Pobre las sociedades que alardean de no tener grieta. Serán víctimas de su inocencia
Hay un tajo, una zanja, una brecha en todos los países del mundo. Pobres o prósperos, incluyendo la decadente Unión Europea. Siempre que se habla de la grieta en cualquier medio, se la presenta como un defecto del sistema, inducida por los políticos o los partidos que buscan algún modo de polarización, de falta de vocación por escuchar al otro, de incapacidad para buscar consensos, de fanatismos estilo futbolero, de prédicas casi religiosas o directamente religiosas. Se la muestra como una intolerancia que rechaza el diálogo, la convivencia, que niega al prójimo, un acto de soberbia, el peor de los pecados.
Uruguay suele caer en una inocente complacencia. “Por suerte aquí no hay grieta”, “la grieta no es tan grande aquí” cuando no se sostiene que “hay que eliminar la grieta que nos divide”.
Sin embargo hay otro diagnóstico y una definición implícita posible. Hay otro significado y otra razón de lo que se llama grieta, que incluye desde el deterioro promovido por el wokismo en todas sus facetas, las cancelaciones, la destrucción de valores inviolables y hasta de obras de arte y de cultura, las pedreas, los actos de terrorismo, la vandalización callejera de los espacios públicos, la invasión de las calles, la rebelión, la seudo democracia directa, un imposible patoteril de voto a mano alzada, incluyendo los referéndums, plebiscitos y cualquier formato de gobierno vía consulta popular permanente.
La inevitable grieta
En todas las sociedades, en diferentes estadios de evolución, el tajo que las divide es, cuando se llega a lo esencial, el mismo: una parte relevante de la población quiere que la mantenga otra parte igualmente relevante de la población. Esa opción es una garantía de división, de enfrentamientos, de disolución, de imposibilidad de un proyecto común, de convivencia imposible y como tal, de democracia fallida o sólo declamada.
En esa lucha o epopeya del apoderamiento, se llega a extremos que no tienen razón ni fundamento, por lo que se recurre para imponerlos justamente al insulto, la descalificación, la cancelación, la vandalización de la cultura tradicional, la destrucción de valores, la separación de la juventud de la cultura de sus mayores. Lo que Stalin hizo por la fuerza y brutalmente en su experimento de separar físicamente a los hijos de sus hogares y sus familias, lo hacen ahora virtualmente la deseducación, la negación del mérito, reflejada tan claramente en la idea de abolir la repetición por ignorancia y la eliminación de la estigmatización de una cruel calificación, la des-generación, la victimización, el ofendidismo, y todas las orgas internacionales llenas de burócratas caros, inútiles y dogmatizados. Y no solamente cuando apoyan al terrorismo.
El robo del estado
Este concepto de confiscar los capitales o ahorros privados para repartir entre los que hagan cola para reclamarlo es común a gobiernos como algunos europeos, que están viendo desaparecer sus industrias por esta y varias razones, y en agrupaciones partidarias como el Frente Amplio o el peronismo, que basan sus planes futuros y demagógicos de bienestar en impuestos al capital o los ahorros progresivos, garantía de desinversión y desempleo. O sea de más candidatos a estar del otro lado de la grieta.
Suponiendo que a quienes pregonan esta confiscación les interese justificarlo, la idea es una resurrección de la teoría de la plusvalía de Karl Marx, que nunca se probó cierta y que cada vez es menos aplicable, que sostenía que toda riqueza proviene del trabajador, desde la que se concluía que los ricos lo eran a costa de los pobres. Teoría miles de veces demolida por la realidad y la evidencia empírica, lo que no tiene mucha importancia para la dialéctica marxista, ahora resucitada con otros nombres. Al menos por quienes acaban de descubrir a Gramsci.
Esa monótona cantilena, como todo relato, como sabía Goebbels, fue repetida hasta el cansancio, o sea hasta que llegara a ser creída por muchos, convenientemente, al igual que la confusión entre patrimonio y riqueza que sirve de base para la confiscación impositiva, finalmente un robo. (En economías avanzadas como la argentina, se agrava porque al robo estatal se suma el robo privado sobre iguales patrimonios)
La Inteligencia Artificial desmiente a Marx
Todo el tema es algo difícil de justificar y comprender cuando simultáneamente los trabajadores del mundo entero y sus organizaciones proteccionistas tiemblan ante la tecnología y la Inteligencia Artificial que eliminaría supuestamente muchos millones de puestos de trabajo, lo que tira por tierra la teoría de la plusvalía y el mito de que la riqueza “pertenece a” o es creada por los trabajadores, cuando además ha sido el capitalismo el que ha sacado de la pobreza a poblaciones, sociedades y países que estaban sumidos en la peor miseria y sometimiento. Recuérdese que la tecnología es el nombre moderno del capital.
El concepto de Renta Universal, difundido ampliamente por el economista marxista Thomas Piketty, es el mayor exponente de esa simplificación teórica: como los ricos son los que crean su riqueza a costa de los pobres, pongamos muchos más y mayores impuestos a las tenencias de los ricos para reparar esa injusticia. Y ese concepto supone pagar un sueldo a todo el mundo para que no trabaje o trabaje menos, una tremenda contradicción con la supuesta teoría marxista de base. Difícilmente pagar para que nadie trabaje sea algo que aporte a la riqueza o que genere una plusvalía.
Los países están tendiendo a formatos alternativos, disimulados u ocultos de Renta Universal, desde todos los subsidios al consumo, pasando por la reducción de la jornada laboral, las asignaciones por hijo, los seguros generosos de desempleo, aún los sistemas de jubilación ruinosos como el que propone el plebiscito del FA, que será costeado por algún impuesto a los ricos, que supuestamente tienen recursos infinitos y son estúpidos. Un robo en toda la línea.
Vivir de los demás
Este concepto de vivir de la riqueza, tenencias o ganancias de los demás es una grieta insalvable que no sólo separa sociedades y hasta relaciones familiares y de amistad. Termina destruyendo la democracia, como profetizara Tocqueville, porque la discusión termina dividiendo a la sociedad en dos sectores por ahora numéricamente parecidos, lo que hace imposible desarrollar ninguna política seria de gobierno, o directamente impide gobernar sin imponer una dictadura, que tampoco es garantía de ninguna eficiencia, inteligencia, equidad ni bienestar.
La grieta es, en esa lucha entre lo que se llama populismo y cualquier sistema serio de gobierno, la representación misma de lo que tipificara tan bien Hayek en su “Camino de servidumbre”: un gobierno de burócratas que desprecian las decisiones de la acción humana, que se enojan cuando el mercado no reacciona como ellos creen que debe reaccionar y recurren entonces a prohibiciones, regulaciones, órdenes y penalidades, que terminan siempre en algún formato autocrático o algo peor, y nunca, nunca, en el bienestar general. Fomentar la grieta prometiendo o forzando con nuevos gastos a confiscar vía impuestos los bienes a una parte de la sociedad para repartir dádivas con cualquier formato a otra parte de la sociedad es arbitrario y disolvente, a veces dictatorial y siempre contraproducente. Lo más grave es que detrás de esa grieta madura el fin de la democracia.