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Contraviento

La hoguera (César di Candia, in memoriam)

17 marzo, 2025

En las últimas horas, a los 95 años de edad, dejó de existir César di Candia, maestro de periodistas, que desarrolló una extensa crerra en diversos medios como los diarios Hechos, El País y La Mañana, y las revistas, El Dedo, Guabmba, Repórter, Marcha y Búsqueda. Pulicó, además relatovs, novelas, y varios libros con recopilación de sus artículos y entrevistas.

Este cuento breve de Héctor de Douza lo recuerda en una faceta de su vida poco conocida.

———

Héctor de Souza

Dedicado a César di Candia

“…y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras
encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro.”
Jorge Luis Borges
Los teólogos (El Aleph, 1949)

Ocurrió durante el año 1975, cuando yo estaba a punto de cumplir los veinte años
y hacía dos inviernos que se había instalado la dictadura en Uruguay. Llegué a la
Avenida 18 de Julio y la encontré casi desierta. Reconocí a varios metros de distancia
la librería Atenea. Empujé la puerta y entré al salón vacío, en cuyas paredes una
vastedad de libros estampaban un lienzo de múltiples tonalidades mediante volúmenes
perfectamente ordenados, inmutables, indestructibles como el propio pasado.
Me atendió en seguida un hombre de cara redonda, con unos lentes de cristales
muy gruesos.
–Busco un libro de poesías de Ernesto Cardenal –le dije.
Me observó primero con sorpresa y, después, con desconfianza.
–Nuestros poemas no se pueden/publicar todavía/Circulan de mano en
mano/manuscritos/O copiados en mimeógrafo/pero un día/ (…) –cité al poeta.
Luego de examinarme de arriba abajo lentamente con la mirada, se repuso y
venció el incómodo silencio:
–No, de ese autor no tengo nada… Y si lo tuviera, no podría vendértelo.
Me despedí con un mohín helado, mínimo; el único gesto de cortesía que apenas
me permitió la perplejidad. Y cuando caminaba hacia la puerta y ya estaba por abrirla para salir, oí que el hombre me decía a la distancia, con voz muy baja, en tono
paternal:
–Te aconsejo que dejes de buscar libros incomprensibles –y advertí la ironía en
la inflexión que dio a sus palabras–. Todo ha cambiado. Por cosas como esta, ahora,
corrés peligro… y hasta podés terminar en cana.
Ya desde la vereda cenicienta y oscura, volví a mirar la vidriera de la librería. La
figura del hombre se había desvanecido entre los anaqueles repletos: libros de
luminosos colores, de misteriosos contenidos, de fantasías universales, de expresiones
incorruptibles; algunos de ellos quizá serían perdonados; otros, arderían en el corazón
de la hoguera.
Mientras me alejaba, supe con desolación que yo era un texto que las llamas
habían quemado: ya estaba condenado. 18 de Julio seguía solitaria, inmóvil, infinita.

N. del A.: Un tiempo después descubrí que el librero samaritano era César
Di Candia, legendario periodista y escritor uruguayo.