
En un mundo donde las palabras se han convertido en máscaras de carnaval y no se tiene consciencia del significado de las mismas por el poder de turno, este ensayo a medio camino entre stand up y análisis de biología humana, desentraña los mecanismos sutiles mediante los cuales el discurso público erosiona nuestra capacidad de percibir la verdad, desmantelando los eufemismos que permiten que la injusticia se disfrace de error administrativo con profundas consecuencias neurobiológicas de esta manipulación sistemática.
STAND UP.
• ¿Saben qué superpoder tienen algunos políticos? «Olvidarse» de pagar impuestos durante años y llamarlo «un error administrativo». ¡Maravilloso! Si yo lo intento, me embargan hasta el cepillo de dientes, pero ella recibe un ascenso. El «error» ahora va directo al Senado. Próximamente: «Cairo y el Templo de las Deducciones Perdidas».
• La próxima vez que me detenga un inspector de tránsito por exceso de velocidad, le diré: «Disculpe, oficial, no estaba violando la ley… simplemente tenía un ‘recuerdo alternativo’ del límite de velocidad.»
• Y hablando de matemáticas creativas, ¿vieron esos cálculos sobre lo que cobra el MPP por sus senadores? ¡Más de un millón de dólares al año! Con razón la señora Cairo está tan ansiosa por volver al Senado. No está regresando a un cargo público, está volviendo a una máquina de hacer dinero. Es como si el Parlamento fuera una franquicia y cada legislador un punto de venta. «Bienvenidos a Senadores S.A., ¿en qué puedo no servirle hoy?» … pero “el empresario es un explotador”.
• Estoy considerando abrir un negocio de «consultoría para desmemoriados selectivos». Paso 1: Consiga un cargo público. Paso 2: Olvide todas sus obligaciones. Paso 3: Cuando lo descubran, diga que fue «un error administrativo». Paso 4: Respire tranquilo porque la investigación avanzará más lento que trámite público. ¡Negocio redondo!
• 800 millones de dólares de pérdidas dio la Unidad de Portland ANCAP. ¿El cemento lo usan para sostener el rostro?
Cuando una persona dice «cometí un error al no pagar» en lugar de aceptar que «evadí mis obligaciones tributarias durante años», no estamos ante un simple juego semántico. Estamos ante un uso del lenguaje técnico que oscurece el entendimiento público y son disonancias corrosivas para el tejido social porque:
1. Erosiona los fundamentos de la confianza colectiva. Nuestros sistemas de percepción social están calibrados para detectar justicia y reciprocidad. Cuando percibimos que las reglas se aplican de manera desigual, las áreas cerebrales vinculadas a la cooperación reducen su actividad.
2. Amplifica la polarización. Los grupos sociales tienden a formar «burbujas de realidad» donde ciertas inconsistencias se minimizan mientras otras se magnifican, dependiendo de afinidades ideológicas. Esta tendencia, lejos de ser una simple preferencia, está arraigada en mecanismos primitivos de identificación grupal.
LA SOBRECARGA DEL SISTEMA NERVIOSO POR EL DOBLE RASERO LINGÜÍSTICO.
Lo que muchos no comprenden es que esta discordancia constante entre palabras y hechos produce una verdadera sobrecarga en nuestros sistemas neurológicos de procesamiento social. Cuando vivimos en un entorno donde cada interacción puede convertirse en una distorsión de la realidad, donde quien pide lo justo es etiquetado como «agresivo» y quien incumple sus obligaciones es simplemente «olvidadizo», nuestro cerebro entra en un estado de hipervigilancia permanente. No es de extrañar que la depresión, la ansiedad y el malestar social se propaguen como una epidemia silenciosa gracias al sistema político también.
La constante exposición a este tipo de incoherencias tiene una respuesta biológica de «desamparo aprendido» – un estado en el que la persona deja de creer que sus acciones pueden generar cambios positivos en su entorno… de ahí la actitud de “hacer la plancha” o “tirar la toalla”. Esta condición tiene correlatos neurobiológicos concretos que afectan nuestra capacidad para participar activamente en la vida cívica.
ESTO NO ESTÁ RESUELTO
Esto es el comienzo del hilo de la madeja ya que sigue en un preocupante ataque a la transparencia democrática. Por iniciativa del gobierno éste ha desactivado las páginas oficiales de catastro que permitían verificar el cumplimiento tributario de funcionarios públicos, evidenciando un temor creciente ante posibles escándalos fiscales que podrían desmantelar su gabinete. Esta maniobra plantea interrogantes fundamentales sobre la verdadera independencia del sistema judicial, el compromiso con la rendición de cuentas y la existencia misma del Estado de Derecho, pues mientras se exige al ciudadano común cumplir estrictamente con sus obligaciones tributarias, la clase política parece operar bajo reglas distintas, amparada por instituciones que deberían funcionar como contrapeso, pero aparentemente han sido cooptadas para proteger privilegios. El bloqueo deliberado de esta información pública no solo constituye una confesión tácita de culpabilidad, sino que representa un síntoma alarmante de deriva autoritaria en lo que debería ser una democracia funcional basada en la transparencia.
En la sombra alargada del cinismo político contemporáneo y el síndrome de la víctima instantánea (cuando no sabe cómo salir del paso), nos encontramos atrapados en una realidad distorsionada donde el ahorcamiento económico se disfraza de «ajuste necesario» y el saqueo sistemático se presenta como «redistribución temporal de recursos». Cuando la ministra «olvida» pagar sus impuestos mientras los ciudadanos comunes enfrentan el peso implacable de sus obligaciones tributarias, cuando las denuncias penales contra intendentes se estancan en un limbo judicial indefinido, cuando asignamos millones a misteriosos «encargados pluviométricos» mientras escuelas se deterioran, estamos presenciando algo más peligroso que simples inconsistencias políticas.
Como sugiere la frase provocadora, «el cinismo es un acto de pre-terrorismo», pues prepara el terreno para violencias mayores: primero destruye nuestra capacidad colectiva para discernir lo verdadero de lo falso, erosiona la base misma de la confianza social, y finalmente, nos deja vulnerables ante el colapso de los acuerdos fundamentales que hacen posible la convivencia democrática. Cuando aceptamos que las palabras pueden significar cualquier cosa que el poder decida en el momento, no estamos lejos de aceptar que la justicia, la equidad y la verdad son también conceptos maleables al servicio de quienes manipulan el discurso público ya que el sentido comunitario comienza cuando las palabras y los hechos danzan juntos y no con la reinterpretación conveniente del poder de turno, acto por cierto confirmatorio de una de las características del siglo XXI: infantilización de los adultos.