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Contraviento

Uruguay: bienvenidos al presente de un país sin futuro

13 abril, 2025

Un mundo desquiciado y la sombra de Spengler

«Cada cultura tiene un alma propia, y cuando esta se extingue, la civilización se convierte en una cáscara vacía.» – Oswald Spengler (El ocaso de Occidente)

Los hombres solemos vivir nuestras breves vidas atrapados en una paradoja existencial: tendemos a creer que las cosas son para siempre -los países, las ideas, las empresas, todo lo humano- a la vez que sabemos, aunque nos cueste admitirlo, que somos apenas una minúscula estrella fugaz en el infinito cielo de la historia.

Esta columna, como todas las que este columnista ha publicado, pretende ser un continuum, mantener un hilo conductor alrededor de las ideas que, para nosotros, conforman nuestra visión del mundo y, por tanto, también de la pequeña y remota parte del planeta en donde nos tocó nacer y vivir, el Uruguay.

Por ello, no es raro que habiéndonos propuesto escribir sobre la realidad uruguaya, transitemos por los caminos de la historia y del mundo que, en principio, puedan parecernos extraños y que, sin embargo, nos explican en nuestro pasado, y nos definen -o amenazan- en nuestro presente y futuro.

Oswald Spengler, hace un siglo atrás, lo intuyó primero, y lo supo con la razonable certeza que la historia le proporcionaba para dejarlo escrito en “El ocaso de Occidente”: “las civilizaciones no mueren con estruendo, sino con un suspiro, cuando su alma se agota y lo que queda es una cáscara hueca.”

Arnold J. Toynbee, desde los salones de Chatham House, soñó con un orden global que disolviera los nacionalismos, pero su semilla —la ONU— germinó en un ente burocrático, endogámico, entrometido e impotente, incapaz de detener el desquicio y, con el correr del tiempo, más bien contribuir con él.

Francis Fukuyama creyó que el derrumbe del Muro de Berlín y con él, la desaparición del experimento-potencia soviética marcaba el «fin de la historia», un triunfo eterno del liberalismo y con él, el del odiado capitalismo, siempre en crisis, siempre a punto de desaparecer.

Su maestro y mentor, Samuel Huntington, lo corrigió con crudeza: el mundo no se unió, se fracturó en un «choque de civilizaciones» que aún retumba. De ello da cuenta el delirio orwelliano de una Europa encerrada en su propio invento de una superestructura pensada para imponer agendas propias en desmedro de la de los Estados miembros, cada vez más diluidos en el marasmo regulador de Bruselas. Mientras, el viejo continente -nunca como hoy, se le han notado las arrugas- asiste impávido, incrédulo e inerme a que la solución que les fue vendida como la panacea a su envejecimiento poblacional y los imparables costos del estado de bienestar, el multiculturalismo, resultó no ser tal, sino una invasión silenciosa -tantas veces y por tantos advertida- que ya está instalada en sus propios salones orando hacia La Meca

Los muros invisibles: de la lucha de clases a la guerra cultural

«No hay sociedad sin conflicto, pero cuando el conflicto se vuelve la propia identidad, la sociedad deja de existir.» (La mente parasitaria) Gad Saad


La caída del Muro de Berlín en 1989 prometió un mundo unificado, pero el «fin de la historia» de Fukuyama fue un espejismo. Lejos de desmoronarse, los muros ideológicos entre socialismo y capitalismo mutaron en barreras más insidiosas: «muros virtuales» que dividen no solo a las naciones, sino a las sociedades desde dentro. La implosión del socialismo soviético no eliminó la lucha; la transformó. La «lucha de clases» cedió paso a una «lucha ideológico-cultural» alimentada por marcos teóricos que, como virus, infectaron el tejido social.

El revisionismo histórico reescribe el pasado para alimentar agravios; la cultura de la cancelación exilia a quien disiente; el antirracismo, en su celo, engendra un nuevo racismo; los identitarismos convierten la diferencia en trinchera; la victimización glorifica el resentimiento; y la demonización de la familia desmantela el último refugio de la cohesión. Estas «ideas infecciosas», como las llama Gad Saad, que no llegan a las sociedad con pífanos y fanfarrias sino que se escurren por entre los intersticios que la misma sociedad les deja a su merced, no unen: fragmentan. Envenenan. Desquician. Convierten al otro en un otro, potencial enemigo, futuro enemigo, alguien a ser eliminado, civil o físicamente.

En Uruguay, estos muros invisibles -que no son otra cosa que las miradas de desconfianza entre vecinos que antes compartían un asado, o esas comidas familiares que un día dejaron de hacerse porque de aquello no se puede hablar- se alzan en cada debate, en cada institución, en cada calle, preparando el terreno para el «guerracivilismo» que corroe la imprescindible affectio societatis -ese concepto que atañe desde una pareja, un equipo de fútbol, una cuadrilla de trabajo o una empresa, y un país vaya si lo es- y nos entrega a una guerra civil molecular donde el enemigo no es otro, sino nosotros mismos.

 

Tocqueville y el reloj de la democracia

 

«Las naciones democráticas perecen cuando los ciudadanos, hartos de la libertad, se entregan a la servidumbre.» – Alexis de Tocqueville (La democracia en América)

De Tocqueville marcó un límite preciso: las democracias resisten dos siglos antes de que la libertad, agotada por el desgaste o la indiferencia, ceda a la oclocracia y al autoritarismo.

Uruguay, con su bicentenario republicano tambaleante, parece un reloj que cumple esa profecía al tic-tac. Su Estado, elefantiásico y torpe, se entromete en la vida del ciudadano con un celo policíaco, pero en sus tareas esenciales —seguridad, justicia, cohesión— roza la anarquía bajo un disfraz de orden.

La institucionalidad -ese entramado que conforma una República-, pilar que Tocqueville consideraba sagrado, se erosiona: el poder ya no reside en los electos, sino en operadores que maniobran en las sombras, un preludio de lo que Spengler llamó «cesarización«, cuando la democracia se convierte en una fachada para el dominio de unos pocos.

En este crepúsculo global, Uruguay, tan ufano de su estabilidad, no es un oasis, sino un reflejo: un país que, mientras presume de excepciones, se hunde silenciosamente en la insignificancia de un mundo que ya no lo necesita.

Bienvenidos al borde del abismo.

El «sesentismo», el virus populista y la “guerra civil molecular”

«La guerra civil molecular no necesita ejércitos: se libra en las mentes, en las calles, en los pequeños gestos de odio cotidiano.» – Hans Magnus Enzensberger (La columna da cuenta de su reconocimiento a nuestro co-columnista Dr. Manuel Da Fonte por el rescate de este ensayo que mantiene total vigencia)

¿De veras la Guerra Fría terminó?

En Uruguay, el tiempo se detuvo en los sesenta, atrapado en un «sesentismo» que es a la vez nostalgia y condena. Este país padece el «virus populista» que Hispanoamérica contrajo hace siglos: Tiberio Graco lo inyectó en Roma con promesas de tierras para comprar votos; Juan Perón lo refinó en la Argentina de los 50 con su evangelio justicialista; Fidel Castro lo llevó al delirio en la Cuba de los 60; y Hugo Chávez lo resucitó en la Venezuela de los 90.

En Uruguay, la UDELAR —que debería ser faro de progreso— rechaza un acuerdo con Israel, líder en ciencia, por un antiimperialismo trasnochado que grita «genocidio» mientras abraza la «causa palestina», como si Montevideo fuera La Habana o Gaza. El Partido Comunista, desde el Ministerio de Trabajo, impone un sesgo antiempresa que asfixia la iniciativa, y el Foro de São Paulo dicta una brújula internacional que huele a Guerra Fría.

Este «sesentismo» es el caldo de cultivo del «guerracivilismo» que Hans Magnus Enzensberger bautizó como «guerra civil molecular«: no hay tanques ni trincheras, solo una sociedad fragmentada por odios difusos, desconfianzas cotidianas y una incapacidad crónica de mirar al futuro.

Pero en Uruguay, el «guerracivilismo» tiene raíces más profundas y sangrientas.

Con la Revolución Cubana llegó un nuevo marxismo, no el leninismo rígido del Partido Comunista de Rodney Arismendi, sino el «guevarismo» del Che Guevara, dispuesto a encender «miles de Vietnams» en el continente. De ahí nacieron los Tupamaros, el MLN que soñó con la guerrilla redentora y chocó contra la realidad: su derrota militar, una elección discutida de la que emerge un Presidente débil, allanó el camino a una dictadura militar, un régimen de plomo que dejó heridas que la «restauración» democrática de 1985 no curó, sino que enquistó.

Esos odios no se disolvieron; mutaron. Las ideas de Gramsci, con su hegemonía cultural, de Foucault, con su deconstrucción del poder, y de Laclau, con su populismo discursivo, impregnaron el tejido social, erosionando la affectio societatis , ese mínimo común denominador que antepone lo que tenemos -o deberíamos tener- en común antes que aquello que nos diferencia, desde el Himno Nacional, el Contrato Social que implica una Constitución, o el respeto al prójimo en un cruce peatonal. Esa affectio societatis tiende puentes. Su contrario, el sectarismo que nace de las ideologías excluyentes, los dinamitan.

Hoy, la UDELAR rechaza acuerdos con Israel por un antiimperialismo trasnochado, el Partido Comunista asfixia el progreso desde el Ministerio de Trabajo, y el Foro de São Paulo dicta una brújula anacrónica. Este «sesentismo», alimentado por el populismo y el legado de la guerrilla, es el caldo de cultivo de la «guerra civil molecular» que Enzensberger describió: una sociedad fragmentada no por tanques, sino por desconfianzas, rencores y una incapacidad crónica de mirar al futuro.

 El continente perdido y el destino de Uruguay

 

«Una civilización no muere por invasión, sino cuando sus propios pueblos dejan de creer en ella.» – Arnold J. Toynbee

Hispanoamérica, el «continente perdido», se desvanece en su propia irrelevancia, envuelto en un eterno rulo histórico que, fruto de su fracaso, lo hunde en el rencor y una estéril pelea con su propio pasado.

Caso único en la historia, el “descubrimiento” de un continente entero, por parte de los dos imperios hegemónicos del “mundo conocido”, cada subcontinente terminó siendo, hijo de esa “madre patria” no elegida.

Mientras las “13 Colonias” anglosajonas del Norte se deshacían del dominio de la Corona británica, para conformar una Confederación de Estados, bajo una misma Constitución y contrato social, apenas unas décadas después serían los territorios hispanos que aprovecharían la caída del Imperio español, para clamar independencia.

Entre ambos procesos, medió una diferencia que, con el correr de los siglos, marcaría el éxito de los unos y el fracaso de los otros. Mientras los Estados Unidos de América consolidaban una democracia que asombraría a Tocqueville, las oligarquías criollas al sur del Río Bravo, reclamaron -cada una para sí- una independencia nacionalista basada en “nacionalidades” creadas a fórceps.

Para pintar con trazo grueso la insalvable grieta abierta entre aquellas “13 colonias” convertidas en potencia mundial, y la miríada de Estados-Nación surgidos de las “Gestas Independentistas”, el columnista considera que bastaría con la lectura de dos libros, surgidos desde este Sur acomplejado y victimista: “Del buen salvaje al buen revolucionario” del venezolano Carlos Rangel, y el pastiche de nuestro inefable Eduardo Hugues Galeano “Las venas abiertas de América Latina”.

Si en la década de los 70, cuando ambos se publicaron, las élites hispanoamericanas hubieran leído más y mejor a Rangel y menos o nada a Galeano, quizás los vientos habrían soplado de otra manera.

Pero no sucedió así y Galeano se convirtió en el Papa de la religión de las víctimas del Imperialismo, desde entonces y para siempre, el imperialismo yankee, único merecedor de adjetivo tan abyecto.

Medio siglo después, Uruguay, con su debacle demográfica –la muerte lenta– y su parálisis ideológica, es un eco perfecto de esa deriva. Aferrado a un «sesentismo» que recicla quimeras del pasado, el país se vacía mientras el mundo avanza —o colapsa— sin mirarlo.

Spengler lo llamaría el ocaso de una civilización que perdió su alma; Tocqueville, el fin de una democracia que se rindió a la oclocracia; Enzensberger, el resultado de una guerra molecular que corroe desde dentro.

¿Podrá Uruguay romper las cadenas de este virus populista que lo ata a un pasado estéril, o está condenado a ser un fósil del continente que lo contiene?

La pregunta flota en el aire: ¿de veras la Guerra Fría terminó, o solo mutó en un populismo eterno que nos arrastra al vacío?

«¿Cuántos muros más levantaremos antes de darnos cuenta de que nos estamos encerrando solos?»