La inclusión financiera generó un campo fértil para la acción de delitos como el fraude electrónico en sus varias modalidades (fishing, smishing, etc), en una población que tuvo que ingresar al sistema financiero sin quererlo en algunos casos, y sin la preparación adecuada para administrar los nuevos riesgos que supone el uso de nuevas herramientas financieras en la mayoría. Y las consecuencias no demoraron mucho: una cantidad importante de clientes bancarios han sido víctimas de estos delitos y su número parece seguir en crecimiento.
Antes que nada, quiero aclarar que no estoy en contra del proceso de inclusión financiera. El primer proyecto que se presentó en Uruguay relacionado a este tema fue de mi autoría y ocurrió hace algunas décadas. Lo que afirmo es que la forma en la que fue instrumentado todo el proceso fue la causante de lo que hoy sufren algunas familias que se ven bajo la amenaza de perder parte de su patrimonio.
Anteriormente, los uruguayos no estaban acostumbrados al uso de los instrumentos financieros. Y no es que el uso del efectivo no implicara riesgos, sino que todos estábamos acostumbrados a manejarlos. Todos sabían qué cosas había que tener cuidado para evitar perder la plata que llevábamos en el bolsillo. Y aquellos que querían acceder al uso de los servicios financieros, incluidos los electrónicos, los obtenían libremente en cualquier institución financiera.
Sin embargo, la bancarización compulsiva, si bien logró que muchos uruguayos pudieran disfrutar de los beneficios de estos servicios, también los expuso a nuevos peligros que no estaban preparados para afrontar. La materia financiera es compleja, requiere de cierta educación para su uso responsable que no se enseñaba ni en las escuelas ni en los liceos. Los productos financieros son muy cómodos y eficientes pero conllevan peligros que hay que conocer y prevenir.
Por otro lado, no todas las instituciones financieras estaban en condiciones de brindar los nuevos y más eficientes mecanismos de administración del riesgo a sus clientes. En esto todavía estamos con cierto rezago con respecto a los servicios bancarios del exterior. Los mecanismos de protección dependen de las instituciones que los ofrecen. Algunos los han venido instrumentando en los últimos meses aunque eso no significa que sean de conocimiento general y que sean usados por los clientes. Ni que hablar que en el banco más importante del país, la instrumentación de todo lo relativo a la ley 19210 se hizo en forma paralela a la implementación de un nuevo sistema informático.
Meter a todo el mundo, a prepo, dentro del sistema financiero fue una decisión política que tomó el gobierno. No la tomaron los ciudadanos, no la tomaron las instituciones financieras. La flexibilización que nos trajo la LUC es adecuada pero llegó tarde, y hoy ya empezamos a ver las consecuencias. Algunas de ellas son buenas, y algunas de ellas son malas y no deseables. Entre estas últimas, que haya algunos clientes que vieron desaparecer una parte importante de sus saldos o se vieron perjudicados de alguna manera.
Y no es cuestión de afirmar livianamente de que las víctimas “entraron como unos nabos”. Si bien es cierto que ante cada caso en particular puede juzgarse la actuación del cliente, como la de cualquier actor interviniente, la suma de situaciones revela un estado de cosas que debe preocuparnos y que debemos evaluar y resolver.
En el largo plazo, estos problemas pasarán. Los clientes aprenderán, las instituciones perfeccionarán sus sistemas con nuevas tecnologías, y los reguladores determinarán nuevas reglas de juego que harán que este tipo de situaciones se eviten y las transacciones sean cada vez más seguras como se viene haciendo desde hace años. Pero nada quitará el hecho de que muchos ciudadanos fueron afectados en el camino por una situación que no pudieron manejar y a la que muchos ingresaron por obligación.