Escribe Dardo Gasparré
La reciente discusión entre gobierno y oposición sobre si la temporada turística es o no un éxito – que presupone que existe un mérito o demérito político en atraer más o menos turistas – seguramente seguirá a lo largo del verano. Inútil e inconsecuentemente, por supuesto.
Sin embargo, sirve para recordar un concepto central que conoce cualquier estudiante de economía: la Teoría subjetiva del valor o teoría del valor subjetivo, según dónde se le antoje a cada uno colocar el adjetivo en la traducción.
Como se sabe, y en una síntesis precaria, la teoría plantea desde el siglo XIX que las decisiones en materia tanto de consumo de cualquier bien como del precio que se está dispuesto a pagar por algo se deben a la percepción que cada uno tenga de lo que vale para él en un lugar y oportunidad determinados.
El valor de la oportunidad
Para ponerlo en lenguaje menos críptico, el precio que a usted le parece exagerado pagar por una botella de agua mineral en un restaurante de lujo, le parecerá una bicoca si esa misma botella le es ofrecida en medio del Sahara. Y tampoco querrá pagar ese mismo alto precio por la décima botella que le ofrezcan en la arena quemante.
Si bien el concepto es bastante simple, notorios economistas como Ricardo o Marx, cada uno en su ideología, no lo incorporaron en sus razonamientos, pese a marcar una diferencia de fondo entre la economía de mercado y el socialismo-colectivismo. El socialismo sostiene hasta hoy que esa noción implica un individualismo inaceptable, tal vez porque no desea comprender lo que Mises llamó la acción humana, o porque le molesta la libertad de las personas para decidir su destino, lo que cree que debe estar en manos de una burocracia gobernante infalible.
Siguiendo esa teoría de fondo se comprende la ley de oferta y demanda, que rige también las relaciones laborales, en definitiva, un bien, pese a que el sindicalismo ha anulado le teoría del valor al tornar rígido el precio y otras condiciones, lo que redunda siempre en desempleo y pobreza.
Esta disquisición teórica, por la que la columna se disculpa, sirve como base para desbrozar el tema de la afluencia turística y la poca influencia instantánea que cualquiera puede atribuirse para aumentar la demanda en ese rubro.
El precio de la tranquilidad
Se utilizará entonces una referencia más comprensible. En la década del 60 la infartante, desinhibida e inquietante actriz, hedonista y conservacionista Brigitte Bardot se quejaba porque las playas donde solía pasar sus largos veranos se saturaban en poco tiempo de construcciones y consecuentemente de gente.
Entonces se trasplantó de la devaluada Niza a Cannes, donde le pasó lo mismo, y luego descubría lugares de turismo desconocidos… ¡que se volvían famosos y se poblaban de edificios de departamentos y de gente al año siguiente! Así ocurrió con Saint-Tropez, y con otros lugares que eran rincones paradisíacos y secretos cuando ella los visitaba y los hacía tan famosos que al año siguiente ya eran multitudinarios.
Ahora sí, el lector cuenta con todos los elementos teóricos que se requieren para analizar el corazón del turismo receptivo oriental, que, por supuesto, tiene sus puntos más notorios en Punta del Este y su área de influencia, incluyendo a José Ignacio.
En relativamente pocos años, casi en una sinusoide de crecimiento exponencial, la zona en cuestión multiplicó por 30 o 40 su capacidad de alojamiento. (Esto mucho antes que el desastre populista argentino expulsara a sus ciudadanos y los mandara a vivir a sus propiedades en el Este)
¿Qué busca el turista?
Como la cantidad de turistas y su capacidad económica no crecen siguiendo el capricho de la oferta,es evidente que semejante incremento de camas implicaba la necesidad de rebajar los alquileres y costos para adecuarlas a la capacidad adicional de edificios de varios pisos, torres, construcciones en la playa, hoteles etc.
Claro que no es obligatorio hacer eso, pero la opción es simple: o se pierde el concepto de exclusividad, que es el que derrama ingresos, o se sacrifica ese criterio para tener mayor número de turistas.
No se trata de algo novedoso. Ha ocurrido con Marbella, Copacabana, Mar del Plata, Niza, Cannes, Playa del Carmen, Acapulco, Aruba, lugares hoy intransitables y densos que alguna vez fueron “bacanes”. Marbella, por caso, es hoy una ciudad llena de edificios construidos en las montañas, una especie de favela de developers desde el pozo que se transformó en una ciudad residencial, lejos de ser una atracción turística. O Copacabana, una suerte de Once o mercado persa llena de manteros y de hoteles que obligan a tomar el sol de parado, como las playas Bristol o Grande en Mar del Plata.
En esas condiciones, la afluencia de veraneantes no depende solamente de la situación de cada uno, sino de la situación porque atraviese cada país de influencia. Uruguay se benefició con una cierta etapa de progreso argentino combinado con la tradicional clase rica (no alta) snob brasileña lo que le hizo creer que podía aspirar a un par de millones de turistas cada año, no importa lo que se hiciera o cuánto se cobrara.
Espejismo. Un poco más o menos de devaluación en Argentina le puede costar medio millón de visitantes al país. Porque ya no se trata de 150,000 personas a las que siempre les va bien. Por supuesto que nadie parece dispuesto a aceptar la regla de la oferta y demanda. Ni los propietarios, ni los supermercados, ni los restaurantes ni los transportistas, ni los cambistas.
Subsidiar al turista hasta perder plata
Salvo que un gobierno -de cualquier signo o cualquier ideología – se dedique a perder más plata dando más subsidios que el monto que ingresa por turismo, no parece solucionable si no se comprenden esas reglas elementales de la economía, o mejor, de la acción humana.
En el fondo, es la misma ignorancia de Ricardo y de Marx. O de cualquiera que quiere controlar precios: ignoran la teoría del valor subjetivo, y también la ley de oferta y demanda. Pero no la ignoran por desconocimiento, sino por cómodo voluntarismo.
Y hay un elemento más en esta ecuación de costos, preferencias y descanso. Cuanto mayor sea la disponibilidad de fondos para gastar del turista, y mayor sea la exclusividad que supuestamente se ofrece, más querrá el visitante no estar disputando lugares en las calles, en las playas, o rodeado de torres o edificios de departamentos tapasol como está los otros 11 meses de su vida. Por eso también se pierden los turistas “gastadores”, que se reemplazan por otro tipo de visitantes.
Por supuesto que Punta del Este, por ejemplo, puede convertirse en una gran ciudad residencial, como podría ser un campus universitario gigantesco, o la meca de un sistema de alta complejidad médica regional, o cualquier otra variante. No se discute eso. Se discute la condición de ciudad turística, no de ciudad con mar.
El negocio del permiso de construcción
El error, ahora y siempre, en éste y en otros casos, es creer que lo que se hace o lo que se deja de hacer, o lo que no se deja de hacer, no tiene consecuencias. Como lo creyeron antes Copacabana, Mar del Plata, Acapulco, Playa del Carmen, Cancún, Marbella, Cozumel, Saint-Tropez, Niza, la Isla Margarita, las islas griegas, Venecia, Florencia, etcétera. A menos que se crea, con una gran dosis de fe y esperanza, que Uruguay también en esto es distinto.
Aunque en realidad, sí hay una forma de que los gobiernos influyan sobre el turismo, que es no autorizar la construcción de edificios de departamentos frente al mar, torres homéricas, invasiones edilicias sobre la playa, rezonificaciones insostenibles, hoteles casino y hoteles aventura que se replanifican y se vuelven cualquier cosa y otros proyectos faraónicos que dejan ganancia a developers, inversores, inmobiliarias y afines. Pero que tienen una contrapartida que se nota mucho después. Como ahora.
Felizmente. – Dirán algunos ediles y gobernantes que no tendrán que dar explicaciones imposibles porque los efectos se notan recién en el tiempo. Y esa es la forma en que los gobiernos pueden influir. Pero no lo hacen. Los políticos prefieren discutir mucho después de regalar (?) permisos, si se han dado los suficientes subsidios a la nafta o al peaje para conseguir un millón de turistas más. Nubes de Úbeda, que le dicen, para parecer que se pelean.