La propuesta del ex Fiscal Jorge Díaz modifica la Constitución para enjuiciar legisladores por sus expresiones en redes.
Escribe Gerardo Sotelo (@cybertario)
Digámoslo al comienzo, de manera que nadie se sorprenda: si algo
protege el derecho a la libertad de expresión, no es al discurso
moderado y de aceptación general, que no necesita legitimación, sino
al que se expresa en los márgenes de la corrección; incluso por fuera
de estos. Para decir “Amén”, “Viva el Rey” o “Qué bueno lo que
publicó Fulana”, nunca hizo falta la ley. Es necesaria, en cambio, para
proteger a quienes se enfrentan al discurso convencional, ya sea en
el terreno político como económico, religioso, moral o cultural.
El avance de la legislación y la aceptación pública de la libertad de
expresión en los últimos cuatro siglos se dio cuando comenzó a
aceptarse la idea de que, en el discurso público, es mejor convivir con
expresiones desagradables, potencialmente agraviantes o falsas, que
censurarlas en nombre del buen gusto, los valores convencionales y
la difusa idea de “verdad”.
En Uruguay y el resto del mundo democrático, regidos por valores y
normas de idéntico talante, este es el principio general que inspira al
Derecho, con algunas limitaciones precisas, escasas y oportunamente
establecidas por ley. Dicho esto, pasemos al tema de fondo.
Enojado porque la senadora Graciela Bianchi se hizo eco de una fake
news (que ponía en boca de la colega Denise Legrand expresiones
que no pronunció) y acaso por dichos en redes de algún otro
legislador oficialista, el exjuez y exfiscal de Corte, Jorge Díaz,
propuso una ley interpretativa del Art. 112 de la Constitución, donde
se establece que “los Senadores y los Representantes jamás serán
responsables por los votos y opiniones que emitan durante el
desempeño de sus funciones.”, para dejar afuera de su amparo las
expresiones realizadas en las redes sociales.
Pero ¿por qué los legisladores habrían de ser responsables, “civil y
penalmente”, por sus dichos en redes y no fuera de las redes, como
en los medios tradicionales, en sala o en la vida pública en general?
¿Cuáles serían los delitos que se estarían cometiendo, al punto de
merecer sentencia firme de la Justicia, y cuáles las lesiones civiles
que no estarían siendo reparadas, por efecto del Art. 112? La
propuesta parece inspirada más en el enojo que en el Derecho.
Está claro que Díaz, al igual que otras personas, siente un fuerte
disgusto frente al estilo y los dichos de algunos legisladores
oficialistas; no debería llamar la atención, puesto que, en el terreno
de la lucha política, menudean las expresiones agraviantes o ajenas a
la verdad, en boca de legisladores y dirigentes políticos de diferentes
partidos, dentro o fuera de las redes.
Aún dando por bueno que algunos legisladores utilizan “la agresión
como método, la mentira como argumento y la cobardía solapada en
la inmunidad parlamentaria” como dice Díaz, lo que sería lamentable,
no queda claro dónde está la conducta ilícita.
Alguien que tuvo sus responsabilidades institucionales, debería decir
qué delitos cree que se estarían cometiendo; concretamente y sin
rodeos, qué dichos están por fuera de la legislación que ampara el
derecho a la libertad de expresión, al punto de merecer condena de la
Justicia. Es lo corresponde esperar de un jurista con su trayectoria,
no este proyecto “fake” y peligroso, que busca interpretar de forma
arbitrariamente restrictiva, el amparo que la Constitución le da al
trabajo de los parlamentarios.
Porque si no hay delito, lo que Díaz busca es resolver con una
restricción arbitraria a los derechos emergentes del Art. 112, una
conducta que le resulta ética y políticamente reprobable, al menos en
sus adversarios. Esto es, silenciar legisladores (o presumir que sus
dichos no son hechos legislativos, aunque sólo en redes sociales, para
disminuir la protección constitucional) porque utilizan expresiones en
el debate de temas de interés público, que le resultan inapropiadas o
desagradables.
Semejante concepción jurídica refleja una idea de la sociedad y el
Derecho demasiado conservadora, aún en tiempos de la “cultura de
la cancelación”.
Todos aquellos que, como a Díaz, les disguste el estilo o los dichos de
tal o cual legislador, tienen muchos formas de combatirlo. Pueden,
por ejemplo, expresar públicamente su rechazo, escribir tuits
denunciando la situación, solidarizarse con las personas afectadas,
llamar a responsabilidad a los líderes políticos o los presidentes de las
cámaras por la conducta de los dicentes, juntarse y manifestar,
organizar conferencias sobre el tema, o aún peor, dejar de votarlos,
en caso de que lo hubieran hecho anteriormente.
Todas estas iniciativas y muchas otras que se les ocurran, pueden
conseguir la condena social y, tal vez, alentar el cambio en la
conducta de los implicados, sin necesidad de alimentar la bulla,
sugiriendo que las conductas que censura la ética convencional pero
no merecerían condena de la Justicia por estar amparadas en la
legislación nacional e internacional en materia de libertad de
expresión, se resuelven con restricciones a una garantía
constitucional.
Y eso porque, si algo protege el derecho a la libertad de expresión, es
el discurso que se expresa en los márgenes de la corrección; incluso
por fuera de estos.