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Contraviento

“Maneco» Flores Mora: “…. y tengo tanta simpatía por los blancos»

19 septiembre, 2023

Un mes y medio antes de su fallecimiento, el 15 de febrero de 1985, Manuel Flores Mora otorgó su última entrevista periodística a Graziano Pascale. La misma fue publicada el 21 de diciembre de 1984 en el semanario «La Democracia», que entonces dirigía Wilson Ferreira Aldunate. El que sigue es el texto completo de aquella entrevista, que publicamos al cumplirse el centenario del nacimiento del gran intelectual y político uruguayo.


Ordena casi con ternura: “si se me llega a escapar algo que pueda herir a los
blancos en la entrevista, por favor no lo pongas”. Esa fue, después, a lo largo de casi
una hora de charla, su mayor preocupación. En la fraternidad de blancos y colorados,
donde a juicio de “Maneco” Flores Mora  anida la unión última del concepto nacional, está
la razón de ser de la República.
La idea era que este hombre que patentó un nuevo sistema para leer semanarios (de
atrás para adelante”), hablara de todo menos de política. Todo iba muy bien hasta que
evocó sus comienzos en el periodismo. Entonces se acordó de la cocinera polaca que un
día le dijo que lo había telefoneado “un hombre que se llama igual que el presidente”, y
aparecieron, uno detrás de otro, Luis Batlle Berres, Eduardo Paz Aguirre, Zelmar Michelini
y Teófilo Collazo.
“En este país, cuando un escritor no hacía política, se sentía en la necesidad de
explicarlo, de excusarse”, afirma con ojos de asombro. Julio Herrera y Reissig y
Florencio Sánchez ya le han ahorrado la tarea de descubrir el romance de las dos
pasiones que alentaron su vida: el periodismo y la política. “Acá se puede ser literato o
no ser literato, pero la política, por fortuna, es una cosa que se mama en el pecho
de la madre”, dice Maneco.
Por momentos, la entrevista funcionó al revés: el que hacía las preguntas era él.
“Cuándo tenés que entregar”, inquirió al comienzo, para después completar: “¿podés
traerme la nota para revisarla?” (que era lo que en realidad quería saber).
Cuando el ascensor desandaba los cinco pisos del edficio de la calle Constituyente,
todo había quedado más claro para el cronista: “Maneco” se había conseguido un
dactilógrafo para que pasara a máquina un artículo suyo para LA DEMOCRACIA.
Una vez un antiguo colaborador político suyo me dijo que si usted se hubiera
dedicado profesionalmente a la literatura en lugar de volcarse a la política, hoy el
Uruguay tendría un Premio Nobel. ¿Usted qué piensa?
– Me tendrías que presentar a la delicia de tipo que te dijo eso para que lo invite a comer.
El Premio Nóbel no garantiza nada. Se lo dan a cualquiera, y se lo dan mal. Como tengo
un gran amor por la literatura española, me resisto a conceder autoridad a la Academia
Sueca. Fijate que no le concedemos autoridad ni siquiera a la Academia Española… La
literatura no es un oficio: es un arte. Me ha encantado siempre. Yo creo aquello de que el
idioma es la patria del hombre. Aprender a decir es una de las maneras de aprender a
mentir. A través de la literatura uno se encuentra con los espíritus más grandes de todos
los tiempos. Creo en la literatura como expresión suprema de la cultura humana. En ese
sentido, creo que todos tenemos que hacer literatura. No se puede vivir de espaldas a lo
que es una de las dimensiones más altas del hombre. Pero me parece que todo esto
suena a lugar común, a caja de fósforos, y no creo que tenga mucho interés para tus
lectores.
¿Sabe que muchos de ellos, sobre todo los más jóvenes, recién han descubierto
este año que usted practica ese género a mitad de camino entre el periodismo y la
literatura? Lo invito a evocar sus comienzos en el periodismo, cuando escribía crónica
deportiva en “El País.
– En realidad yo no escribía deportes. Me limitaba a hacer notas en broma sobre partidos
de fútbol a los que ni siquiera había asistido. Fueron tiempos muy felices, muy lejanos.
Era otro Uruguay. Yo escribía la contratapa en “Marcha”.
– ¿En el mismo estilo que la de “Jaque”?
– Tal vez me salían mejor, Tenía más vigor en aquel entonces. Eran tiempos de gran
libertad. “Jaque” y el resto de los semanarios empujaron a la gente diciendo cosas que
hasta entonces no se podían decir, y que tuvieron un gran sentido espiritual para la
reconquista de nuestra democracia. Aquel Uruguay de mis comienzos en el periodismo
era un Uruguay de mucha pasión, pero sin ningún odio. Yo empecé mi vida periodística
cuando un diputado, tío mío, Carlos Alberto Mora Otero, me llevó a “El Diario” de la
noche, y me presentó a ese sensacional periodista y esa alma encantadora que es Carlos
Manini Ríos. De allí pasé a “marcha”, después que Carlos Quijano leyó una cosa que yo
escribí y me mandó llamar enseguida. Luis Batlle me mandó llamar desde “Acción” y don
Carlos Scheck me mandó llamar para que escribiera en “El País”. Yo le dije: “Don Carlos,
soy colorado. En marcha escribo porque como lo hago sobre temas nacionales puedo
hacer la permanente aclaración de que soy batllista. Pero en deportes ¿qué puedo hacer?
Si me deja, firmo “El Salvaje”, que era como los blancos nos decían a nosotros. Nosotros
les decíamos “los blancos degolladores”. La verdad es que nosotros no somos tan
salvajes.
– El periodismo y la política fueron para usted, entonces, dos actividades siempre
paralelas.
– En este país ha sido así para mí y para mucha gente. Cuando José Batlle y Ordóñez
comienza su vida pública, lo hace con ideas filosóficas, con ideas políticas y con poemas.
Uno de los más grandes espíritus que este país ha tenido nunca, para hablar de un
blanco, Eduardo Acevedo Díaz, no sólo fue uno de los mayores dirigentes del Partido
nacional en el siglo pasado, sino que además fue uno de los mejores periodistas que este
país ha tenido, y el más brillante escritor del siglo XIX. Tan es así, que cuando un gran
escritor no hacía política, se sentía en la necesidad de excusarse. Es el caso de Julio
Herrera y Reissig, que tiene unas páginas admirables cuando se borra como colorado, y
de Florencio Sánchez, que hace lo mismo en “Cartas de un flojo”. Los uruguayos son
literatos o no son literatos, pero la política en esta tierra, por fortuna, es una cosa que se
mama en el pecho de la madre.
– ¿Cuando Luis Batlle lo manda llamar para escribir en “Acción” usted se integra
también a la lista 15?

– En esa época yo vivía en casa de mi madre, en un gran caserón que ya no existe, que
quedaba en Barreiro y Benito Blanco. Un día llegué, y una polaca que iba a cocinar me
dijo: “lo llamó por teléfono alguien, que se llama igual que el presidente”. Naturalmente no
era Luis Batlle quien había llamado, aunque habían dejado su nombre. Era un secretario
llamado Eduardo Paz Aguirre, que me hablaba en nombre del presidente. Luis Batlle me
pidió que hablara, además, con otras personas para llevarlas a la actividad política. Me
pidió concretamente que hablar con Zelmar Michelini, a quien fui a buscar al Banco
Hipotecario. Yo, por mi parte, le sugerí que llamara a Teófilo Collazo. Junto con Segovia,
formamos el cuarteto inicial. Collazo murió en plena juventud, en un accidente. Uno de los
terrores míos cuando veía a Manolo (NdR: su hijo Manuel Flores Silva) volcando en la
carretera era que así se murió Collazo. Viniendo de Florida, al llegar al puente de Santa
Lucía se les reventó un neumático y se hicieron pedazos él, Goulart y varias personas
más. Cuando hagamos la historia de la liberación económica uruguaya y de lo que se ha
peleado por ella desde el batllismo, habrá que recoger lo que fue el enfrentamiento del
flaco Collazo con la Federación Lanera Internacional, para defender el derecho de este
país a lavar su lana, a tejerla, y dejar de ser el mero proveedor de materias primas en
estado natural que Europa entonces, como ahora y como siempre, pretendía que
fuéramos. Yo fui a buscarlo y le conté que nos había llamado Luis Batlle. Entonces me dijo
que no me podía acompañar porque tenía miedo que Luis Batlle lo echara. En
representación del estudiantado, en un acto solemne en el Paraninfo, Collazo había
encarado al presidente y le había exigido con dureza que no le entregaran el Hospital de
clínicas al Ministerio de Salud Pública sino a la Universidad de la República. Cuando lo vio
Luis Batlle lo reconoció de inmediato y le dijo: “Ah, usted es el del Paraninfo. ¡Qué buen
discurso dijo aquel día! A usted le debo el haberle dado el Clínicas a la Universidad”. ¡Qué
tiempos!, ¿no?.
¿Vio el programa de televisión en el que Zumarán dijo que usted era un hombre de
carácter difícil, pero un gran uruguayo?
– No lo vi, pero me lo comentaron mucho, y lo tomé como una expresión de simpatía de
Alberto Zumarán, que es también un gran uruguayo, y que no es un hombre difícil (risas).
Quizás con eso de “difícil”, Zumarán haya querido decir que soy un poco gruñón,
rezongón. Y soy un poco infierno, si.
– ¿Quizás por eso mismo Wilson le dijo que usted había sido el más insoportable y
repugnante parlamentario?
– No fue por eso, no. En aquellos tiempos los enfrentamientos llegaban a niveles
realmente de virulencia en la Cámara. Admito que debí ser repugnante, visto desde la
bancada de Wilson. Visto desde la mía, Wilson no era un santo.
Cuando usted formó su propio grupo político, lo llamó “Lucha Colorada”. No había
mención al batllismo, y usted debe ser uno de los pocos dirigentes de su partido
que reivindica su condición de colorado, con más intensidad que la de batllista.
¿Por qué?
– ¿Tu´crees que este punto apasiona a los lectores de “La Democracia”? (risas). Yo creo
que el batllismo, con toda la importancia que le asigno, es la expresión ideológica de la
vieja alma colorada. Cuando me asumo como colorado, me asumo con todo lo que el
Partido Colorado fue en esta tierra, desde que lo fundaron, desde que aparecen en los
fogones artiguistas las primeras diferencias entre los oficiales: unos para el lado de Oribe

y otros para el lado de Rivera. Con todos los respetos para la otra parte, yo nací en esta
corriente y veo al país con ojos de colorado.
– ¿Usted sabe que a los jóvenes les resulta difícil entenderlo?
– Por mera ignorancia. Y es muy grave. Si yo estuviera definiéndome por amor a un trapo,
a un color, sería un tonto, un mero fanático. Lo que pasa es que la integridad de un país
supone estructuras, elementos dialécticos. Así como el avión vuela por el aire, en el
enfrentamiento de tendencias se van creando determinadas resultantes históricas. Este
país, sin los blancos, no sería este país. Por algo el 80 por ciento de los orientales
seguimos siendo blancos y colorados. La admisión de este principio de enfrentamiento y
de integración, y de diferencia y de lucha en la fraternidad, que siempre suponen una
unión última en el concepto nacional, es la República. El que no entienda lo que es ser
colorado o ser blanco, no entiende lo que es el Uruguay. Pero no hay que confundir la
concepción dialéctica y dual de la esencia nacional, con una concepción maniqueísta, que
es a lo que tendemos todos los blancos y todos los colorados cuando nos rascan. En
épocas de degüello era que los blancos dijeran que eran los únicos buenos, y viceversa.
Yo me acuerdo de una tía mía, muerta hace muchos años, que cometió el acto de
insensatez, en Trinidad, allá por 1910, de ennoviarse con un blanco, igualmente insensato
que ella, capaz de ennoviarse con una colorada. La enfermaron tanto en el pueblo, que en
una fiesta de 25 de agosto, con gran baile, para que no la acusaran más todas las
amistades de haberse comprometido con un blanco, se fue vestida de rojo. Cuando llegó,
el novio la vio vestida de rojo desde veinte metros, se acercó y le dijo: “te vestiste así por
los caídos en Paysandú?”. “No – le dijo ella con voz helada y vibrante-. Me vestí así por
los mártires de Quinteros”. Y no se hablaron más. Se quedó soltera. Claro que ese era el
Uruguay del lanzazo, el Uruguay maniqueísta, el de los colorados y los blancos en lucha,
donde “Goyo Jeta” no se permitía morirse – y estaba boqueando- preguntando todos los
días cómo estaba Timoteo Aparicio. Hasta que un día le dijeron que se había muerto.
Entonces dijo: “¡Ah, te gané hasta ésta!”, y se murió tranquilo. No debemos caer en eso,
pero tampoco caer en la herejía cultural de negar los partidos tradicionales de esta tierra,
porque es negar esta tierra. Si negamos los partidos tradicionales, sólo nos quedan los
once componentes de un equipo celeste, que haya ganado o perdido algún día. A lo cual
me resisto. Esta es mi visión de las cosas. Por eso soy tan colorado, y tengo tanta simpatía por los blancos.