Si sueña con tener una oportunidad de crecimiento y progreso, el país debe cambiar su paradigma
Escribe: Dardo Gasparré
Aun cuando fuera de buena fe – ponele – las diversas metástasis del socialismo, (del que el comunismo es sólo una rama que implanta la dictadura de entrada y no recién cuando la realidad no coincide con lo planificado por la burocracia, como tipificó Hayek ) están condenadas a fracasar y con ellas todas las sociedades que lo adopten o apliquen aún cuando lo bauticen con nombres neorevolucionarios, como Agenda 2030, o Gran Reseteo, o simplemente con apelativos sensibles y aparentemente humanitarios y bondadosos como Justicia Social, Estado de Bienestar y similares.
Nótese que el término comunismo se usa aquí en tiempo presente porque la columna no cae en la trampa que intenta hacer creer que el comunismo es una reliquia histórica y que el socialismo es su versión moderna y más inteligente. Todo socialismo evoluciona hacia el comunismo, porque siempre, sin excepción, dobla la apuesta sobre cada uno de sus criterios fallidos, hasta llegar a la ridiculez. Los controles de precios, los controles de cambio, los impuestos crecientes, las leyes de alquileres, que siempre tienen el efecto opuesto al que se busca, que es la trillada redistribución de la riqueza.
O, para más precisión, tienen efecto un ratito, y luego la situación retrotrae a un estado peor que al principio del experimento. La emisión desesperada casi universal que empobrece al mundo es fruto de ese pensamiento, aunque se haga con rótulos capitalistas.
Cuánto más grande el estado, más tiende al socialismo
Un estado cada vez más grande, cada vez más burocrático y cada vez más ineficaz, cualquiera fuera su rótulo o su ideología, tiende al socialismo, o al menos tiende a la dictadura, como el comunismo. Cuando se observan las arbitrariedades en que incurren la UE, o España, o el mismo EE. UU con la excusa de la seguridad, del “vivir con lo nuestro”, de las reivindicaciones de cualquier tipo, del simple proteccionismo miedoso, o del terror al fin del mundo por culpa de las vacas o de alguna otra cosa, se termina concluyendo que ese final idéntico es consecuencia de un pensamiento idéntico.
La necesidad de obtener los votos de la sociedad para llegar al poder ha hecho que se simplifique el análisis: importa dejar conforme al votante en el menor plazo posible. Al menos en el relato, aunque no en la práctica. Esa demagogia, o ese populismo, lleva a tratar de mostrar que el gobierno se preocupa por el trabajador, por los pobres, por los desempleados, por la igualdad, o mejor por la equidad que es mucho más inasible, tan inasible como el cambio climático o un meteorito.
En esa urgencia no se legisla: se ordena. No se orienta: se prohíbe. No se produce: se crean ministerios, leyes, observatorios. Y en ese abismo caen los Gates y Soros del mundo, que querrían una población mucho menor, que se alimentase de hormigas, cucarachas, gusanos, o alguna otra idea igualmente dictatorial.
La falaz afirmación de que «el derrame no existe»
Por supuesto que ni Gates, ni Soros, ni Putin, ni Biden, ni Xi, ni von der Leyen, ni Cristina Kirchner, ni Francisco I, ni ningún jerarca de cualquier orientación va a dejar de viajar en su jet, ni de tener comitivas de largas caravanas de autos, ni comerá una tira de asado de nematelminto, como tampoco es cierto la estupidez que asevera que si todos fueran pobres no habría frustraciones y todos serían más felices. Equiparable solamente a la afirmación falaz y mentirosa de que “el derrame no existe”. Si se siguiese ese criterio, que es muy útil para justificar. por un ratito también, el saqueo impositivo y de otros tipos, el mundo se moriría de hambre en pocas semanas.
Y los comportamientos son iguales en todos los protagonistas. Así como el Franco-Mussolini de Argentina, Juan Perón, decía que “peronistas somos todos”, podría decirse que hoy “comunistas somos todos”. Los predicadores de llegar por derecha a la misma pobreza miserable colectiva que solapadamente propugnan el sociocomunismo y la Iglesia por izquierda, los Soros, los Gates, aún los Buffett, tienen esquemas de evasión que los protegen de la confiscación impositiva del Estado, “fundaciones” tras las que se ocultan, y usan el ropaje de “filántropos” como un disfraz, una máscara, una palabra salvoconducto detrás de la que se protegen.
La diferencia es la misma de siempre. Se analiza la realidad desde el punto de vista de los victimizados, de los proletarios de Marx, de los jubilados que tienen que trabajar unos años más y entonces deben ser subsidiados por la sociedad por gracia divina, de los que deben ser salvados del fin del mundo o del exceso poblacional quién sabe cómo, o se analiza la realidad desde el punto de vista del consumidor.
Mirar el mundo desde el punto de vista del consumidor
Y aquí está la discrepancia de fondo. Cuando se dice la palabra “consumidor”, rápidamente se intenta aplicar el concepto del consumismo, para transformarla en una crítica, en vez de una verdad evidente. De una sociedad que gasta en fantasías, o en lujos, o en inventadas necesidades superfluas. Pero todos los humanos son consumidores. Intentar reducir ese consumo al mínimo para que alcance la riqueza confiscada a los demás, es condenarlos a la mendicidad hurgadora, a la resignación, y de todos modos, esa riqueza no alcanzará, y no habrá quién genere nueva riqueza. Nada más ridículo – ni ignorante – que cuando se culpa a la distribución y el comercio de la suba de precios o de la inflación.
Esa negación de la acción humana, que tal son las decisiones individuales de consumo, es, exactamente, negar la economía, transformarla en una ecuación, deshumanizarla. En resumen, negar la libertad. O prohibirla.
Es notoria la arbitrariedad y prepotencia conque el Estado -cualquier estado a esta altura- se entromete en la economía. Se desgañitan políticos de todas las tendencias hablando de democracia y de libertad. Pero cuando el ciudadano quiere ejercer esa libertad y esa democracia votando a diario con su dinero lo que compra o a quién le compra, o en qué gasta lo que gana, se lo impiden con prohibiciones, confiscaciones, cierre de importación, leyes, controles y redistribuciones, o destrozando los precios relativos por decreto, o por emisión desaforada, que es lo mismo. En esa economía no hay ni libertad ni democracia.
¿Liberal-comunismo?
Un solo ejemplo: un sector no menor de liberales argentinos sostiene que la solución al exceso de gasto y la consiguiente emisión-inflación se soluciona obligando dictatorialmente a la sociedad a tener como moneda el dólar. ¿Dónde queda la libertad de contratar, de elegir moneda, de confiar en lo que a cada uno le dé la gana? ¿Quién se atreve a tomar la decisión de decidir cuál moneda es confiable para cada uno? El problema es el curso forzoso. De cualquier moneda. El liberal-comunismo triunfa.
Y esto, que parece risueño, es un problema central de Uruguay. Ser capaz de salir del socialismo y pensar la economía desde el punto de vista del consumidor, esa actividad de todos los habitantes que es la que en definitiva permite que todo lo demás funcione. Hasta el generoso, omnisciente y omnipotente Estado. Obviamente, es casi imposible. Está en manos de las “Empresas del Estado”, la representación misma del socialismo, de la ineficiencia y de la democracia de acomodos. Son las que transforman al consumidor en usuario cautivo, sin derechos ni posibilidad de beneficiarse de la competencia.
Se siguen escuchando voces que sostienen que hay poca población y que eso debe solucionarse, como si los habitantes se comprasen a crédito en algún supermercado. Y en ese enunciado se nota la incongruencia y la arbitrariedad del planteo. A menos que se decrete que aparezcan de la nada un millón de orientales más. ¿Para que vengan a sumarse a los que ni buscan trabajo, a los empleados estatales o de empresas del estado, que es lo mismo, o a algún otro reparto de subsidios? A usuarios tal vez llegarían. Pero ¡guay de ellos si pretendiesen ser consumidores!