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Contraviento

El Delgado límite entre crítica y harakiri

2 abril, 2025

El Senador Álvaro Delgado, otrora voz influyente del Partido Nacional, ha vuelto a la carga en un reciente hilo en X para cuestionar el ajuste en los precios de los combustibles, quizás buscando un papel de referente opositor para el cual no ha mostrado ni vocación ni liderazgo.

Según él, el Gobierno erró al no trasladar íntegramente la baja del Precio de Paridad de Importación (PPI) a los consumidores y al no ceñirse al sistema de fijación de tarifas previsto en la Ley de Urgente Consideración (LUC). Sin embargo, su crítica patina en un doble error: apunta al blanco equivocado al ignorar la herencia del Frente Amplio y, más grave aún, se desentiende de su propia responsabilidad como arquitecto político de un gobierno que, teniendo mayorías parlamentarias, desperdició la chance de reformar de verdad el mercado de combustibles.

Es cierto que el Frente Amplio, con 15 años de gobierno y control absoluto del Parlamento entre 2005 y 2020, no impulsó una reforma estructural en el sector. Pero esto no debería sorprender: su visión ideológica, anclada en el estatismo y la defensa del monopolio de ANCAP, hacía previsible que mantuvieran un sistema opaco y discrecional. Los ajustes de precios eran entonces una herramienta política más que económica, con tarifas que a menudo ignoraban el PPI y cargaban a los uruguayos con sobrecostos millonarios, mientras ANCAP acumulaba pérdidas. Esa inacción dejó un mercado disfuncional que el anterior gobierno heredó, con un margen de maniobra que la LUC intentó ordenar, pero no revolucionar.

Aquí entra el harakiri de Delgado. Como principal operador político de Luis Lacalle Pou, el senador fue una pieza clave en la aprobación de la LUC en 2020, un momento en que la coalición de gobierno gozaba de mayorías parlamentarias sólidas.

Esa ley, que él tanto defiende, pudo haber sido la oportunidad dorada para ir más allá de un simple ajuste técnico y desmantelar el modelo anacrónico de los combustibles: abrir la importación de crudo o refinados, romper el monopolio de ANCAP, modernizar la distribución. Sin embargo, la LUC se quedó a medio camino, limitándose a un sistema de precios más transparente pero aún dependiente de la voluntad del Ejecutivo. La crítica de Delgado al manejo actual suena entonces a contradicción: ¿Cómo cuestionar las decisiones de un gobierno que él mismo ayudó a moldear, sin asumir que la falta de ambición reformista también lleva su firma?

No se trata de exculpar al Frente Amplio, cuya miopía ideológica es innegable, sino de reconocer que el verdadero punto de inflexión estuvo en manos de su propio pasado gobierno. Tener mayorías parlamentarias no es un lujo que se repita eternamente, y la LUC pudo haber sido el vehículo para una transformación profunda que hoy nos ahorraría debates sobre si el PPI se aplica o no. Delgado no puede limitarse a señalar la paja en el ojo ajeno —la discrecionalidad heredada— sin mirar la viga en el propio: la oportunidad perdida bajo su liderazgo político.

Si el Senador quiere un sistema de combustibles más justo y competitivo, debería asumir su cuota de responsabilidad y abogar por lo que no se hizo en 2020: una reforma integral que trascienda los parches. Criticar al Ejecutivo por maniobrar dentro de un marco imperfecto, que él mismo ayudó a diseñar, es un ejercicio que bordea el autosabotaje. El límite entre la crítica legítima y el harakiri político es, para Delgado, más delgado de lo que parece.