto de siglo para regresar al poder. Y otros 30 años para ganar nuevamente una elección nacional. Pero esta vez el escenario era diferente. La unificación de los partidos de izquierda en un solo lema en 1971, y el avance elección tras elección de la nueva fuerza política a expensas de las dos que a lo largo del siglo XX habían representado más del 80% de los votos, obligó a los partidos fundacionales a introducir el sistema de doble vuelta, que en los hechos consagraba la existencia de un nuevo bipartidismo en el Uruguay.
Ese cambio ya lo había anticipado Luis Alberto de Herrera 40 años antes, cuando en 1959, semanas antes de su muerte, escribió: «Adviene otro tipo de lucha distinto a éste que venimos de resolver con éxito. No será más entre blancos y colorados, sino entre nacionales, quienes quieran y merezcan serlo, y los que no quieren serlo, o porque no lo sienten o porque no les conviene».
El nuevo sistema de partidos
Obligados por imperio de la realidad a compartir un mismo espacio electoral, blancos y colorados, con sus diversos matices incluso dentro de sus colectividades de origen, han comparecido en los últimos cinco balotajes apoyando al mismo candidato, más allá de las «fugas» de votos que siempre ocurren en instancias de este tipo, en las cuales el partido cuyo candidato queda por el camino siempre sufre deserciones de votantes.
En algunas ocasiones ese bloque común tuvo alguna formalidad, y en otras fue fruto de un movimiento electoral casi espontáneo, siguiendo el modelo de las «familias ideológicas» que en algún momento acuñó el ex presidente Sanguinetti. La idea de un lema común para afrontar este nuevo tiempo político surgió desde las redes sociales, y CONTRAVIENTO y alguno de sus columnistas, entre ellos el que firma esta nota, fueron portavoces de ese movimiento que comenzó a gestarse el año pasado. La idea -que con el paso de los meses fue adquiriendo características de reclamo- implicaba transformar la «Coalición Multicolor», expresión acuñada hace cinco años por el presidente Lacalle Pou, en «Coalición Republicana», tal como fue denominada en el manifiesto del 1 de junio del 2023 publicado en las redes por medio centenar de internautas afines a la idea.
La idea se tradujo en un raquítico acuerdo alcanzado por las cúpulas partidarias para las elecciones en tres departamentos en el próximo mes de mayo. Pero entre bambalinas muchos dirigentes lamentan que por no haber atendido ese reclamo de sus votantes, la Coalición Republicana, todavía informal, perdió la mayoría en el Senado en la primera vuelta de octubre, y abrió las puertas a su derrota en el pasado mes de noviembre.
Las lecciones derivadas del último balotaje confirman básicamente que los partidos fundacionales no tienen futuro fuera de la Coalición Republicana si aspiran a volver a gobernar el Uruguay. Lo que decidan sus líderes luego de mayo -es esperable que se abra un compás de espera para acordar posiciones comunes de cara a las elecciones departamentales- decidirá el futuro político del Uruguay por las próximas décadas. Una hegemonía del Frente Amplio similar a la que ejerció el Partido Colorado durante la mayor parte del siglo XX es a lo que se enfrenta el Uruguay si el actual liderazgo político de las fuerzas liberales y republicanas no hacen la lectura correcta de la realidad. Los partidos no sobreviven por mucho tiempo a la intemperie. Este es el verdadero desafío al que se enfrentan las dos colectividades históricas.