“La utopía es la distopía de alguien más” George Orwell
“La utopía es un proceso, no la llegada” Isaac Asimov
Un día gris, de ese gris como la lluvia que todo lo envuelve, resulta ideal para que esta columna intente escapar al yugo impuesto por la bárbara realidad diaria, en especial a partir del 7-O, allí donde confluyen, desde hace más de 2000 años todos los conflictos del mundo.
Pero antes, el autor deberá diseccionar el título de la nota para evitar, tanto dobles sentidos, como explicaciones erróneas. A ello vamos.
Cuando nos referimos al “sueño utópico” estamos hablando, no del mundo onírico que nuestro subconsciente puede permitir, sino de aquello que el ser humano, único en su especie, consigue imaginar para un futuro incierto en el que probablemente ni siquiera estemos presentes. Es, cómo no, el reino de las fantasías confiadas al voluntarismo y que, al decir de George Orwell, terminan convirtiéndose en las horribles distopías de las que el Siglo XX fue tan pródigo. Utopías que, como preámbulo o como resultado de una ideología, terminaron arrasando con la Razón, que desde la ilustración, gobernó nuestra civilización.
El “sueño utópico” al que nos referimos, es un sueño que rinde tributo a toda la historia de grandes realizaciones humanas, que comenzaron -al decir De Martin Luther King- con la existencia de un sueño, algo con lo cual vale la pena pensar y actuar.
En todos esos casos, hubo gente dispuesta a sacar los pies del plato donde de pronto se sentía más cómoda, para pisar el suelo siempre imprevisible que está más allá de nuestro alcance y voluntad.
Como se verá más adelante, el curso por el cual discurre la columna se inicia, precisamente, en uno de esos sueños utópicos que, para los contemporáneos de quien lo expresa, suele aparecer producto de afiebradas ensoñaciones.
Una segunda precisión sin duda más necesaria e importante, dado el océano de desinformación, propaganda, falsificación ideológica y subversión retórica en el que estamos inmersos, tiene que ver con lo de “el sionismo” y con “el ser sionista”.
Veamos cómo define La RAE al sionismo: “Movimiento político judío centrado en sus orígenes en la formación de un estado de Israel y, después de la proclamación de este en 1948, en su apoyo y su defensa”.
Como se puede ver, la RAE lo circunscribe al movimiento político judío, quizás porque, tras el exterminio y deportaciones masivas de judíos en Europa tras la Segunda Guerra mundial, fue el primer movimiento que reivindicaba el derecho de un pueblo a contar con un territorio propio. Esto, con ser así, deja fuera otros movimientos similares que respondieron en el pasado, y muchas veces lo siguen haciendo hoy día, a otros pueblos igualmente perseguidos, deportados o condenados al eterno exilio forzoso. Uno solo de otros muchos casos, lo constituyó el del pueblo tártaro deportado en masa desde Crimea a la Siberia soviética por parte del régimen estalinista.
En un sentido amplio entonces, podemos afirmar que sionista es toda aquella persona, o grupo de personas, naciones o pueblos, que aspiran a contar con un territorio propio y un estado independiente.
Obvio es decirlo, que salvo por la artera falsificación, el sionismo no tiene absolutamente nada que ver con imperialismo alguno, ni tampoco y quizá menos, con esa suerte de espantajo que suele revolearse en el rostro del enemigo, llamado supremacismo y su consecuencia natural, faltaba más, el consabido apartheid.
Quiero decir que, en un sentido amplio todos los que en el pasado aspiramos a nuestra propia tierra y nuestro propio estado, fuimos sionistas. En Uruguay lo fueron Lavalleja, Rivera y Oribe. Sionistas eran la pléyade de caudillos que, en la América hispana, independizaron de la Corona española a sus pueblos. Sionista San Martín, sionista Bolívar.
Dicho esto, vayamos al meollo de la cuestión.
El sueño de Teodoro Hertzl
Nacido en Pest en 1860, bajo el Imperio Austrohúngaro, Hertzl fue un hombre enteramente del Siglo XIX. Aun cuando su visión de las cosas, en especial de la “diáspora judía” donde el antisemitismo y los pogromos había sido la constante estuviera varias décadas por delante, no llegó a vivir ninguna de las atrocidades que el Siglo XX le tenía reservada a su pueblo.
Comúnmente considerado el padre del Sionismo, aunque desde bastante antes existieran otras iniciativas de parecido tenor, Hertzl soñó en ese último cuarto del Siglo XIX una utopía completa: la de reunir a la diáspora judía -a los asquenazíes de Europa con los sefardíes del norte de África, y las restantes comunidades desparramadas por el mundo, en un mismo Estado nacional judío en su casa ancestral: las tierras de Judea, por entonces bajo dominio turco otomano.
A todas luces, para la época un delirio.
Fallecido con apenas 44 años, el año 1894 fue para él y sus ideas crucial. Ese fue el año del fatídico “caso Dreyfuss” que conmovió al mundo y sacudió a Francia, desatando una ola de furioso antisemitismo que nos remite a lo sucedido a partir del 7-O en Israel.
Para quien hasta entonces había sostenido la idea de la asimilación del pueblo judío en la sociedad austrohúngara, aquello fue un antes y un después.
Desde la Presidencia del Consejo Sionista Mundial, se dedicó con ahínco más allá de lo razonable, al punto de dejar la vida en ello, a conseguir los apoyos y medios para financiar la instalación de los primeros colonos en tierras adquiridas a los árabes allí instalados.
Apenas dos años antes de su muerte, había publicado su escrito “Altneuland” (La vieja nueva tierra) donde dejaba sentadas las bases para que la utopía del futuro Estado judío, se constituyera en una nación democrática, moderna y próspera, prenda de paz con todos sus vecinos con independencia de sus confesiones religiosas.
Al morir él, quedaban por delante no pocas dudas y dificultades, que se llevarían otras casi cinco décadas, la caída del Imperio Otomano y un Mandato Británico.
El fracaso de un exitoso experimento
Aunque parezca un contrasentido el enunciado, no lo es. El de Israel fue un experimento, ensayado por las potencias aliadas tras la Shoá e impulsado por el Mandato Británico bajo el auspicio de la ONU.
Durante la guerra, con un Hitler obsesionado por una rápida solución final a la “cuestión judía” el Führer consideró la posibilidad de hacer una deportación masiva a Madagascar, en África, hecho reconocido por Adolf Eichmann y recogido por Hannah Arendt en su Ensayo “Eichmann en Jerusalén”.
Por la misma época, había en Oriente Próximo un fuerte sentimiento nacionalista árabe, con una marcada impronta nazi (al respecto es muy interesante leer el Ensayo “Mein Kampf, historia de un libro” del francés Antoine Vitkine, que muestra que por años la Biblia Nazi fue el libro más vendido en el mundo musulmán) del que se valió el Muftí de Jerusalén (paradojas de la historia, nombrado tal por el propio Mandato Británico) Al-Huseyni que llegó a formar una milicia árabe nazi, con la condición que «los judíos son nuestros» (es decir, suyos, del Islam dispuesto a liquidar infieles).
No había hasta allí, una solución que conformara a todos, no de los árabes (las tribus que deambulaban por la pérdida por el Islam del dominio otomano, a manos de los británicos, más los colonos que se asentaron allí, en esa tierra que los propios británicos dieron en llamar Palestina) sino de las potencias aliadas y los representantes del pueblo judío, dentro de los cuales -pero no exclusivamente- estaban los sionistas.
Se manejaron por entonces, otras dos opciones: la de ofrecer al pueblo judío parte de la actual Kenia, que fue rechazada, e inclusive un asentamiento en la América del Sur (téngase en cuenta esto).
Agotadas las posibilidades y urgidos de darle una “solución” al tema, la Resolución llevada a la ONU fue la de la creación de DOS Estados, uno judío y otro árabe, que repartirían los territorios comprendidos entre el Jordán -límite con el Reino Hachemita de Jordania- y el Mar Mediterráneo.
El resto, es historia harto conocida, aún cuando los proxies ideológicos de la “causa palestina” se hayan dedicado durante 7 décadas a falsearla, olvidando convenientemente que los árabes de Palestina rechazaron su propio Estado y no sólo eso, sino que de inmediato encabezaron una coalición que en el término de dos décadas desató 4 guerras de exterminio.
¿Y por qué exitoso el experimento de Israel?
Pues, porque a pesar de la guerra a muerte declarada por el mundo árabe-musulmán, resistió todos los embates en su contra, y edificó, desde cero y literalmente encima del desierto, una nación independiente, multiétnica, democrática y que ha hecho de ese desierto un modelo de desarrollo en todos los aspectos, verdadera mosca blanca, en un vecindario sentado encima de océanos de petróleo a los que le sale más barato y cómodo comprarlo todo, desde tecnología y conocimiento, hasta apoyos políticos y armamentísticos.
¿Y por qué entonces, la paradoja del fracaso?
Porque, luego de la retirada unilateral israelí de la Franja de Gaza en 2005, el ensayo de supuesto autogobierno de las dos palestinas (enfrentadas a muerte, literalmente) y un período de relativa estabilidad, al punto tal que Israel había hecho significativos avances diplomáticos con otros Estados de la región, enmarcados en los llamados “Acuerdo de Abraham”, que otorgan el reconocimiento del Estado israelí, ya suscritos con Emiratos, Omán, Báhrein y Marruecos, y en vías de firmarse nada menos que con Arabia Saudí, el 7-O mandó todo al garete.
Tanto lo hizo que un progromo como el mundo no había visto y oído, filmado en vivo y directo por la horda criminal palestina (sí, palestina, no de Hamás, porque allí hubo “civiles”, muchos civiles, si tal cosa existiera) apenas causó una tibia indignación en el mundo Occidental, que duró menos de una semana, lo necesario para Israel anunciara que los rehenes debían volver a casa, al costo que fuera. Del mundo islamista, fue una suerte de revival del 11-S de 2001, con los festejos alborozados por el golpe propinado por los hijos de Allah a los cerdos infieles judíos.
Y tras ello, vimos cómo los rehenes pasaban a segundo, o tercer plano, y Pallywood auspiciado por Qatar y su Al-Jazeera, lanzaban una gigantesca operación mediática destinada a convertir, una guerra desatada por Gaza (sí, por Hamas, pero con los gazatíes de su lado) en un inmediato y dantesco genocidio por parte del estado opresor, las fuerzas de ocupación nazis del apartheid judío.
Una ensalada difícil de digerir pero que, previsiblemente, encendió la mecha para que en tiempo récord Occidente todo (o casi todo) se despojara del casi aséptico antisionismo, por el más rancio antisemitismo, judeofobia pura y dura, que dura y se consolida hasta hoy.
Ahora mismo, el payasesco gobierno demócrata del senil Biden -con la larga sombra del Nobel Barack Hussein Obama detrás suyo), anuncia un supuesto acuerdo que pone, literalmente, a Israel de rodillas y condena a los rehenes que pudieran quedar con vida al más cruel olvido.
O sea que, hoy día Israel está absoluta y totalmente solo, aislado políticamente, y con aliados que ya no lo son, hijos de sus propias agendas electorales.
Es fácil deducir que, si tal situación se mantiene e impone, la independencia del Estado israelí está severamente cuestionada, y cuesta suponer cómo podría revertir tal estado de cosas.
Siendo así, uno puede pensar legítimamente, que, siendo exitoso, el proyecto israelí en tierras de Oriente Próximo ha fracasado, y es menester sacar los pies del plato y pensar en soluciones alternativas.
Es lo que hicieron sus ilustres antecesores, desde Hertzl, pasando por Ben Gurión y Golda Meir.
Mi propia utopía: la Federación Uruguayo-Israelí
En la guerra contra Hamás, en el plano estrictamente militar, Israel ya ganó o la ganará, aunque resta por verse el saldo en costo humano, no solamente de efectivos militares perdidos, sino, sobre todo, respecto de cuántos rehenes efectivamente se pueden recuperar. Las señales no son halagüeñas, precisamente.
Tan claro como esto, es la derrota política. Es apabullante el solo recuento de elementos por los cuales no hay otra conclusión posible.
Relacionado con este aspecto, el más importante para nación tan pequeña y encerrada entre enemigos jurados dispuestos a inmolarse para hacerlos desaparecer, convendría pensar que como lo muestra la historia de estas siete décadas, toda victoria -militar- tiende a ser provisoria y transitoria, toda derrota -política- tiende a perpetuarse en el tiempo.
La orgullosa, y con razón, nación hebrea ¿estará dispuesta a asumir que la convivencia con árabes y musulmanes en ese territorio es y será siempre imposible?
Porque lo que Hamás ha hecho, mal que nos pese, es mucho más que mostrar de manera obscena su aquelarre de violencia demencial, más que atacar a diario a objetivos civiles en Israel con cohetes que no se acaban nunca. Hizo más que mofarse del mundo entero, incluso de sus agencias cómplices, mostrando al planeta entero su verdadera cara, sin que nada de ello importe porque enfrente tienen al ente sionista y opresor, causante de su auto percibido genocidio y apartheid.
En tales circunstancias, Israel podrá pensar en imponerse por las armas, en buscar retomar los “Acuerdos de Abraham”, y hasta buscar que un gobierno “moderado” -ya libre de Netanyahus– pueda apaciguar a la bestia islamista.
No será así. Pasarán décadas tal vez, pero una y otra vez, volveremos al principio.
Volver al principio, y asumir que la situación de los judíos en la diáspora, como eternos ciudadanos de segunda, encerrados en guetos o en camino a ellos, amenazados de un nuevo progromo cada vez, se repetiría una y otra vez, es lo que pensaron Hertzl y quienes, como él, desde el Consejo Sionista Mundial asumieron esa realidad, como paso previo a buscar una solución diferente, por loca que esta sonara para la época.
Cuánta razón les asistía, a la luz del horror que vivirían unas décadas después, horror que terminó por convencer a los dubitativos que la solución era una patria propia.
Este es el punto donde nuestra América del Sur se vuelve casi la única alternativa de buscar esa patria propia lejos del conflicto eterno, volviendo a ser esta tierra -joven en tiempos históricos- la tierra de promisión.
Israel cuenta hoy, como territorio propio apenas un poquito más que la superficie de los departamentos de Rocha y Treinta y Tres juntos. Mientras que estos, son de los más despoblados del país -en un país despoblado de por sí- con apenas entre 5 y 7 habitantes por km2, en tanto Israel concentra algo más de 430 habitantes por km2.
Entre ambos aportan al PBI uruguayo (71 mil millones de dólares anuales) un modesto 3,1%, que se convierte en 0,4% respecto del PBI israelí de 525 mil millones de dólares en el mismo año.
Para ponerlo en términos sencillos: Uruguay tiene todo lo que Israel necesitaría, e Israel posee todo lo que Uruguay precisa con urgencia.
Este país, hundido en el marasmo del quietismo producto del más rancio conservadurismo, camina hacia su lenta pero inexorable extinción.
¿Nos atreveremos a soñar como lo hicieron los pioneros hace dos siglos atrás?