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Contraviento

El “Síndrome de falsa oposición” y las democracias administradas

2 diciembre, 2024

“El que engaña, gana” (La política de la Eternidad, Timothy Snyder en “El camino hacia la no libertad)

 

El Uruguay es un país lento, a veces, se diría cansino. Los trenes circulan a 15 kilómetros por hora. Lo que en otros lugares se construye en una semana, aquí nos tomamos un mes, o meses, y un expediente puede sobrevivir a varias administraciones y jerarcas. Para todo hay tiempo. El piano, piano, se va lontano de los inmigrantes italianos parece habernos permeado para siempre.

Digo esto porque, tras los resultados electorales, con tantos muertos en los roperos que empiezan a oler feo, el, así llamado “sistema político” parece dispuesto a tomarse todo el tiempo del mundo para proceder con las autopsias, los velatorios y las cremaciones.

Ese torpor que parece hacerse apoderado de las huestes derrotadas nos permite, sin embargo, detectar las primeras señales y atisbos de lo que, podría ser en el futuro, las distintas posiciones políticas en pugna.

Esa lentitud, sin embargo, para el articulista deviene en ventaja, porque le permite avizorar el porvenir con bastante razonabilidad, a partir de las piedrecitas que los Pulgarcitos han ido dejando esta semana analizándolas con el pasado, el de cabotaje al que somos tan afectos, pero, sobre todo, el del mundo que nos rodea, a menudo nos ignora, pero, inevitablemente, nos influencia y termina moldeando.

La democracia soberana y administrada, o tutelada

 

Para saber de qué hablamos cuando hablamos de democracia soberana y democracia administrada (o tutelada) propongo al amable lector nos acompañe hasta la Gran Rusia, un cuarto de siglo atrás, 1999 más o menos.

Allí se está produciendo un cambio que, como el de una década antes con la caída de la URSS, estaría llamado a marcar el cuarto de siglo siguiente, hasta hoy mismo: la llegada al poder de un tal Vladimir Putin.

Ese año, Borís Yeltsin, el hombre que parado encima de un tanque había conjurado un golpe de estado llamado a restaurar la Unión Soviética, ponía fin a su ciclo de apertura democrática y salvaje asalto sobre la propiedad. La inmensidad de recursos rusos que eran de todos, pero eran de nadie, de pronto, en una década, había fabricado la más grande concentración de oligarcas mega-millonarios por kilómetro cuadrado del mundo. Yeltsin y familia incluidos como es obvio.

Consumido por el vodka y la corrupción, el dedo de Yeltsin oscilaba entre dos candidatos a sucederle.

Por un lado, su ex Viceprimer Ministro, y anteriormente exitoso y -milagro donde los haya- insospechado Gobernador del óblast de Nizni Nóvgorod, el joven, liberal y brillante físico Borís Nemtsov.

Y por el otro, un oscuro ex agente de la KGB, por años cuasi desterrado en la Alemania Oriental, que desde la periferia de su natal San Petersburgo -y sus legendarias bandas en donde supo aliarse con el tenebroso Yevgueni Prigozhin- tras su salida del FSB como Teniente Coronel, aterrizó en la Administración petersburguesa como Secretario del Gobernador. En plena crisis, le fue encargada la misión de proveer de alimentos a la enorme ciudad, recurriendo para ello a sus contactos alemanes transfronterizos, o sea, con el cargo de contrabandista oficial. De allí, a Moscú, donde Yeltsin lo enroló en su materia: Director del FSB. En agosto de 1999, ya fungía como Primer Ministro, o sea, el segundo al mando.

 

Y el dedo, cayó sobre Putin.

Con Putin en el poder, aparece un personaje que es clave en la ideación y arquitectura del concepto mismo de democracia soberana y administrada: Vladislav Surkov.

Nacido entre 1962 o 1964, dizque ruso, no obstante, diversas fuentes afirman que nació en Chechenia, y ello explicaría su estrecha relación con el actual mandamás checheno, Ramzan Kadyrov, nuestro Monge Negro se hizo habitante del Kremlin junto a Vladimir.

Desde 1999 hasta 2011 ejerció un cargo muy cercano a Putin, como uno de sus asesores principales, y a partir de ese año en Asesor Personal del Zar para los asuntos de Abjasia, Osetia del Sur (en Georgia) y Ucrania.

Poseedor de una maestría en Economía, quienes han investigado su misteriosa trayectoria (como Adam Curtis de la BBC), le sitúan como influyente escritor -que con seudónimo que el Kremlin ha negado- cultiva el género distópico, y también el teatro y la puesta en escena, especialmente en la creación de personajes y situaciones que cabalgan entre realidad y ficción. Exactamente como lo que vino a crear -según lo desarrolla en su novela “El mago del Kremlin” el ensayista político ítalo-suizo Giuliano Da Empoli, que ha estudiado a fondo a Surkov- éste ha conseguido transformar la ficción en ideas concretas, y luego a éstas en realidades.

Sucedió así con su idea acerca de que <no existe Ucrania, sino la “ucraneidad”, un sentimiento que nunca fue nación> que, incorporada por el putinismo a su corpus ideológico, ha sido el mantra en el cual basó la invasión de Ucrania desde 2012. Es de su autoría la idea que define al mundo ruso como todo lugar donde haya un ruso, se hable ruso, se mantengan los “valores rusos” lo que sirvió a Alexander Duguin para desarrollar su doctrina eurasiática adoptada por Putin para justificar el neoimperialismo ruso que busca a la URSS -libre de comunismo- a las fronteras de 1991 y avanzar hacia el occidente europeo.

Con todo esto, sin embargo, el principal aporte de Surkov al putinismo que sostiene al autócrata desde hace 25 años en el poder absoluto, es su revolucionaria concepción política de la democracia y sus dos ideas fuerza, complementarias y confluyentes: la democracia soberana y la democracia administrada. Bajo esta doctrina, por la primera se desarrolla el concepto de que concierne únicamente a la “nación rusa” determinar las condiciones de su democracia, para preservar sus valores de influencias y ataques externos. Por la segunda, la democracia administrada permite que, manteniendo instituciones democráticas formales, el poder se mantiene centralizado manteniendo la continuidad de un liderazgo.

En un proceso continuo que abarcó más de una década, la mano de Surkov aprovechó cada crisis para avanzar un poco más en el proyecto de concentración de poder, mientras mantenía la cáscara de instituciones formales, con la idea que los rusos tengan la sensación de que viven en un país democrático, bajo las certezas que les otorga un Zar fuerte que ellos mismos eligen. Hay oposición sí, la que el autócrata permite, que no podrá aspirar sino a una porción menor de bancas en la Duma, sin acceso a prensa ni autorización para mítines y, mucho menos financiación, so pena de ser calificados de enemigos del pueblo con la consabida pena de cárcel, cuando menos, que de accidentes está llena la vida política rusa.

¿Cuánto hay de ello en el proceso autocrático venezolano?

Iniciada casi en el mismo tiempo que la de Putin, la llegada al poder del ex golpista Coronel Hugo Chávez y el proceso subsiguiente guarda no pocas similitudes y probables conexiones, así como parecidos resultados.

Finalizando la tumultuosa década de los 90, que casi se había iniciado con el fracasado golpe chavista del 92, en el proceso electoral de 1998 -tras un indulto del octogenario presidente Caldera, símbolo de todo lo que Chávez iba a enterrar en una democracia que había resistido toda la ola golpista- surge victorioso el Coronel.

Allá había caído la URSS. Acá, era la República la que caía. Allá, los rusos ratificaban en las urnas el dedazo de Yeltsin, eligiendo a Putin como presidente. Acá, los venezolanos elegían por el voto al militar que 6 años antes se había pretendido erigir en redentor de la patria.

Allá Putin se reelegía y probaba fuerzas, acumulando poder, hasta que en 2012 da el definitivo zarpazo volviendo presidente con intenciones vitalicias, y todo el poder en sus manos. Acá, un año antes, el Golpe se lo daba a Chávez un cáncer. No obstante, ya moribundo, en 2013 logró reelegirse.

Aún si consideramos que el proceso liderado por Chávez, en los que en 14 años se produjeron 8 instancias electorales, de las cuales perdió solamente una -la del Referéndum constitucional de 2007, que repitió 2 años después- siempre ganó con un porcentaje cercano al 60% del electorado, poco más o menos, lo que dejaba claro que a pesar del creciente cerco de poder y mediático, había una oposición real que intentaba disputarle el poder y que, cuando menos, representaba un 40% de la población.

En los casi 2 años que transcurrieron desde que se supo de la enfermedad de Chávez, y que este fuera a Cuba para tratarse con los mejores médicos del mundo bajo la supervisión de su “padre político” Fidel, hasta Abril de 2013 que se impone Maduro –el delfín designado por Chávez, con la anuencia papal del Sumo Pontífice Castro- la injerencia cubana en Venezuela llegó a extremos poco imaginables. Tanto así que, en un período en que Chávez tanto podría estar vivo como muerto, “gobernaba” desde La Habana.

Teniendo en cuenta la enorme presencia rusa en Cuba, y de ambos en Caracas, cuesta no pensar en cuánto pudo incidir la línea Surkov en el proceso que se inició esa misma noche en la que Maduro, sí o sí, necesitaba imponerse al candidato único de la MUD Henrique Capriles.

Todo, hasta el mismo día de las elecciones y tras el cierre de las mesas, indicaba que quien había convocado multitudes, Capriles y la Mesa de Unidad, se alzaría con el triunfo. Sin embargo, esas horas posteriores se produjo un tsunami de hechos que ponían a Venezuela al borde de un estallido, tras un largo apagón que hizo caer los sistemas cuando los conteos daban al opositor una clara ventaja.

Cuando se restablecieron los sistemas, la tendencia se había revertido y, en recordadas palabras de la jefa del TSE Tibisay Lucena -la espada de Bolívar en materia electoral- era irreversible: el presidente electo era Nicolás Maduro Moros con el 50,62% de los votos, contra un 49,12% de su contendor.  Sí, con los tanques y todos los militares y milicias en la calle certificando el resultado, ese 1,50% de los votos era irreversible.

Como irreversible fue todo lo que siguió. El tan misterioso como ominoso silencio de Capriles y su virtual desaparición de la escena pública y política.

Desde entonces hubo Leopoldo López, Freddy Guevara, Antonio Ledezma, Juan Gaidó, y todos terminaron inhabilitados, o presos o exiliados. Acá, como allá en Moscú.

En todo ese período, al igual que en Rusia, en Venezuela se sucedieron diferentes actores políticos que aparecían como opositores y terminaban negociando, cuando el régimen lo necesitaba para aflojar presiones, algún vago proceso más o menos democrático. Y los que no, al Helicoide o al Aeropuerto. Como en Moscú.

En esa década, cuando todavía el petróleo venezolano actuaba de lubricante para impedir ser tildado de dictadura abierta, siguió con su teatro de democracia administrada valiéndose de una oposición funcional a sus intereses.

Hasta el reciente último proceso electoral en el que, insólitamente, el régimen intentó renovar el fraude, aunque tan huérfano de apoyo que adquiría proporciones bíblicas, quizás confiado en que tenía todos los resortes del poder en sus manos, no solamente perdió de manera estrepitosa, sino que, además, la oposición consiguió lo que parecía imposible: demostrar el intento de fraude. Es que ahora, quien lideraba, María Corina Machado había sido y seguía siendo inquebrantable e insobornable. Al igual que en Rusia con Alexéi Navalny, aunque aquél, preso, torturado y muerto en prisión.

Argentina bien podría ser otro ejemplo de democracia administrada, en especial a partir de la llegada de los Kirchner al poder, pero para eso precisaríamos de otra columna entera. ¿Quién no entrado a Palacio por la puerta de la oposición, y al cabo de un rato, ha salido por la del oficialismo?

Uruguay, su democracia plena, y, sin embargo, tantas señales

Los analistas políticos y electorales, sobre todo del exterior, suelen interpretar las realidades políticas a partir de señales, como de antiguo solían hacerlo los kremlinólogos y los sinólogos extrayendo conclusiones a partir de dónde se sentaba quién o la falta de cual dirigente.

En Uruguay, todavía se preservan la mayoría de los modos republicanos, con sus más y sus menos, según quién y cuándo. Sutilezas ésas, que los analistas no siempre logran detectar.

Del proceso culminado el pasado domingo, se destacó que cuando aún la Corte Electoral no había definido una tendencia irreversible, una hora después del comienzo de los escrutinios y con las consultoras privadas, dando todas ganador al candidato opositor por un margen mayor al 2%, el candidato del gobierno y el propio presidente, no dudaron en llamar al entonces, presunto presidente electo, para felicitarle y ponerse a las órdenes para iniciar la transición.

Igual actitud tuvieron diversos dirigentes de primera línea de los partidos integrantes de la Coalición Republicana, posteando tuits con las felicitaciones del caso, reconociendo el triunfo opositor que las buenas costumbres indican. Pero no sólo eso, sino que, en su mayoría expresaban su disposición a colaborar con las autoridades electas en aquellas cosas que “fueren buenas para el país”.

A los que tenemos muchas elecciones encima, nos pareció como un poco apresurado, y hasta si se quiere extemporáneo, manifestar tanta gratuita disposición toda vez que, ni siquiera, el ganador se había expresado en cuanto a sus intenciones. Unas pocas horas bastaron para justificar nuestros resquemores.

Este ambiente más o menos generalizado de disposición a desinteresadas colaboraciones patrióticas se vió reforzado con algunos anuncios de dirigentes de sectores derrotados de negociar posibles apoyos expresos, que se expresarían en votos en la Cámara de Representantes, precisamente allí donde el nuevo Gobierno necesita 2 votos para conformar una mayoría.

Pasados dos días desde esa noche, publicamos en Contraviento una columna ( https://contraviento.uy/2024/11/27/el-precio-de-los-buenos-modales-culpa-de-los-girondinos/ ) en la que, precisamente aludíamos a una actitud generalizada del entonces oficialismo, respecto de una oposición de izquierdas, que desde el día uno se propuso impedir toda labor de gobierno.

Durante esos 5 años, pero en particular en los 2 últimos, era recurrente desde los partidarios, activistas o simples ciudadanos que habían apoyado el gobierno, su manifiesta molestia con lo que se percibía como una presunta tibieza en el tratamiento de los casos de presunta corrupción -o más que presunta en varios de ellos- del gobierno anterior.

En todo ese tiempo fuimos madurando la convicción que el gobierno no había hecho más porque simplemente no podía, o bien por falta de apoyos internos, o bien porque el poder había seguido estando en las mismas manos. Vale decir que, perdidas las elecciones de 2019, la izquierda aceptó entregar el gobierno -una suerte de comodato por cinco años- pero no el poder que, inclusive con la complicidad de la entonces oposición (los casos más claros son los de la votación de la Ley de Fiscalía General y la posterior venia del Dr. Jorge Díaz, notorio “simpatizante” del Partido Comunista, como Fiscal de Corte) había ido construyendo durante los quince años de ejercicio de gobierno ininterrumpidos.

A esa acumulación de poder, no fue ajena tampoco el copamiento de los medios por parte de operadores de la izquierda, desplazando muchas veces a los que se mantenían imparciales o tenían otras sensibilidades. Como resultado lógico de ambas circunstancias, más otras un poco más sutiles, durante todo el período un verdadero cordón sanitario mediático en torno a los dirigentes de izquierda sospechados o acusados -recuérdese que una operadora televisiva de primera línea fue convocada para ocupar una banca en el Senado en lugar de un candidato imputado al que ese mismo medio, y todos los demás, había protegido hasta el día anterior.

Entonces, recordé aquél Primero de Marzo de 2020, cuando el presidente saliente Dr. Tabaré Vázquez, mientras le colocaba en Plaza Independencia, la Banda Presidencial al Dr. Luis Lacalle Pou, sonrisa y aplauso mediante, le susurraba unas palabras que, a mí, me parecieron siempre, decían “disfrute Presidente, disfrute estos cinco de gobierno, porque el poder nos lo quedamos y volveremos a por él”.

Y, al final, ¿qué?

 

Llegado a este punto, solamente tengo una o unas preguntas, para las que carezco de respuesta:

¿El Uruguay, puede estar gestando, o tenerla ya sin que lo sepamos, una democracia administrada o tutelada? ¿Estaremos gestando un “síndrome de falsa oposición”?

De ser así, ni tutores ni tutelados lo reconocerán. Es que, si así fuere, se estaría gestando lo que Snyder llama “la política de la eternidad” donde los rituales y una liturgia de apariencia democrática, están destinados a preservar in aeternum el poder en manos de un autócrata, o de un Partido (el PRI mexicano, por ejemplo) o una casta que, periódicamente, cambia de vestidos y modales, para perpetuar el gatopardismo de que todo siga como está, con la ominosa sombra del despotismo planeando sobre nuestras cabezas.

Será tarea nuestra, ciudadanos ahora en la oposición, con o sin partido, pero comprometidos con la vigencia plena de los roles democráticos, vigilar y exigir que el gobierno gobierne y la oposición haga oposición. Sin dobleces ni ambages, dentro de la Constitución, pero sin dobleces.

Es lo menos que la República puede esperar de sus hijos.