Miguel Henrique Otero
Quiero comenzar este artículo volviendo a cómo estaban las cosas para la oposición democrática venezolana hacia finales de 2022. Recuerdo con nitidez haber leído los informes de cuatro o cinco encuestas, que coincidían en la fuerte asociación que había en ese momento, entre desesperanza y oposición democrática. El pensamiento de “no hay nada que hacer ante la dictadura” predominaba entre quienes aspiraban a un cambio. De hecho, el régimen sentía que tenía el campo despejado, sin amenaza alguna para su continuidad.
Pero a partir de enero de 2023, una vez que el debate sobre la elección presidencial de 2024 se fijó en el horizonte, las expectativas comenzaron a cambiar de modo paulatino, a pesar del poderoso golpe al ánimo de los demócratas que significó el inicio del exilio de Juan Guaidó Márquez, en abril de 2023. Fue entonces cuando la tesis de las elecciones primarias, que tenía más de dos años en debate (a pesar de los empeños de algunos por imponer la tesis del candidato de consenso), adquirió forma creciente, hasta que la misma se realizó, con éxito sorpresivo para todos, el 22 de octubre, con el resultado que ya conocemos: María Corina Machado no sólo arrasó con el resto de los candidatos, también con las trampas en forma de candidaturas alacranes y con los que aspiraban a ser ungidos como candidatos por consenso.
Tengo que recordar que el régimen hizo uso del más diverso arsenal, ilegal y arbitrario, para impedir las primarias. Disfrazó a maduristas como opositores; eliminó partidos de la contienda; inhabilitó el uso de ciertas tarjetas; ejecutó un plan de amedrentamiento y chantaje dirigido a los miembros de las juntas regionales del Consejo Nacional Electoral y también a los responsables regionales de las primarias. De hecho, lograron que algunas de estas personas renunciaran a los compromisos que habían adquirido. Simultáneamente, se desató una campaña de desinformación y de persecución de dirigentes. Cuando se revisan los archivos hemerográficos, previos al 22 de octubre, las sorpresas abundan. Por ejemplo, aparecen las declaraciones de los alacranes pronunciándose a favor de un plan B, es decir, abandonar la ruta de las primarias y designar un posible candidato unitario, desde la cúpula de los partidos. El objetivo era evitar la movilización electoral de los ciudadanos opositores.
Lo que ocurrió después del 22 de octubre es conocido, aunque tendemos a olvidarlo. Alrededor de marzo de 2024, el régimen entendió que la derrota era el escenario más probable, y eso hizo patente su desesperación. Encendieron la máquina de fabricar expedientes, denunciaron conspiraciones, eliminaron tarjetas y hasta impidieron que la profesora Corina Yoris fuese candidata presidencial. Así se llegó a Edmundo González Urrutia como el candidato-solución. En un ambiente de enormes complejidades y dificultades reales para votar, bajo amenazas y con el Consejo Nacional Electoral absolutamente tomado por representantes de Maduro, la voluntad popular resultó abrumadora e inequívoca: entre 7 y 8 de cada 10 electores votaron a favor de Edmundo González Urrutia.
Cuando Elvis Amoroso declaró ganador a Maduro, contrariando todas las evidencias que lo desmentían, sin sustentar sus afirmaciones con el fundamento de las actas, presentando unas cifras absurdas y chuscas, cometió el más descarado y flagrante delito electoral del que haya noticia. Se declaró ganador ante la mayoría de los ciudadanos venezolanos, y también ante la comunidad internacional, que siguió el proceso electoral minuto a minuto, a través de los más diversos mecanismos de seguimiento.
Y así hemos llegado hasta aquí, con un régimen cada vez más aislado; con un presidente electo y legítimo en el exilio; y con un activismo político-diplomático en curso, según el cual, en este período -posterior al 28 de julio de 2024 y anterior al 10 de enero de 2025- estaría en proceso una negociación para que Maduro entregue el poder en términos pacíficos, a cambio de impunidad e inmunidad para él y su familia, de modo que González Urrutia asuma la Presidencia de la República a partir de esa fecha. A ese objetivo están dirigidos esfuerzos múltiples, coordinados o no, que incluyen también iniciativas de carácter legal.
Si esa múltiple presión sobre el usurpador Maduro y sobre la dictadura que encabeza producirá o no el resultado que se espera de ella, es ahora mismo el principal asunto que ocupa a los expertos analistas, a los políticos de oficio, a los organismos de inteligencia de numerosos países y también a las empresas que harían inversiones en Venezuela, si se produce el cambio político ordenado por los votantes el 28 de julio.
Sin embargo, hay una pregunta que no puede eludirse: ¿Y si Maduro ya decidió que no entregará el poder como anuncian varios de sus voceros? ¿Y si Maduro ha escogido ya la vía de la violencia total sobre la sociedad venezolana? ¿Y si su objetivo es mantenerse en el poder, a pesar de que su condición de usurpador es inocultable?
Pregunto: Y si Maduro insistiera en desconocer los resultados electorales, con lo cual cerraría la posibilidad de producir un cambio por la vía electoral, ¿a qué destino se empujaría a la sociedad venezolana? ¿Es que Maduro quiere promover la violencia para justificar las más brutales prácticas de represión y tortura? ¿Acaso se propone que, tras la voluntad de cambio expresada el 28 de julio, la sociedad se someta a su fraude en silencio y sin mover un dedo, imponiendo un estado de violencia total e ilimitada?