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Contraviento

La «fatal ignorancia» detrás del proyecto de ley sobre despidos

6 enero, 2024

Escribe Juan Manuel Patiño

En su momento escribimos sendas columnas respecto de distintas iniciativas parlamentarias (usura, ley de talles, etc.), para luego ausentamos por un tiempo. Sin embargo, esa “usina” de delirios intervencionistas en la que se ha convertido, tristemente, el parlamento uruguayo parece ser una fuente inagotable de proyectos de ley/leyes sin sentido y racionalidad alguna. En esta columna analizaremos la iniciativa de los senadores Oscar Andrade y José Nunes respecto del régimen de indemnización por despidos. Dicho proyecto plantea, grosso modo, que por ley se obligue al empresario o empleador a justificar las razones por las cuales prescinde de los servicios del trabajador despedido. 

 

En la exposición de motivos los senadores platean que el Uruguay, pese tener una normativa laboral pionera en el mundo, cuya veta vanguardista no podía no remontarse al año 2005 (Roxlo, Herrera Batlle y Ordóñez, abstenerse), ha dejado pendiente de regular un resquicio referente a las normas sobre el despido. Antiguamente, el empleador podía despedir sin causa alguna, si bien poco a poco se fueron creando distintas excepciones que limitaban esta facultad (por ejemplo, para trabajadoras embarazadas, trabajadores accidentados, dirigentes o militantes sindicales, etc.). Sin embargo, la legislación actual no es suficiente, así que se hace imperativo ajustar la normativa a los efectos de limitar el “poder omnímodo” del empleador. La expresión es interesante en tanto tiene implícita la concepción del empresario como una suerte de “dictador” en la gestión de sus negocios, ignorando que, en una economía de mercado, quienes deciden en última instancia qué se produce y cómo se produce, son los consumidores, con su decisión/abstención de compra.

«Causa justificada»

Vayamos ahora a los artículos que comprenden la ley y que son 10 en total. El art.2 establece que “los trabajadores no podrán ser despedidos sin causa justificada”, entendiéndose por esta última aquellas “derivadas de la capacidad o conducta del trabajador, de las necesidades de la empresa, etc.”. En caso de despido justificado, el empleador  tiene cinco días hábiles para abonar la indemnización (Art.3), salvo que se trate de un despido por notoria mala conducta (Art.4), causal que,  por supuesto, debe ser probada por el empleador. Hasta aquí nuevo bajo el sol.

A partir de aquí arrancamos con las innovaciones. Es claro que para los senadores el empresario privado, que ha hecho de su vida el administrar un negocio, no está en condiciones de decidir por sí mismo la forma en la que contrata y despide gente (particularmente esto último), así que necesita evidentemente de la asistencia de quienes jamás en su vida han estado a cargo de una empresa. En este sentido se establece que el empleador tiene que notificar por escrito al trabajador del despido e incluir una suerte de “catarsis” detallada de los hechos y motivos que justifican la decisión, además de mencionar a partir de qué fecha tendrá efecto la decisión. O sea, más papeleo, expediente escrito o digital, burocracia al fin.

Afortunadamente no hay ninguna disposición por la cual el telegrama/acta de despido tenga que ser certificado/a por algún escribano o funcionario público, con el pago de los timbres correspondiente, lo cual le quita en cierta medida la “impronta” típicamente uruguaya, que uno podría esperar encontrar en este tipo de iniciativas.

Por otra parte, el Art.6 establece que el empleador deberá dar aviso de la ruptura de la relación laboral, con una antelación de (mínimo) 15 días, utilizando a tales efectos medios fehacientes (telegrama, correo electrónico, etc.). O sea, el empleador se compra a estos efectos dos semanas de baja productividad por parte de un trabajador, que dado su inminente despido difícilmente dedique el 100% de sus aptitudes y actitudes a las labores que tiene asignadas. Pero la cosa no termina ahí, desde la fecha de aviso hasta el cese, el empleador deberá subsidiar (o sea pagar) seis horas semanales en concepto de “licencia” para que el trabajador pueda ir buscando un nuevo empleo. El empleador también puede dictaminar que el trabajador no concurra a la empresa en ese lapso, pero debe pagar si o si los salarios correspondientes a esos días. Si el empleador no cumple con las disposiciones de los Arts. 5 y 6, deberá abonar una indemnización correspondiente al doble de la establecida por la ley (Art.7).

«Despidos discrecionales» y «derecho al trabajo».

Según declaraciones de uno de los senadores impulsores del proyecto a La Diaria, “el espíritu de la ley”  busca evitar que haya “despidos discrecionales”, y utilizó como ejemplo el caso en que “un empleador despida a un “funcionario” (nótese como en la nomenclatura de la izquierda todos los trabajadores son considerados, por default, empleados públicos) para contratar a otro por tener un vínculo de amistad”. Además, precisó que el objetivo es evitar los “despidos discrecionales”. Desde el sindicalismo, entienden que la iniciativa es bienvenida en tanto y en cuanto “fortalece el derecho al trabajo”

Algunos comentarios, empezando por esta última cuestión del “derecho al trabajo”. Vale destacar que todo derecho implica como contrapartida una obligación, de modo que, si usted lector tiene derecho a trabajar, alguien tiene la obligación de procurarle un empleo. Por ende, la condición de desocupados que ostentan 160 mil uruguayos es ilegal y deberían, en cumplimiento con la ley ser contratados a la brevedad por empresas y empresarios obligados a tal efecto. Obviamente, un absurdo. En todo caso la normativa debería referirse a la “libertad de trabajo” o “libertad de empresa”,  en el sentido de que cada individuo es libre de, por sus propios medios,  procurarse el trabajo que más se ajuste a sus competencias/preferencias,. Lo mismo vale para el empresario, quien puede ejercer su función empresarial con libertad, siempre y cuando respete la normativa vigente. En resumen, no existe tal cosa como el “derecho” al trabajo, o a la vivienda, o a la felicidad. En este punto, siempre sirve como referencia la Declaración de Independencia de los Estados Unidos que establece: “sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. La “búsqueda”, la libertad de procurarnos los medios para cumplir nuestros fines y no otra cosa, hay que subrayarlo, ya que proclamar a los cuatro vientos multitud de “derechos” que luego no se cumplen es un deporte nacional en esta región del mundo. 

El trabajador como víctima 

Pero no nos desviemos del tema. La iniciativa claramente parte de una concepción por la cual el empresario es un sujeto con una predisposición, casi que innata, a abusar de sus facultades. Recordemos que los legisladores hicieron referencia a un “poder omnímodo” o sea absoluto, siendo el trabajador una víctima, dada su posición de debilidad en la relación laboral.

Nada más alejado de la realidad. El axioma del que parten los legisladores no tiene ni pies ni cabeza. Todo empresario quiere que su negocio crezca y sea cada día más y más rentable. Para ello necesita capital y trabajadores que rindan, ambos al máximo. Su predisposición natural respecto de la mano de obra es contratar a los empelados más eficientes/productivos y prescindir de los que no lo son. De modo que para el 99.9% de los casos, todo despido es por definición justificado, en tanto y en cuanto sería improductivo para cualquier empresario deshacerse de recursos humanos valiosos solo por “capricho”. Pero imaginemos a un empresario, que, siendo caprichoso, despide a un buen trabajador sin motivo alguno, para contratar a un “amigo” dejando de lado, por tanto, los criterios de eficiencia propios de una economía de mercado. Si así fuera, no debería haber ninguna ley que se lo prohíba. Por el contrario, lo mejor sería permitírselo y que el empresario pague el costo de su arbitrariedad, que vea disminuida la productividad de su empresa gracias a su “amiguismo” y que vea aumentar la de sus competidores, que ahora disponen de un recurso humano valioso (el trabajador despedido) libre de ser empleado por ellos.

Mención aparte merece la apuesta por evitar ”despidos discrecionales”. Otro absurdo: la actividad privada (una dimensión desconocida para los legisladores, aparentemente) está plagada de riesgos, de incertidumbres, propias de una economía de mercado, con una demanda incierta; el éxito o el fracaso  pasa necesariamente por poder adaptarse rápida y ágilmente a los cambios en la demanda de los consumidores. Esto exige una gestión lo más discrecional posible de los recursos humanos y financieros bajo su cargo.

Sería importante que el sistema político entendiera alguna vez que el empresario capitalista existe por una razón: es el más eficiente organizando factores de producción (entiéndase capital y trabajo). Por ende, la pretensión de políticos y funcionarios de arrogarse la facultad de intervenir, ya no en la fijación de un conjunto de reglas de juego, leyes generales y abstractas que fijen un marco legal para su actividad (que son correctas y propias una sociedad democrática), sino más bien la gestión operativa del día a día de la actividad empresarial, es por completo improcedente. Además, pone de manifiesto lo peor de un Estado con “vocación de minorista” (la expresión es de Végh Villegas) que incapaz de abordar con éxito los grandes temas que preocupan a la ciudadanía (seguridad, salud, educación, justicia, economía), se dedica por el contrario a intervenir en los aspectos más nimios de la actividad privada, siempre dispuesto a enseñarle a los empresarios cómo deben ser empresarios.  Dejemos “al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.