Escribe Gerardo Sotelo
Por enésima vez en los últimos meses, un grupo de personas aludidas en el marco del debate público del que participan, decidió tomar la vía penal, para ver si la Justicia castiga a quienes expresan opiniones negativas contra sus acciones.
Esta vez se trata de la Asociación de Obreros y Empleados de Conaprole (AOEC), bajo la pretensión de que ciertos dichos del senador nacionalista Sebastián da Silva y el intendente de Maldonado, Enrique Antía, constituirían “incitación al odio”.
Una demanda que se parece más al intento de silenciar las críticas que surgen desde la sociedad contra ciertas posiciones vicarias, de cuño autoritario, y que se conoce como “cultura de la cancelación”.
En el marco de las medidas adoptadas por la AOEC, Da Silva había dicho que “hay que declararle la guerra moral al sindicato de Conaprole si mantiene la tesitura absurda de perjudicar a la empresa”, mientras que el jefe comunal recordó cómo, en 2008, “encontraron a un funcionario robando leche en Conaprole, filmado robando” y el sindicato obligó a retomarlo, con lo que “marcaron una línea y el gremio se fue a las cuchillas”.
Marcos Legales
El primer obstáculo que encontrará el sindicato y su asesoría jurídica para encaminar esta demanda es de carácter legal. En efecto, el Artículo 149 bis del Código Penal, prevé pena de prisión por incitación al “odio, desprecio o violencia” para quien “públicamente o mediante cualquier medio apto para su difusión pública incitare al odio, al desprecio, o a cualquier forma de violencia moral o física contra una o más personas en razón del color de su piel, su raza, religión, origen nacional o étnico, orientación sexual o identidad sexual”.
Ni siquiera con una interpretación amplia, que incluya la condición laboral o “de clase” de los referidos, puede entenderse que los dichos de Da Silva y Antía estuvieron motivados en tal condición, sino que se refirieron, claramente, a decisiones adoptadas por el sindicato.
Pero si los dichos de los acusados no constituyen delito para el Derecho Penal uruguayo, el asunto se vuelve aún más inexplicable y turbio a la luz del derecho y las recomendaciones internacionales referidas a libertad de expresión y lucha contra el discurso de odio. Veamos.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de la ONU en 1948, consagra que todas las personas tienen derecho a protección contra cualquier forma de discriminación y prohíbe la incitación al odio nacional, racial o religioso que constituya una apología del odio o incite a la discriminación, la hostilidad o la violencia.
El Art. 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 1966, establece que cualquier apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia será prohibida por la ley.
En línea con estos instrumentos internacionales, muchos países cuentan con leyes y regulaciones que abordan los discursos de odio, y si bien varían en su alcance y definiciones, buscan proteger a las personas o grupos de ser objeto de discriminación, incitación al odio o violencia basada en características como la raza, la religión, la nacionalidad, el origen étnico, la orientación sexual, el género o la discapacidad.
En determinadas circunstancias, resulta legítimo restringir e incluso censurar el discurso de odio. Por ejemplo, cuando incita directamente a la violencia o promueve actos ilegales contra personas o grupos. Asimismo, el discurso de odio que amenaza el orden público, la estabilidad social o la paz o viola los derechos fundamentales de los demás o promueve la propaganda de guerra, el genocidio o crímenes contra la humanidad puede ser objeto de restricciones.
Sin embargo, la censura del discurso de odio requiere un equilibrio delicado entre la protección de los derechos y la libertad de expresión, ya que el discurso público desempeña un papel crucial en las sociedades democráticas.
La noción de «discurso de odio» puede utilizarse de manera indebida como una excusa para justificar la censura y la cancelación de opiniones o ideas que no se alinean con ciertas perspectivas dominantes o expresan puntos de vista impopulares, controversiales, o simplemente críticos contra actores sociales relevantes.
Para evitar la censura y la cancelación, es esencial que cualquier restricción al discurso se base en criterios claros y objetivos, y que se realice a través de procesos transparentes y ajustados a derecho.
Procurando adoptar un marco de acción unificado contra el discurso de odio, la ONU define a este como «cualquier tipo de comunicación ya sea oral o escrita, o también comportamiento, que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una persona o grupo en función de lo que son, en otras palabras, basándose en su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otras formas de identidad».
«Guerra Moral»
De nuevo, parece de toda evidencia que los dichos del senador Da Silva contra el sindicato de Conaprole no está referida a “lo que son” (trabajadores sindicalizados o dirigentes sindicales), sino que constituyen críticas a sus decisiones, a su conducta.
El elemento más duro que surge de los dichos del legislador contra el sindicato de Conaprole es el concepto de “guerra moral”, de sentido ostensiblemente figurativo y referido a un eventual conflicto o confrontación de ideas sobre principios morales.
A diferencia de la guerra convencional, que se libra en el campo de batalla y que cobra vidas y penurias humanas, la guerra moral tiene como único escenario de confrontación el ámbito del debate público, con las armas de la argumentación o la influencia sobre la comunidad.
Si bien este tipo de confrontación argumentativa puede incluir un fuerte componente subjetivo, emocional, y generar tensiones en la sociedad, no constituye por sí mismo un factor de incitación odio o la discriminación.
Pero aún en los casos en los que podría consagrar la apología del odio nacional, racial o religioso, de difícil vinculación con el caso que nos ocupa, las Naciones Unidas establecen un umbral de tolerancia muy alto.
El denominado “Plan de Acción de Rabat”, adoptado en 2012 a partir de reuniones de expertos de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, Establece un test (el Test de Umbral de Rabat), con seis componentes, todos los cuales deberán estar presentes para que una declaración pueda considerarse delito de odio.
En el caso de los dichos de Da Silva contra el sindicato la AOEC, al menos tres de esos seis elementos no se cumplen: no existe un contexto social y político amenazante, no existe una intención de violentar al sujeto (no alcanza con atribuirle negligencia o imprudencia al dicente) y no se puede identificar ningún riesgo de daño contra los aludidos.
Al fijar un umbral alto, la ONU busca proteger la libertad de expresión y evitar una censura arbitraria. Por eso los estándares internacionales requieren que el discurso de incitación al odio sea directo, inminente y capaz de producir un daño real y serio.
Esto implica que deba constituir más que meras críticas o expresiones ofensivas, para cruzar un límite claro y presentar un peligro real de violencia o discriminación.
La realidad
Como nada de esto ocurre en este caso, debemos preguntarnos si los responsables de la acción penal contra Da Silva actuaron bajo la influencia del enojo ante las críticas, si fueron mal aconsejados por sus asesores jurídicos (en caso de que los hayan consultado antes de tomar la decisión) o si, deliberadamente, buscan silenciar y disuadir a cualquiera que intente confrontar públicamente sus decisiones sindicales.
Detrás de la apelación al “discurso de odio” (suficientemente laudados por el Derecho y la doctrina jurídica en materia de derecho a la Libertad de Expresión) puede esconderse una actitud intolerante y autoritaria, que busque censurar ciertas opiniones y establecer hegemonía sobre tópicos sociales controversiales.
El ejercicio del derecho a la libertad de expresión incluye la posibilidad de ofender a los aludidos; si así no fuera, alcanzaría con alegar ofensas (sean sinceras o fingidas) como para acabar con cualquier discurso que contradiga nuestros puntos de vista. Después de todo, la susceptibilidad varía de persona a persona y no puede constituir fuente de legitimidad para censurar al prójimo.
Es fundamental destacar que el discurso público debe basarse en el respeto mutuo, la escucha activa, la tolerancia y la consideración de diferentes perspectivas. La calidad del discurso público puede, además, ser un indicador importante de la salud democrática de una sociedad.
Naciones Unidas insiste en la responsabilidad colectiva (de “los funcionarios de gobierno, los líderes religiosos y comunitarios, los medios de comunicación, la sociedad civil y todas las personas”) en promover la unidad nacional, la tolerancia y el diálogo para prevenir la incitación al odio. Como parece obvio, estas recomendaciones involucran, por igual, a gobernantes, periodistas, activistas, legisladores y… sindicalistas.