
Por Jorge Martínez Jorge
“La vida se parece a una carrera de 400 metros llanos: demasiado larga para un suspiro y demasiado breve para permitirse distracciones; una carrera que corremos sin anotarnos y en la que no todos salimos del mismo punto, con el mismo calzado ni entrenamiento, y, sin embargo, no siempre los ganadores son los que los tienen ni por fuerza los perdedores los que carezcan de esas ventajas, aun cuando para éstos todo se ponga cuenta arriba” Anónimo
“…hasta que he comprendido que nadie elige su destino, pero puede, en cambio, elegir cómo estar y qué hacer con él…” Roberto Saviano en “La belleza y el infierno”
Una historia de vida
El columnista ha de disculparse con el lector porque se propone iniciar esta columna con una historia que apenas conoce, de la que es protagonista una persona a la que tampoco conoce, aunque sabe de ambos lo suficiente para pensar que reúne todo lo que, más tarde, querrá explicar.
Hace cincuenta años, cuando en Uruguay se producía el Golpe de Estado, Treinta y Tres era una de las ciudades capitales de Departamento, menos poblada y más pobre. Como lo sigue siendo hoy día.
Por esos años cobró relevancia en la localidad el barrio aledaño al Cuartel local, el que lleva el nombre del Prócer, y donde por lógica de proximidad, vivían muchos militares y sus familias. También, como ahora, pobres entre pobres, aunque en sus inmediaciones fuera posible conseguir algún poco de rancho sobrante.
En ese lugar, en una familia de cuatro hermanos, padre y madre, en condiciones un poco más que precarias, nació nuestro protagonista que llamaremos JC.
Salgan a pedir, gurises
“La dignidad es un lujo que no suele estar al alcance del pobre, y, sin embargo, es a lo único que no suele renunciar”
Con el padre sin oficio ni beneficio, una madre haciendo alguna changa entre pañales sucios y platos vacíos, la tarea diaria de conseguir el sustento se convirtió, básicamente, en el “salgan a pedir, gurises” proferido por el padre dando vuelta al mate y la copita de Velho Barreiro.
Ni sugerencia ni pedido. Una orden que, por repetida, ya se asumía como natural. Al fin y al cabo, el oficio más viejo del mundo no es el que se suele pensar referido a las mujeres, sino el de la mendicidad, que no respeta sexos ni edades, pero suele ser más productivo si el mendicante es un retaco de panza hinchada y piernas de alambre.
En esa miserable miseria -sí, vale, que no todas las miserias son iguales y hay una particularmente miserable que es comer las sobras de los demás- creció, por así decirlo, nuestro JC con sus hermanos, cenando pan viejo ablandado en agua.
Hasta que un día, el patrón de la tropa arreó a los cuatro mocosos -tal cual- hasta un lugar donde había gente mayor que los hizo pasar. Allí quedaron, mientras el padre dejaba ver su espalda perdiéndose por la polvorienta calle. Años después, él y sus hermanos supieron que aquello se llamaba “Consejo del Niño”, y que allí iban a parar los niños que eran abandonados por sus padres, es decir, ellos.
Del purgatorio familiar al infierno estatal, según cuenta JC.
Una temporada en el infierno
De la madre poco sabemos, porque en el relato su rastro se pierde. De sus hermanos, tampoco. Separados por el ogro estatal, cada uno debió correr su propia (mala) suerte.
Al abandono, nuestro JC debió sumar el maltrato, como media, o la tortura directa disfrazada de castigos ejemplarizantes. Por ejemplo, la de la incontinencia urinaria nocturna de los internos, todo un incordio para funcionarios probablemente poco capacitados, menos motivados y seguramente ausentes de toda vocación, cuando no poseedores de impulsos perversos. Tal inconducta, automáticamente conducía al traslado del culpable, desnudo, hacia un tanque lleno de agua a temperatura ambiente -es decir, helada- donde se le introducía por la cabeza. Un submarino, por si no se sabe cómo nombrarlo. Y luego, buena parte del día, envuelto en las sábanas orinadas, mojadas. Y como postre, el colchón, con la prueba irrefutable en exhibición para ejemplo.
A pesar de tener todo en contra, nuestro JC era muy buen estudiante y cada vez que podía, se refugiaba en la lectura, lo que fuera y hubiera disponible, lo que le mantenía generalmente alejado de los frecuentes conflictos. Eso le valió que, tales castigos, no le afectaran con asiduidad. Que no le afectaran directamente, porque cómo no habría de afectar a un niño semejante barbarie.
Tanto le afectaba que, un día regresando de la Escuela, tras largo tiempo rumiando qué podía hacer desde su insignificancia para intentar encontrarle un remedio a la situación, al pasar por una casa con un letrero que rezaba “Juzgado de Paz”, se metió para dentro con la intención de decirlo todo.
Suerte -siempre hay que ayudarla, pero siempre hay que tenerla- tuvo JC porque le atendió alguien que le escuchó, pero no solo eso, sino que le llevó ante una señora muy importante, que seguramente debía ser la jueza, ante quien repitió la historia, con mucho nervio, pero con la determinación de los que intuyen están ante la oportunidad de su vida.
El escándalo que, en pueblo chico, se produjo a raíz de esa denuncia es de los que, décadas después aún se recuerda. Sumario, destitución y prisión para los culpables, cómplices y omisos.
El principio del futuro por construir
El columnista, que con JC comparte tantas cosas, cree que ese hecho marcó para siempre su carácter y le acorazó para lo que vendría, nada menos que una vida por vivir, y hacer, desde cero.
Con los estudios como su propósito de vida, prosiguió con la Secundaria, hasta que, un año antes de terminar se convenció que, si quería -como soñaba desde chico- ser médico, ese último año debía cursarlo en Montevideo y, a ser posible en el IAVA. Lo consiguió, claro. Cómo, poco importa.
Ya en la Capital se vio enfrentado a otra soledad, otras dificultades. Son momentos en los cuales la vida parece burlarse de ti y te pone cada día frente a una nueva prueba, ofreciéndote caminos que no son tales, pero que nunca lo sabrás hasta que te hayas dado de bruces contra esos obstáculos.
A por el mundo…
Nuestro JC, a medio camino, tuvo otras inquietudes que le llevaron a buscar oportunidades fuera del país. Fue a dar a EE. UU., donde le perdemos el rastro, hasta que años después aparece como un hombre maduro, que ha formado una familia allí, y que luego de años de un exitoso emprendimiento, junto a su esposa buscaron un nuevo desafío, el que, hoy día le trae de manera frecuente a Uruguay. Es que nuestro hombre se ha convertido en importante empresario, importador e industrial de lana uruguaya para el mercado estadounidense, lo que importa también la generación de puestos de trabajo en la producción e industria local.
La suya es una historia de éxito, que no consiste en cuánto patrimonio posee o si su Empresa es tanto más grande que su competencia. Es una historia de éxito de alguien que ha luchado contra sí mismo, que tuvo claro siempre cuál era el camino, cuales las fronteras que no debía cruzar y que sus hijos nunca tuvieran que verle la espalda achicándose en una polvorienta calle.
Es el éxito del que recibió desprecio y humillación, pero que lejos de acumular odios, ha incrementado su capital con generosidad.
Hijos de la meritocracia, la libertad y la movilidad social
Llegados a este punto, me permito volver al título para dejar claro que nuestro protagonista es hijo de la meritocracia, tan vilipendiada en las últimas décadas desde que, los colectivistas de toda laya decretaron que los destinos serían colectivos o no serían. Claro que, para que haya meritocracia, la planta debe ser regada con abundante libertad, la única libertad posible e imprescindible, la individual, la que permite aprender y emprender, soñar y correr tras esos sueños, caer y levantarse, resistir y persistir.
Si el éxito está tras la bandera de llegada, y la vía por la que hay que transitar es la libertad individual, para que el participante encuentre justificado el inevitable y duro sacrificio debe esperarlo un justo premio. Ese no puede ser otro que el, también, cómo no, denostado concepto de la movilidad social.
Libertad individual, movilidad social y meritocracia, uno y trino, constituyen la esencia del progreso de las sociedades occidentales, desde la Ilustración para acá. Son los hijos de inmigrante iletrados, mulas de trabajo que convirtieron a sus hijos en clase media que, a su vez, aspiraría a darle a los suyos la condición de médicos o abogados. Florencio Sánchez y M´hijo el Dotor como paradigma.
Otra historia, muy otra, allá lejos
Este columnista tenía apenas dos años cuando, en el continente descolonizado, un sacerdote y Rey descendió desde las alturas para redimir su tierra, desterrando para siempre al ser individual, al egoísmo intrínseco de tal condición, la proscripción de todo atisbo de liberalismo y la reivindicación jesuita de los valores de la pobreza. Un pacto de sumo pontífice laico con su pueblo, el elegido, a mano alzada, que se celebraría para siempre.
Tal como el profeta había predicho, habría destino colectivo o no habría. Y no hubo. Tras seis décadas, con el rey aún profiriendo sus dicterios desde más allá del Hades, la Historia se reveló circular y el pueblo marchó tras su profeta arrastrando miseria y volvió al punto de partida, portando la misma miseria, acrecentada con la adormidera de la desesperanza.
El escriba nació unos años antes que nuestro JC, casi en el mismo lugar, en condiciones de pobreza, aunque no tan dramáticas como las de aquél, ni mucho menos, las condiciones familiares. En mi historia no hay, ni por asomo, aquellas cotas de sacrificio, ni tampoco de talento, aunque puedo decir que, hechas estas salvedades, ambas comparten un camino común.
Y si JC y yo nos sentáramos hoy a pensar en quienes compartieron con nosotros el camino de la vida, compañeros de estudios, amigos de nuestros barrios, familiares y conocidos, podríamos estar horas recordando historias similares, algunas con mejor suerte que otras, gente que encontró su destino en el cumplimiento de vocaciones que no necesariamente se miden cuantitativamente pero que sí han hecho vidas plenas.
Claro, también encontraremos historias de fracasos y auténticos desastres. Porque a cada uno la vida nos fue deparando desafíos y oportunidades, opciones y alternativas, y no siempre las decisiones que cada uno toma terminan siendo las mejores. Como dijimos al inicio, una carrera donde hubo y habrá ganadores, hubo y seguirá habiendo perdedores, y también aquellos que simplemente no pudieron o no quisieron disputar carrera alguna y que hacer el camino, a su ritmo y a su manera, les resultó suficiente.
Todas esas historias tienen, eso sí, un denominador común: el de la libertad personal para tomar las decisiones. El ser individual ante su tiempo y sus circunstancias.
¿En qué manos pondremos nuestros destino?
Si, en cambio, nuestro JC y yo, hubiéramos nacido en la tierra del sacerdote-rey nada de ello habría sido posible, ni perder ni ganar, porque lo único que, eventualmente, podríamos haber resuelto por nosotros mismos, sería la fuga del Paraíso colectivista, allí donde nos esperaría eternamente la felicidad común, caída como maná del cielo apenas se hubieren redimido los pecados cometidos. Es justamente entre los fugados, entre aquellos que lograron dejar atrás décadas de frustración colectiva, donde vemos repetirse por miles, cientos de miles, las historias de superación y desarrollo de talentos que, en tierras de pobreza redimida, habría sido no solo imposible, sino criminal, encontrar.
Cuando una y otra vez, a pesar de sus eternos fracasos, vuelven los profetas de la redención y la felicidad colectiva a prometer sus paraísos igualitarios, para todas y todos, supremos creadores de relatos y falsificadores de realidades, es que, desde este lado de la historia, los que vivimos y construimos nuestra historia viva, debemos salir a la plaza pública a proclamar nuestra verdad.
Pocos conceptos han sido tan denostados, desde el auge de los colectivismos -y aún en medio de sus estrepitosos fracasos- como el de la meritocracia, todo a partir de un aspecto que, ése sí, si es cierto -como suele serlo, por lo menos en parte- lo invalida o por lo menos, lo cuestiona. Nos referimos, claro está, a la manida igualdad de oportunidades.
Es ahí, en ese preciso punto y no en otro, donde el concepto de responsabilidad social debe operar con fuerza, actuando como igualador, brindando oportunidades y ayudas allí donde se necesiten, con el objetivo de igualar, y aún acompañar el proceso, de aquellos que, por sus condiciones sociales, suelen estar en desventaja. Admitido esto, y en ello los países -en particular el nuestro lo ha hecho y lo hace- deben centrar su apuesta, la herramienta sigue siendo las más válida para compensar lo que cada quien es capaz de hacer.
Está en juego, por generaciones, si le daremos la oportunidad a nuestros hijos y nietos a participar del fascinante camino a que lleva perseguir los sueños de cada uno, o si, por el contrario, les legaremos una tierra en la que un Sumo Sacerdote se hará dueño del pasado y presente para prometer un futuro que solamente existe en sus delirios mesiánicos.
Al final, lo de Saviano: si no podemos elegir nuestro destino, que por lo menos podamos elegir cómo estar y qué hacer con él.