escribe Alfredo Bruno
La Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de América constituye uno de los episodios fundamentales del proceso revolucionario de fines del Siglo XVIII y comienzos del XIX. Sin embargo, su importancia a veces se ve opacada por otros hitos que no hubieran sido posibles sin su existencia anterior, como la propia Revolución Francesa.
Las 13 Colonias, una revolución con fallos de marketing.
No hace falta referirse a la importancia de un hecho significativo, simbólico, en la construcción de una marca. No importa que sea meramente declarativo, como nuestra Declaración de la Independencia el 25 de agosto de 1825. Lo vital es que cuente con “gancho” y que permita que en su entorno se forje una epopeya.
Así, la independencia de las 13 colonias americanas fue en realidad un largo proceso de más de 20 años, no exento de acciones cívicas, militares, ocupaciones, protestas como la de la “masacre de Boston” en 1770, y levantamientos populares, tal vez el más famoso el “Motín del Té” de Boston, en 1773.
A su vez, la Declaración del 4 de julio de 1776 se produce en medio de la Guerra de la Independencia, que se extendería aún por varios años, y en rigor podría decirse que la consolidación republicana se produciría recién dos años después, con la ratificación de la Constitución de los Estados Unidos.
Es decir, no hubo una Toma de la Bastilla, y Marianne no guio al pueblo americano por las barricadas de las calles de Washington D.C., que por entonces no existía.
Así las cosas, sumado a esto la barrera idiomática y a la excelsa capacidad francesa de vender sueños, podemos entender que la primera Revolución, que además creara una nación en medio de un proceso de descolonización frente al imperio regente por entonces, ocupe un lugar secundario en la vitrina de trofeos revolucionarios.
No obstante, el aporte de las 13 Colonias y su proceso revolucionario fue muy significativo y marcó, hasta hoy, el molde de nuestro mundo actual.
Primero, lo primero
Existe la coincidencia general en que la Revolución Francesa marca con su influencia todo el devenir del Siglo XIX, pero ello no hubiera sido posible sin la previa Guerra de la Independencia de las 13 Colonias americanas.
En efecto, la participación de Francia en ese conflicto, originada obviamente no por su amor a la Libertad sino para drenar a sus enemigos británicos, generó deudas tan grandes al gobierno de Luis XVI que dañaron seriamente su economía, problema que su gobierno fue incapaz de resolver.
Las consecuencias de esa deuda, junto con el gasto continuo del Estado, fueron algunas de las causas más inmediatas de la Revolución Francesa.
Naturalmente, el Ancien Régime venía ya malherido y el levantamiento en Francia habría de producirse más tarde o temprano, pero de no mediar la crisis económica producida por las acciones en América pudo haber extendido su agonía algunas décadas, lo que podría haberlo llevado hasta épocas napoleónicas, con mil diferentes posibilidades y consecuencias históricas que, más allá de su nulo valor, resultan un interesante ejercicio de imaginación.
Diferencias notables
No obstante, ambos procesos revolucionarios muestran diferencias notables en su evolución. En tanto en América las 13 Colonias originales mantuvieron su unidad y apenas terminada la Guerra de Independencia comenzaron su accionar aglutinante, con una Constitución firme y un sistema que más allá de guerras y conflictos no ha tenido sobresaltos mayores a lo largo del tiempo, la situación en Europa fue muy distinta.
La tentación de asignar a los síntomas carácter de causas es muy fuerte y así se ha hecho, al atribuir las responsabilidades de los problemas siguientes a la radicalización de la clase media baja y de los sans-culottes, que terminara desembocando en el hecho de que durante un tiempo sean los enragés (los extremistas) los que determinen muchas de las decisiones más importantes, para luego atribuirla a jacobinos, girondinos, el ciclo napoleónico y todas las vicisitudes que se han presentado hasta hoy en torno a la actual Quinta República Francesa, nuevamente en graves problemas.
Afortunadamente, hace más de medio siglo, Hannah Arendt, en su célebre ensayo Sobre la revolución (1963) marcó con claridad las razones en que se pueden cimentar esas diferencias.
En efecto, decía Arendt que la diferencia de principio más importante desde el punto de vista histórico entre la Revolución norteamericana y la Revolución Francesa puede hallarse en la certeza de esta última en que “la ley es expresión de la Voluntad General” (Artículo VI de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), una fórmula que no existe en la Declaración de Independencia o en la Constitución de los Estados Unidos.
La Revolución en los Estados Unidos en cambio tuvo como modelo a Montesquieu y el principio de la división de poderes, con lo que establece una nueva forma de gobierno. La Revolución francesa se basó en la “volonté générale” de Rousseau, una abstracción racional que asfixia la libertad y desemboca irremediablemente en una dictadura.
Según Arendt, la Revolución Francesa cimenta, de la mano de Rousseau, el concepto de la “voluntad general”, pariente cercano de la “voluntad divina” de la monarquía absoluta.
Esta tiene su fundamento y su explicación, dice la filósofa alemana, en la “deificación del pueblo que se llevó a cabo en la Revolución francesa, y que fue consecuencia inevitable del intento de hacer derivar, a la vez, ley y poder de la misma fuente. La pretensión de la monarquía absoluta de fundamentarse en un “derecho divino” había modelado el poder secular a imagen de un dios que era a la vez omnipotente y legislador del universo, es decir, a imagen del Dios cuya Voluntad es la Ley»
En EEUU en tanto no se encuentra una base similar, que confunda el origen del poder con la fuente de la Ley. Para los Padres Fundadores, el origen del poder se encuentra abajo, en el respaldo espontáneo del pueblo, pero la fuente de la Ley tiene su puesto “arriba”, en áreas del conocimiento y la sabiduría. Solo el ataque al Congreso por los partidarios de Trump intentó cuestionar esa certeza, y todos sabemos de que manera terminó.
En Francia, en cambio la República se confundía con “le peuple”, lo que llevaba a que naturalmente pudiera ser sustituída por éste, considerando como tal naturalmente a aquellos que en determinada ocasión se atribuyeran su representación. Eso, según Arendt, “significaba que la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular como «volonté générale» era su unanimidad, y, así, cuando Robespierre aludía constantemente a la “opinión pública”, se refería a la unanimidad de la voluntad general; no pensaba, al hablar de ella, en una opinión sobre la que estuviese públicamente de acuerdo la mayoría”.
Así, los Derechos del Hombre se confundieron con «los derechos de los sans-culottes». A la Libertad individual se opuso la idea de la virtud, que significaba según Arendt «la preocupación por el bienestar del pueblo, la identificación de la voluntad de uno con la voluntad del pueblo―il faut une volonté UNE―, y todos estos esfuerzos iban dirigidos fundamentalmente hacia la felicidad de la mayoría»
Por ello, resulta sumamente constructivo rescatar los valores fundamentales de la Revolución Americana, la Primera Revolución, y buscar nuevas viejas ideas en sus autores, Jefferson, Adams, Franklin, así como en sus numen inspirador, Locke, a la luz del éxito de sus logros, sobre todo en momentos en que vemos arder a su más famosa continuadora, pese a todas sus ventajas de marketing.