Por Gerardo Sotelo
Una de las formas más habituales de intentar que una discusión se resuelva a nuestro favor es torcer deliberadamente el diálogo hacia tópicos sobre los que nos convenga debatir.
No se trata únicamente de la utilización de argumentos elípticos, con la que se omiten elementos que podrían volvernos vulnerables, sino de algo mucho más ambicioso y espurio, como construir un argumento irreal y a medida contra nuestros adversarios, que nos permita atacarlos con facilidad.
De paso, los cargaremos con la necesidad de contrarrestar ese esperpento y refutar sus hipotéticas derivaciones, distrayéndolos y debilitándolos en la tarea de sostener sus argumentos sobre tópicos reales.
La táctica más frecuente para torcer una discusión y obtener un resultado favorable es la llamada “Falacia del espantapájaros” (o del hombre de paja, del inglés “straw man”), que consiste en construir un argumento lo suficientemente débil, caricaturesco o inapropiado, con el que vincular a nuestros contrincantes.
Junto con las falacias “tu quoque” (en latín “tú también”, con la que se pretende refutar una conducta inapropiada recordándole al contrincante que también la cometió) y “ad hominem” (que se concentran en desacreditar al dicente cuando no se sabe refutar sus argumentos), integra el podio de las falacias retóricas de mayor popularidad e impacto en el discurso público, y por eso mismo, las que más daños causan.
La Falacia del Espantapájaros, como el argumento elíptico, no tiene por qué ser enteramente falsa. Por el contrario, cuantos más elementos reales incluya más verosímil resultará. Tanto mejor, puesto que esto puede enmascarar su naturaleza falaz, así como la verdadera intención de quien la utilice.
La discusión sobre el proyecto de ley de reparación a las víctimas del terrorismo en Uruguay, ha hecho regresar al discurso público uno de los grandes espantapájaros o argumentos esperpénticos que se construyeron en su entorno: la denominada “Teoría de los dos demonios”, por la cual se equipararían las violaciones a los derechos humanos cometidos por organizaciones de particulares con las perpetradas desde el Estado, usurpado cincuenta años atrás mediante la fuerza por los mandos militares de la época.
Con el contraargumento de que no se puede comparar las consecuencias e implicancias de las acciones criminales de unos y otros, se pretende cancelar cualquier abordaje sobre los crímenes con motivación política cometidos durante los años ’60, ’70 y ’80 del siglo pasado, especialmente cuando se intenta señalar los padecimientos de las víctimas del accionar de grupos revolucionarios.
Puestos a justipreciar sus presuntos postulados, aparecen consideraciones de diverso orden, nunca explicitadas por quienes condenan la referida teoría.
En efecto, hay dimensiones institucionales, jurídicas, sociales, políticas y humanas, en las que las violaciones a los derechos humanos perpetradas desde el Estado (adscriptas al denominado “Terrorismo de Estado”) son incomparables con las que pudieran cometerse desde organizaciones de particulares. Eso debería estar fuera de toda discusión, al menos en la dimensión que el accionar de unos y otros tuvo en esta parte del continente.
No tener presente esta caracterización, fragiliza la defensa de los valores que sostienen el Estado de Derecho, como el imperio de la ley, el respeto a los derechos humanos, la separación de poderes y la democracia.
Más que eso, minimiza el sufrimiento de las víctimas, impedidas en su momento y hasta ahora, de obtener una respuesta satisfactoria a sus reclamos por parte del Estado, garante principalísimo del respeto a la ley y los derechos de la persona.
El problema de quienes pretenden revivir la Teoría de los dos demonios contra los promotores de la ley de reparación a las víctimas del terrorismo es que el proyecto se refiere a hechos ocurridos en plena democracia, y antes de que se avizorara el golpe de Estado, la sistematización de la tortura en los interrogatorios o las desapariciones forzadas.
Aunque así no fuera, no se puede subordinar la consideración de los crímenes cometidos por grupos revolucionarios a una dimensión institucional o jurídica de supuesta superioridad, ni a las implicancias de hechos posteriores. Tales perspectivas traicionan la doctrina de los Derechos Humanos, tal y como se conoció siempre, y de paso, vuelven a victimizar a quienes padecieron aquellos vejámenes.
En la dimensión humana y en la reparatoria, todas las víctimas lo son en igual medida, puesto que la legislación, que consagra en un texto jurídico un principio moral de antigua data, no distingue procedencias, consecuencias, vínculos institucionales ni ideologías cuando condena el secuestro, el homicidio, el atentado, la tortura o la desaparición forzada.
Antes bien, lo hace desde el ideal de que “toda persona tiene los derechos y libertades”, proclamadas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
En todo caso, y volviendo sobre el esperpento de la “Teoría de los dos demonios”, una mirada superadora de aquellos enfrentamientos nos haría ver que no hubo más que un sólo demonio que consistió en legitimar “el uso de la violencia para imponer ideas políticas”, como dice la ley española de reparación a víctimas del terrorismo.
Apenas se rasga un poco la superficie, se observa que, buena parte de los que invocan la “Teoría de los dos demonios”, siguen reservándose para si el derecho de atropellar contra el prójimo cuando crean que estén dadas las circunstancias, en la medida que siguen sosteniendo la misma ideología supremacista y criminal.
Mientras no se rechace de forma explícita y rotunda el uso de la violencia para imponer ideas y regímenes políticos, demonio que alentó por igual a revolucionarios y golpistas, seguiremos dando vueltas en torno a esperpentos argumentales, más o menos ostensibles, antijurídicos y mezquinos.