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Contraviento

¡No va más!

4 junio, 2024

El juego no es un juego. Es la adicción que más se enquista y que más daño causa al individuo y a la sociedad. Aceptar y naturalizar su penetración es un acto de degradación

 

Imagínese el lector que está mirando TV, cable o navegando por las redes, y de pronto lo invade una ristra de avisos explicando las bondades que tiene consumir cocaína, heroína o fentanilo, con la imagen de una joven con la mirada perdida en el vacío y el gesto entre estúpido y baboso: “¡olvide sus preocupaciones, sus obligaciones, sus responsabilidades y sea feliz! Consuma la cocaína Breaking Bad”, por ejemplo. O “¡le regalamos las dos primeras pastillas de fentanilo si se suscribe ya!

Eso que parece una exageración, ocurre hoy todos los días a cada momento con la peor de todas las drogas: el juego. La madre de todos los vicios, como le llamaban los moralistas de antaño, apelativo con que se denominaba otrora a las personas sensatas.

El juego, que alguna vez fuera una adicción o un placer vergonzante (recordar la definición griega: un vicio es un placer que cuando se retira da dolor), limitado a algunos lugares de veraneo de ricos y pudientes, luego ampliado al mundo negro ilegal suburbano, a la quiniela clandestina, después generalizado, primero bajo la administración del estado, para garantizar y controlar quién sabe qué cosa, eludiendo o ablandando con coimas la negativa de algunas jurisdicciones o países, usando las reservas indias en EEUU, (la ley Marshall lo permite) las jurisdicciones portuarias, o cualquier otro recurso para gambetear algunas previsiones constitucionales.

El juego ya no es un juego de azar, siquiera

Juego que luego mágicamente se privatizó con un falso control estatal, y por supuesto con una participación a los gobiernos (y a los funcionarios), con los bingos, las máquinas tragamonedas, y ahora son el negocio más lucrativo del mundo digital, además ni siquiera con un control tolerante y disimulado, o sea sin control alguno. Y donde el azar tampoco interviene, con lo cual ha quedado obsoleta la vieja definición de “juegos de azar”

Siempre sucio, siempre con pagos ocultos y delictivos, siempre repartiendo algunas limosnas a las iglesias o a la beneficencia, las comunas, las jurisdicciones y a los funcionarios, por supuesto.

La conversión generalizada, aun de casinos como el de Montecarlo, a las máquinas tragamonedas, atrajo a una apabullante multitud de pobres, amas de casa, jóvenes, a la adicción, que ya permite perder a cualquier nivel de ingresos, y fundirse también.

Las redes crearon otro personaje. El jugador que se cree profesional. Como si hubiera cursado una carrera en las mayores universidades del mundo. Los jóvenes se jactan de serlo. El juego es hoy para muchos equivalente a una profesión universitaria. Símbolo de facilismo, de paso.

Argentina tiene un bingo convertido hoy en minicasino de tragamonedas en cada barrio, donde alternan todo tipo de personajes, un submundo sin grietas. El Hipódromo de Palermo es hoy, por antonomasia, el centro de ludopatía más grande de la región. Allí se encuentran no solamente los que se creen profesionales del juego, sino los actores de otras profesiones, algunas nombrables y otras no. La madre de todos los vicios.

Ese negocio pertenece a dos socios. Uno, conspicuo protegido del peronismo. Otro, conspicuo allegado al Pro y sus dirigentes. Un emprendimiento multipartidario. La casta del juego, diría Milei.

El sistema oriental de juego

Uruguay ha inventado otros mecanismos. Hoteles que se reciclan como una excusa para colocar casinos saturados de tragamonedas a la vuelta de la esquina, como si fueran un supermercado chino de cercanía; al tiempo se desecha el proyecto de hotel, o se licua como un costo fijo, y queda sólo el negocio del juego. De paso se renegocia el canon. Para abajo. Un modo de democratizar el vicio. Los gobiernos negocian con los propietarios la parte que les toca, y también negocian qué porcentaje de ganadores habrá, en un sistema sin azar alguno. Lo único que verifica el estado es si ese porcentaje le llega en término. Los funcionarios también.

En ambos países, y en muchos otros, el estado se dedica a la irrenunciable e imprescindible tarea de bancar quinielas y otros sorteos, un modo de convalidar a los miles de cuentapropistas que hacen lo mismo ilegalmente. Lo de ilegalmente se aplica sólo a quienes no tienen patente de corso, obviamente.

Pero donde el negocio ha estallado, a veces como una concesión estatal, la mayoría de las veces como un emprendimiento privado controlado por la mano invisible, (aunque eso no tiene demasiada importancia a los efectos de esta nota) es en las redes online. Comenzando por los deportes, y siguiendo con miles de sitios donde se puede a apostar a cualquier cosa, también publicitado a cada minuto en todos los jueguitos de Internet.

Las apuestas en los deportes casi parecen destinadas a ser más importantes que la competencia en sí. Equipos de fútbol con sus camisetas vendidas para ostentar los nombres de las distintas apps donde se puede apostar desde quien patea el primer córner hasta el que tiene más amonestados. Seudo empresas desconocidas que manejan el negocio más importante de la Web desde algún sitio desconocido, y también están involucradas en las asociaciones matrices y poseen clubes, y obligan a perseguir judicialmente a los deportistas que arreglan resultados, otra consecuencia fatídica del juego.

Se puede timbear usando la tarjeta

Miles de jueguitos de todo tipo, donde se puede apostar por cualquier cosa, son también publicitados a cada momento en cada descarga de Internet, y a veces sin necesidad de ello. Campañas con bellas chicas explicando a sus amigos lo fácil que es ganar miles de dólares jugando al póquer, apostando a qué taza de café se llena primero, jugando solitarios, resolviendo puzles, apostando en un tragamonedas virtual o a cualquier otra cosa. Apps que tienen una característica en común: que están conectados directamente a la tarjeta de crédito o débito o banco del incauto, perdón, del usuario, como si fuera una compra en Mercado Libre. Una facilidad irresponsable que en muchos países está prohibida aun en los casinos más turbios. Donde además es deliberadamente omitida la constatación de la edad del apostador.

Publicitar el juego, sobre todo al público online, de poca edad calendario y mental muchas veces, es lo mismo que si se diese el supuesto planteado al comienzo de esta nota.  La ludopatía es la adicción a una droga. Tal vez la peor de todas. Por una parte, porque en esos entornos aparecen asociados un vademécum de vicios conexos que abarcan todas las lacras conocidas. Por otro, porque la adicción al juego es un drama personal, familiar y social. Cualquiera que haya padecido la desgracia de tener un ludópata en su familia o en su círculo íntimo pueden atestiguar la certeza de esos dichos.

El ludópata no se cura, no se trata, no se recupera. Miente más que el drogadicto. Es capaz de engañar, robar y arruinar a su familia, a sus amigos, de hacer cualquier cosa por seguir jugando y por pagar sus deudas. Fiódor Dostoyevski lo explica magistralmente en su novela de hace 160 años El Jugador, para muchos su propio drama. Ahora se la ha llegado a denominar con liviandad rentada “La Industria del Juego” a la explotación del timbero, un modo de legalizar lo imposible de legalizar y validar.

La hipocresía de la publicidad

La profusa publicidad, estatal y privada, por medios tradicionales y por las redes y apps, además de provocar ruinas, también exudan hipocresía cuando en un acto de aparente sentido social colocan un disclaimer al final de sus promesas de riqueza como cualquier piramista de Ponzi: “Cuidado, la ludopatía es un peligro”, o “si sufre ludopatía llame al número xxx donde encontrará ayuda”. Tahúres sociópatas, disfrazados de empresarios.

Debería entonces hablarse de “Industria de la droga” o de “Industria de la cocaína y del fentanilo”, para estar a tono. Para los que gustan de las series, el CEO de esa empresa podría ser Walter White.

El objetivo es naturalizar el juego. Transformarlo en un pasatiempo, o en una profesión, como algunos creen. Faltaría incluirla en los curriculums. La deliberada confusión creada en torno al juego llega a todos los sectores. En el colegio internacional más prestigioso de Montevideo los alumnos apuestan en ciertos eventos dinero en jueguitos inocentes con premios. Ante la reflexión de que se les está enseñando un vicio, la respuesta de las autoridades fue que era una práctica común en Estados Unidos. ¡Qué ironía usar los estándares americanos en las adicciones sociales! Ser una sociedad pequeña debe servir para marcar una diferencia. No es aceptable que el juego sea cobijado como un entretenimiento inocente.

La ponencia de la columna

La publicidad del cigarrillo está prohibida en casi todo el mundo, o seriamente limitada, al extremo de obligar en los paquetes a omitir hasta la marca y a explicar los daños que puede causar su uso. (Curiosamente la del vapeador o cigarrillo electrónico no, quien sabe por qué). La de muchas bebidas también está prohibida, y hasta lo está su venta a menores de 21 años en muchas comunidades. El juego, en cambio, es una industria, en una cómoda suposición.

La ponencia de la columna es que todas las publicidades de juego que impacten en Uruguay deben prohibirse. Debe limitarse le circulación de apps, páginas y juegos on line que contengan la posibilidad de apuestas, y debe desalentarse el pago por uso de camisetas, trofeos o torneos, a la vez que deben crearse límites en el sistema bancario para el uso de esos medios para pago de apuestas. Y el estado debe dejar de ser un banquero de juego.

Se dirá que si no lo hace el estado o no autoriza a los particulares a hacerlo, se hará ilegalmente y con menos seguridades. Ese concepto se puede aplicar a cientos de casos, empezando por la droga. No se puede estatizar ni privatizar el juego, o la ruina, como no puede el estado ser garante de de la pureza de la cocaína.

Se dirá también que una decisión de ese tipo no es liberal. (Como si Uruguay estuviera colmado de liberales). Algo difícil de sostener en una comunidad que aceptó que se prohibiera poner un salero en las mesas de los restaurantes. Si en cambio se comprende que se trata de un flagelo social y familiar de altísimo costo, se evitará naturalizar su presencia en tantos órdenes importantes de la vida y la salud pública. La publicidad actual en todos sus formatos no sólo promueve su uso, lo transforma en un hábito, una diversión inocente aceptable y aceptada sin efectos negativos. Es un daño deliberado e irresponsable. Por eso, varias comunidades liberales y no liberales, prohiben no sólo la publicidad, sino el juego mismo.

La columna apuesta por la convivencia y la sanidad mental, económica y moral. Apuesta por la familia.