Saltar al contenido
Contraviento

Teorema de la plusvalía y el empleo

15 octubre, 2024

El peligro del proteccionismo para las economías en desarrollo y el bienestar mundial

 

Allá cerca de la mitad del siglo XIX Flora Tristan, peruana migrada a Francia, para algunos hija de Simón Bolívar, acuñó la frase que luego fuera uno de los apotegmas del manifiesto comunista y hasta mereciera grabarse en la lápida de Karl Marx: “proletarios de todas las naciones, uníos”.

La frase, que puede con bastante justicia considerarse como el origen del sindicalismo organizado, tenía que ver con una de las teorías de fondo del cofundador del socialismo comunista: la plusvalía. Según ese planteo, los trabajadores de las empresas generaban una riqueza mucho mayor que la que se les reconocía con su salario, de la que eran privados arbitrariamente por el capitalismo.

Exhortaba entonces a los trabajadores para que reclamaran una mayor tajada de esa riqueza. Su Teoría del Valor está basada justamente en el monto del trabajo contenido en los bienes, teoría que luego fue ampliamente refutada y mejorada por otros criterios, pero que en ese momento fue aceptada como válida. (Para más datos, hasta hace muy pocos años esa teoría se enseñaba como catecismo en muchas Facultades de Economía de la región, al menos, como si tuviera valor de verdad)

La pérdida de importancia del trabajo

Aquel postulado de Marx no era descabellado. Se estaba en un período dickensiano, de explotación salvaje de la minería y recursos naturales, donde aún no se habían incorporado los avances tecnológicos que cambiaron la historia de la humanidad durante el siglo de oro de la ley de patentes americana y que agregaron a la simple ecuación recursos de la tierra + trabajo humano la potencia de la tecnología, la innovación, la creatividad, lo que no sólo revolucionó la historia de la humanidad sino que también cambió el teorema marxista radicalmente, a medida que el capital se volvió una parte esencial de la producción, mucho más importante que el simple trabajo humano, o por lo menos, del trabajo humano masivo no especializado.

La especialización, el conocimiento, la inversión, la toma de riesgo, el ahorro como formador de capital, pasaron a ser los factores centrales del capitalismo y la producción. La esclavitud, una forma extrema y desalmada de negación de la plusvalía, ya no era solamente un crimen. Era obsoleta.

El anarquismo primero, el sindicalismo después, las huelgas, las luchas obreras y la aceptación de las propias empresas y comunidades, fueron cambiando las condiciones de trabajo, tanto en sus prácticas aberrantes como en las remuneraciones y concesiones a los trabajadores. El sindicalismo americano por empresa hizo que las mismas pactaran con los trabajadores no solamente sus condiciones laborales, sino los mismísimos niveles de producción que sus trabajadores alcanzarían como tope. Las automotrices llegaron a negociar el número de unidades que sus trabajadores estaban dispuestos a producir. Cualquier cifra superior a esa requería de nuevas contrataciones, aunque la fábrica tuviera capacidad ociosa.

Empobreciéndose un poco más cada día

En los países con menos capacidad industrial, la reproducción de lo que ocurría en los grandes centros de producción mundial de gran escala, más allá de lo justo o no del proceso, fue catastrófica. Simplemente empobrecedora y endeudadora.

La razón es muy simple. Si bien la teoría económica sostiene que toda demanda crea su propia oferta, y que en consecuencia un aumento poblacional implica un aumento de mano de obra disponible cuya contratación se requerirá para satisfacer la nueva demanda generada por ese aumento poblacional, ese supuesto tiene varios condicionamientos. Si esos bienes adicionales son de escaso valor agregado, y si el mercado laboral no es lo más parecido a un mercado libre, los supuestos de la ley de oferta y demanda no se verifican linealmente, al contrario, caen. Y con ellos el empleo.

Si los productos que se demanden son de escaso valor agregado, el interés en producirlos también es bajo, igual que la demanda de trabajadores. Por eso es fundamental el famoso efecto derrame, es decir que el consumo de los sectores de más poder adquisitivo guarde una cierta proporcionalidad con el aumento poblacional. Eso también requiere una mayor preparación y tecnificación del sector laboral. Y ciertamente, si no se puede alinear el costo de todos los factores, en especial la mano de obra, con lo que está dispuesto a pagar la población adicional, no es cierto que se cree una oferta automática de bienes y una demanda automática de empleos. Se crea pobreza.

La siempre nefasta intervención del estado

Cuando el estado se entromete queriendo resolver el problema, lo hace zanjando esa diferencia entre la oferta y la demanda a pura pérdida, creando así déficits que terminan siempre siendo impagables, o pagables por la población. Y como nadie está dispuesto a trabajar por menos de lo que fijan los convenios, el estado y los sindicatos, el problema es insoluble. Eso es lo que se reclama cuando se habla de flexibilización laboral.

Por estas cuestiones y otros agravantes, como las guerras, las tiranías o las hambrunas por catástrofes agrícolas, nacieron las migraciones, donde los sectores desplazados intentaban entrar en otros países para conseguir mejores trabajos, o mejores pagas por trabajos igualmente precarios.

Atendiendo el problema que eso significaba para el estado como gasto y para los trabajadores locales como competencia barata, siempre fueron rechazados, más allá de los esfuerzos poblacionales de fin del XIX, principios del XX, donde de todas maneras no existían las demandas que las masas migratorias de hoy imponen a los sistemas de los países que los cobijan, ni la cantidad monstruosa de migrantes, ni la obligación de subsidiar a los casi invasores, ni los costos de trabajar en la legalidad, que se eluden tan fácilmente.

Originalmente esas migraciones, aún con sus excesos, incorporaban auténticos trabajadores y pobladores que eran fundamentales para crear un país aunque fuera en número. Por eso los países donde mejor funcionaron esos procesos fueron aquellos donde más libertad de comercio había. En su momento, Estados Unidos y Argentina, por ejemplo. Dadme a vuestros desahuciados, a vuestros pobres, vuestras masas hacinadas anhelando ser libres, dadme vuestros homeless, desechos de la tempestad” – Decía Emma Lazarus en su poema de 1883 que se lee hoy en el pedestal de la estatua de la Libertad en Nueva York.

No todas las inmigraciones son iguales, ni hacen falta

Con el paso del tiempo, con las masas migratorias infinitas, inmanejables, infinanciables e ingobernables que poco aportan -ni siquiera a un consumo relevante – y con contingentes en estampida que significan un gasto estatal directo e instantáneo, con escasas probabilidades de inserción en un mercado laboral hiperregulado, caro y con crecimiento forzado con inflación, no sólo la oferta laboral es desproporcionadamente alta y poco predispuesta al esfuerzo, la preparación es casi nula y el consumo adicional, precario. La marginalidad sistémica está garantizada.

Ese problema poblacional no es local, ni regional. Es mundial. Y no es nuevo, aunque es exponencialmente creciente. Al mismo tiempo, los factores de producción han alterado su importancia. Hoy son mucho más relevante en la ecuación productiva la inversión, el capital, la tecnología (que es capital, finalmente) la creatividad, (que es talento, no mano de obra) el conocimiento, la formación (casi execrada en la educación moderna, más allá de la poca calidad de la enseñanza).

El tema de la plusvalía que planteara Marx ha dejado de tener vigencia. Al contrario. Los trabajadores del mundo -el caso oriental del plebiscito de seguridad social es apenas una muestra ridícula – casi están en deuda con el sistema, no al revés. Y ya no parecen abogar para que los empresarios les aumenten su porcentaje de participación en esa supuesta plusvalía. Ahora han cambiado el discurso y parecen querer que el estado, o sea la sociedad, o sea usted, los subsidie y les garantice un empleo cada vez con menos obligaciones y menos horas, colgados del capital, o expropiándolo. La Inteligencia Artificial, hoy apenas en embrión pese a algunas espectacularidades, ni siquiera tuvo influencia en este proceso, todavía.

Clinton comprendió el problema del origen de las migraciones

Fue anticipando el aluvión migratorio, que en su fondo tiene que ver con el gravísimo problema del virtual fin del trabajo, que Clinton en 1992 defendió a capa y espada el NAFTA, que permitía, por ejemplo, que en vez de que los mejicanos huyeran en masa a Estados Unidos, las fábricas americanas radicaran terminales en México para generar trabajo. Ahora ese acuerdo fue modificado y caricaturizado por el proteccionismo americano.

Ese movimiento llamado globalización (no globalismo que es una estafa política antinación y antidemocracia) o libertad de comercio, ya se había iniciado con China, y esbozado antes en el famoso plan Marshall, que permitió el crecimiento de los derrotados en la Segunda Guerra, y con la Unión Europea en su primera etapa sensata, que sacó de la miseria a España y otros países, para luego, en su etapa insensata, eliminar prácticamente el concepto de soberanía nacional y de libertad de comercio y personal.

Se trató del período de mayor libertad de comercio de la historia. Duró 30 años y sacó de la pobreza a cientos de millones de personas, lo que nunca pasó en la historia. La situación hoy es completamente distinta. Estados Unidos no ha sido capaz de competir, ni de reemplazar en la debida cantidad y velocidad sus procesos económicos y productivos. Europa empantanada para siempre en la burocracia supranacional inútil y woke.

Un mundo proteccionista y temeroso provocará la pobreza universal

Un mundo lleno de temores y que, como siempre, provocará desempleo con sus regulaciones y trabas, y que golpeará primero a los países menos desarrollados. Ya mismo los entes burócratas disfrazados de bancos internacionales de apoyo y orgas de seudoayuda están abogando por que se grave cualquier formato de ahorro o capital, para parchar el sistema laboral y la falta de crecimiento que crea el proteccionismo de las grandes economías que les impiden venderle.

Sustituyen el comercio por limosna que ni sale de sus bolsillos, sino de la propia sociedad local a la que empobrecen con sus prohibiciones, recargos y trabas de todo tipo, incluyendo el miedo al fin del mundo que esgrimen como antes esgrimieron las guerras contra quien fuera, la lucha contra el financiamiento del terrorismo, las pandemias, la defensa de la democracia, la igualdad de alguna cosa, la defensa de occidente y otros argumentos similares. Pero en el más simple resumen, en vez de darle trabajo al mendigo, le dan limosna, de bolsillo ajeno.

Marx no tendría hoy nada que escribir en su lápida. No hay plusvalía a repartir. El valor de los bienes y servicios no es función del trabajo. O mejor, el trabajo no tiene lugar ni importancia en un mundo proteccionista.

La plusvalía del trabajo se ha convertido en  minusvalía. ¡Pobre Marx!