Escribe Gerardo Sotelo
El Índice de Buen Gobierno 2002-2021, elaborado por el Instituto MESIAS de España y la firma europea iTRUST con datos de unos 145 países y publicado ayer por Infobae, ubica a Uruguay primero en América Latina y 18vo. a nivel mundial.
Según el Índice, nuestro país vive una “escalada progresiva y sostenible en Buen Gobierno a lo largo de los últimos veinte años”. Casi nada.
Antes de que nos ganen los haters, los operadores y los manipuladores de cualquier pelo, tan activos en estos barrios digitales, observemos lo siguiente:
-Hemos avanzado con gobiernos de todos los partidos.
-Hemos avanzado mucho más en Estabilidad Política (28 puestos) y Control de la corrupción y Rendición de cuentas (11 puestos), que en Eficiencia de Gobierno y Calidad Regulatoria.
-Avanzamos incluso con pandemia.
-El avance de los dos últimos años nos permitió ingresar entre los veinte mejores del mundo.
-Avanzamos en todos los indicadores.
Los datos parecen reflejar que no estamos ante la obra de un partido o una orientación ideológica en particular sino ante una nación que comparte y cultiva, al menos hasta ahora, una tradición de valores democráticos y republicanos, más allá preferencias partidarias, enfrentamientos políticos y circunstancias económicas.
Las preguntas que deberíamos hacernos ante estas evidencias son al menos dos:
- ¿Hay alguna acción en curso, de parte de actores institucionales, políticos o sociales, que pueda amenazar la estabilidad política, el control de la corrupción y la rendición de cuentas?
- ¿Qué pasaría si nos propusiéramos (todos) mejorar aún más en Eficiencia de Gobierno y Calidad Regulatoria, categorías en las que aparecemos rezagados, y Participación Ciudadana, que nos impide subir del 13er. lugar en el Índice de Democracia de The Economist?
La respuesta a la primera pregunta es compleja y puede merecer diversas consideraciones. Como sea, no puede dejar de incluir elementos referidos a inestabilidad institucional, percepción ciudadana de fracaso del sistema político, violencia motivada en asuntos políticos, funcionamiento defectuoso de los poderes del Estado, deslealtad de los actores públicos con la institucionalidad democrática y otros asuntos de similar naturaleza.
Fuera de las chicanas y el macaneo habitual, no hay señales de que caminemos hacia esos abismos.
La segunda, en cambio, es tan sencilla como desafiante: podríamos estar entre las diez (¡y probablemente entre las cinco!) mejores democracias del mundo.
A propósito, sería todo un detalle que tales objetivos se plantearan en los programas de gobierno; incluso que haya diversas propuestas y que sean objeto de debate e intercambios en la próxima campaña electoral.
La ciudadanía recibiría una fuerte señal de que el sistema político está pensando cómo hacer que esta nación, ejemplo de democracia y valores republicanos en América y el mundo, pueda soñar con un futuro aún mejor.