Graziano Pascale
Una calle en Malvín recuerda el 18 de diciembre de 1828. Ese día las tropas brasileñas abandonaron nuestro territorio, en cumplimiento de la Convención Preliminar de Paz entre el Imperio de Brasil y las Provincias Unidas del Río de la Plata, apadrinado por Inglaterra, que dió nacimiento al nuevo Estado conocido -luego de algunos nombres provisorios- como República Oriental del Uruguay.
Aquel hecho significó el fin concreto de la dominación brasileña, y el comienzo sin tutela extranjera de la vida independiente en nuestra tierra, luego de 20 años de lucha contra España, Buenos Aires, Portugal y su heredero Brasil.
Casi 200 años después, otro 18 de diciembre marca un hito en nuestra historia, al señalar el fin del «relato» sobre nuestro pasado reciente, que cubre de bochorno al sistema judicial y político, y toma de sorpresa a la sociedad entera, que termina tomando conocimiento de modo oficial que la mentira fue la última arma usada en contra de la República por parte de quienes se levantaron en armas contra ella en los años 60.
Demasiado sufrimiento causaron quienes abrieron las puertas a una sangrienta dictadura, que cercenó libertades y persiguió y encarceló a quienes se oponían a ella de modo pacífico, como para agregar ahora este condimento bochornoso, que los cubre de vergüenza y humilla a quienes adoctrinó con su versión de la historia.
Nada es casual, sin embargo. Ni el momento, ni la circunstancia ni los actores que participan de la puesta en escena de este espectáculo pre navideño.
José Mujica y su esposa Lucía Topolansky, hasta ayer venerado matrimonio por una parte de la sociedad que supo dar vuelta la página de la historia que los tuvo como protagonistas de primera línea de hechos trágicos y sangrientos, admitieron lo que era un secreto a voces: el uso planificado de la mentira como arma de aniquilación moral y política.
El país no sale de su estupor. Pero la sordidez que rodea la confesión tendrá efectos que difícilmente podrán silenciar los festejos navideños, la pirotecnia de fin de año o la larga siesta veraniega del mes de enero.
Cuando se instalen las cámaras el próximo 15 de febrero, es esperable -si es que alguien quiere quedar al margen del generalizado bochorno- que algún legislador que entienda la profunda gravedad de este asunto, haga oír su voz en el Parlamento en nombre de la decencia y la República.
La digestión de las confesiones de Mujica y Topolansky será lenta. Algunos ya no pueden ocultar su fastidio y los han llamado a rectificarse o a callar. Otros -con mucha parsimonia y a altas horas de la madrugada- han manifestado que esas reacciones son una demostración de «hipocresía». El fiscal que fue el principal operador de la venganza se limitó a invitar a Topolansky a presentarse por escrito en fiscalía.
El resto, en silencio.
La liberación de los militares presos en base a falsos testimonios no se hará esperar, de modo de quitar esa presión sobre el gobierno electo encabezado por el delfín de Mujica.
El sistema político saldrá debilitado por no haber tenido la firmeza de hacer cumplir la ley ratificada por dos pronunciamientos populares. Y el sistema judicial, soporte último de las garantías ciudadanas y libertades políticas, sale herido de muerte de este bochorno.
Cada uno jugó su papel en esta comedia macabra. Pero todos -incluso los que hoy festejan- deben saber que los perseguirá el juicio de la historia por haber derramado sangre inocente, haber destruido familias, instalado el odio entre compatriotas y haber dividido a la sociedad.