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Contraviento

La mágica solución de crecer

9 julio, 2024

Se torna imprescindible el pensamiento estratégico, también llamado pensamiento patriótico en la antigüedad

 

Todos los países semidesarrollados del mundo, sin excepción, repiten que “la solución es crecer” como un mantra infalible e indiscutible. Expertos de todas las ciencias, políticos de todas las tendencias, analistas de todos los temas basan sus ponencias en ese concepto que nadie se atreve a contradecir ni a poner en duda.

Sin embargo, la afirmación es muy parecida a decir que, para ser feliz, hay que alcanzar la felicidad. Hay una tautología de base en el aserto, y también una cómoda omisión en la razón por la que se llega a esa conclusión.

¿Cómo se llega a ese urgente, impostergable y único diagnóstico de la necesidad de crecer? Porque primero el estado, la sociedad o una mezcla de ambos ha repartido lo que no hay. Ha decidido que extendería sus manos sobre el pueblo como un dios bienhechor y lo colmaría de beneficios, ayudas, dádivas y soluciones instantáneas usando los recursos de otro sector de ciudadanos.

La felicidad provista por el estado

Y lo hizo sin esperar a contar con los recursos para semejante generosidad. Ha repartido lo que no hay o lo que no corresponde. Para hacerlo se ha endeudado, o sea que ha condenado al sector de contribuyentes a pagar mayores impuestos en el futuro, o ha emitido dinero falso, con lo que ha estafado a todos los habitantes, o ha aumentado impuestos por encima de lo aceptable, lo que ahuyenta la inversión y consecuentemente el crecimiento acompasado de la economía.

En un momento, se llega a una situación en que una parte de la sociedad está acostumbrada a que su principal fuente de sustento y felicidad sea lo que le provee el estado, y otra parte de la sociedad está ahogada por el costo de mantener a la primera.

Como los ricos no son tantos, los impuestos terminan siempre afectando cada vez a capas con menos recursos, con lo que se llega a un momento en que si se aumentan los impuestos a cualquier cosa que represente capital, se pulveriza la inversión y con ella el empleo, y si no se aumentan no se pueden afrontar las deudas, ni las necesidades crecientes del sector de la población al que se ha garantizado el bienestar o al menos acostumbrado a depender del estado.

Crecer para poder seguir repartiendo el dinero ajeno

En ese momento se llega a la conclusión inexorable de que es imprescindible crecer para poder conseguir ingresos para que el  estado pueda seguir derramando su magnanimidad-con-dinero-ajeno sobre los individuos previa y cuidadosamente discapacitados para proveerse el sustento.

Esto ocurre porque se ha puesto el carro delante del caballo, como amaba recordar Lincoln.  En vez de sentar y garantizar bases para el crecimiento y desde ahí atender las necesidades de quienes no estaban en condiciones de autosustentarse, se prefirió primero repartir y luego conseguir los recursos para hacerlo.

Un precio que se paga por la democracia. O para mejor decir, un precio que pagan los políticos para conseguir apoyo popular y votos en los sistemas democráticos. También conocido como populismo, o coima al electorado.

Las grandes economías primero se hicieron grandes, luego repartieron

Las grandes economías se ocuparon primero de ser grandes y exitosas antes de repartir, aunque ahora en muchos casos, como en Europa, se esté desandando ese camino y repartiendo ya no sólo entre sus ciudadanos, sino entre millones de inmigrantes que quieren beneficiarse con la generosidad infinita de los gobiernos. Con el inexorable efecto que se puede adivinar. Tarde o temprano recurren o recurrirán al discurso desesperado de la necesidad de crecer.

Uruguay no está exento de ese discurso. Que es al mismo tiempo cierto y casi inalcanzable, al menos en el lapso que los votantes consideran razonable, que nunca tiene nada que ver con la realidad. Pero llegado a cierto punto, se enfrenta una disyuntiva de hierro, sin término medio: o se crece o se confisca. Y si se confisca el bienestar es efímero y culmina siempre en el cubismo. No el de Picasso sino el de Fidel Castro.

Suponiendo que los políticos estén preocupados por el mediano plazo, al menos, queda casi como único camino la necesidad de crecer. Como no hay manera de crecer de modo relevante en el mercado interno, no sólo por tamaño poblacional sino porque cualquier inmigración viable producirá más necesidad de subsidios que ingresos, (al contrario de las corrientes fundacionales de hace 130 años) el único crecimiento con el que se puede soñar es con el del mercado externo.

Los problemas para crecer

Aquí empieza el problema. El agro y la ganadería pueden crecer, por supuesto. Pero requieren más inversión y un sistema laboral/judicial más flexible y una prudente política impositiva. Si se piensa en agregar valor a esa producción el tema se vuelve más complejo, porque requerirá un tipo de cambio que no es el actual y que no se puede dibujar con controles o mercados administrados sino que supone una reevaluación de fondo en todo el sistema económico.

Es poco realista pensar en el crecimiento vía innovaciones de tecnología o de cualquier otra cosa que tengan peso relevante. La enorme mayoría de las actividades tecnológicas son tareas de programación que pueden ser interesantes a nivel individual, pero que no implican un gran valor agregado, además de que buena parte del ingreso no impacta en el país. Los startups, en caso de que fueran exitosos, tampoco suelen radicarse localmente, con lo que su impacto, ya de por sí aleatorio, no debería considerarse como un factor de crecimiento descontado. Nada que no le ocurra a todos los países en vías de desarrollo del mundo.

La producción de pulpa constituye una suerte de PIB de segunda categoría, como sostiene la columna, en razón de las exoneraciones y ventajas que se han concedido a la explotación y a su limitado derrame sobre la economía en general, versus los costos que genera y generará al estado.

Eludir el cepo del Mercosur

El agro y la carne siguen siendo la gran posibilidad de crecimiento. Y esa frase configura per se la necesidad de una política integral para ese logro. Que empieza por eludir el cepo del Mercosur, pero va mucho más allá. Comenzando por defenderse de las amenazas del wokismo a la explotación agrícolaganadera, con el pretexto del calentamiento, el enfriamiento, las mareas, los huracanes, la sequía y las inundaciones.

El Mercosur, una versión deforme y caricaturesca de la Unión Europea, tiene sin embargo sus mismos defectos. Con el anzuelo de colocar algunos productos en países de la subregión, impide cualquier intento de acuerdo individual con compradores importantes, una suerte de “cartel” al revés, que oprime a sus socios.

Sin embargo, ese no es el mayor problema. Hay tres obstáculos más importantes. Por un lado, la total renuencia de EEUU a firmar un tratado de libre comercio, empeñado en un proteccionismo bipartidario que es el mayor de la historia, que necesariamente tendrá efectos negativos universales.

Europa, el enemigo comercial

Por otro lado, la Unión Europea, enemigo comercial de Uruguay, que tras haber fundido a sus propios productores ahora intenta con espejitos de colores seducir a los países rioplatenses sobornándolos con promesas de inversión y ayuda y amenazándolos simultáneamente para que adopten sus mismas pautas, lo que merecería el máximo cuidado antes de embarcarse en semejante aventura que puede ser ruinosa.

Ambas potencias configuran el tercer obstáculo. Su necesidad de impedir la competencia china, hace que sancionen por ahora discursivamente a los países que comercien con China, que es el principal comprador de Asia, el único mercado que aún permite venderle, sobre todo aquellos bienes que produce Uruguay.

Eso obligará a una importantísima tarea diplomática de esclarecimiento para lograr establecer que los intereses comerciales no tienen que ver con los alineamientos políticos y estratégicos. Algo bastante complejo si se tiene en cuenta que ambas potencias económicas han escondido ese proteccionismo detrás del escudo de la seguridad nacional.

Y como si eso fuera poco, queda aún un punto no menor: la imprescindible adecuación de los costos internos si se quiere aumentar el valor agregado. Básicamente impuestos y costos laborales. Basta el enunciado para dar una idea de la magnitud de lo imposible.

Un tratado de libre comercio significa reciprocidad

Porque además un tratado comercial con cualquier país, en cualquier época, significa reciprocidad, algo casi indigerible para muchos sectores orientales. La aspiración de vender sin comprar algo en reciprocidad es uno de los apotegmas sacrosantos de la mediocridad y la igualación en la pobreza. La competencia externa, para economías en desarrollo, no es una rémora. Es una imperiosa necesidad, aunque la columna no tiene esperanzas de que ese punto sea jamás comprendido.

De la profundización de este análisis pude surgir la necesidad de conformar un frente común con Argentina, tanto en la política comercial con el exterior como en otras adecuaciones internas imprescindibles. Esto, cualquiera fuere el gobierno uruguayo y cualquiera fuere el gobierno argentino.

La incorporación de Bolivia a la unión aduanera, que garantiza la asimilación del Mercosur al concepto suprasoberanía de la Patria Grande, es también garantía de pobreza y sumisión. Una asociación o bloque con Argentina impulsaría a una canalización de capitales y una seguridad jurídica y de continuidad mucho mayor que la actual, que beneficiaría a ambos países, que por supuesto deberían tomar decisiones fundacionales y compromisos irrompibles de seriedad y honestidad.

No hace falta un tratado para exportar

Entre otras cosas, para poner un ejemplo, no es necesario un tratado de libre comercio para vender o comprar a China o Corea del Sur. Si se allana el camino de los privados, esa tarea se hará prácticamente sola en sus manos. No hace falta bajar los aranceles, si el Mercosur se empeña en parecerse al Comecon y se enoja. Impuestos internos como el Imesi encarecen en artículos clave mucho más que el recargo arancelario.

Ambos países tienen muchos impuestos y trabas para eliminar que obran como recargos a la importación. Porque además, el bienestar se logra subiendo los ingresos, pero también bajando los costos de los bienes y servicios. Y para aumentar el empleo la apertura comercial es indispensable. Seguramente a la industria brasileña y a las fábricas americanas y europeas, como a los monopolios locales, les molestará mucho que un auto asiático se venda a mitad de precio que sus vehículos, pero al público oriental no.

Las oportunidades que crearía un tratado con Argentina

También se pueden imaginar otros negocios, si en conjunto con esa unión se sueltan las riendas del sector privado. Un sistema de cielos abiertos permitiría que surgieran empresas low cost o similares que operasen rutas en los dos países, construyesen aeropuertos y medios de comunicación que sirviesen a las dos sociedades. Uruguay tendría resuelto el aislamiento del interior, Argentina se libraría del cáncer maloliente, terminal y terminado de Aerolíneas Argentinas. (Claro que no al estilo Mujica ni Eurnekian, se entiende)

Piense en la pesca, si quiere. Un negocio desperdiciado en ambos países porque unos pocos lo acapararon para sí.

Los capitales que ahora está permitiendo blanquear Argentina podrían tener un destino mucho mejor que pagar Impuesto al Patrimonio o comprar dólares o acciones de Nvidia o de Edenor o de alguna concesionaria vitalicia de Vaca Muerta. Hasta la lucha contra los intereses prebendarios locales podría tener más fuerza. No hay otros dos países con más afinidades e intereses comunes en la región y acaso en el mundo. Además de un aumento del peso y  la importancia en sus especializaciones de comercio internacional. ¿Prohibiría también el Mercosur un tratado entre algunos de sus miembros?

Seguramente este enunciado parece utópico y simplista. Seguramente es mucho más cómodo quedarse a morir en el Mercosur y la Patria Grande, o en el vivir con lo nuestro.

Food for thought,  como decían los americanos y los británicos cuando eran grandes potencias.