La noticia del golpe de estado en Uruguay fue, naturalmente, objeto de atención internacional. Veamos entonces la crónica que al respecto publicara la revista mexicana Tiempo, el 26 de febrero, de su corresponsal en Montevideo, Graziano Paascale.
EL GOLPE DE FEBRERO
En la fría noche montevideana del 13 de febrero, una voz pausada y monótona anunciaba por la cadena nacional de radioemisoras en poder de los grupos militares insurrectos que: “ante la concordancia de intenciones a que se llegara con el Poder Ejecutivo, y según la cual podrán alcanzarse las metas propuestas oportunamente por los altos mandos de las Fuerzas Armadas, entienden que es su deber informar a la opinión pública que las operaciones militares desarrolladas en los días precedentes, y que fueron motivadas por los sucesos de público conocimiento, han llegado a un término feliz..”.
Los uruguayos volvían a respirar tranquilos: las instituciones democráticas habían salvado su anémica vida, y el Presidente de la República seguía siendo el que había sido electo por voto popular el 28 de noviembre de 1971.
Durante 120 horas el Uruguay se debatió entre el golpe de estado y la continuación del régimen constitucional. Desde hacía 40 años, la atribulada nación sudamericana no vivía dilemas de este género. Es que todo hacía suponer que el 31 de marzo de 1933, con el golpe de estado del presidente Gabriel Terra, del Partido Colorado, dejaba para siempre las funestas experiencias dictatoriales. En rigor, nunca como ahora las Fuerzas Armadas uruguayas, de tradición civilista, había hecho sentir su voz y su opinión sobre los problemas que han derivado en la peor crisis económica y moral de que se tenga memoria en el país. Ahora, con la firma de un acuerdo entre el gobierno del presidente Bordaberry y la Junta de Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas (epílogo de una crisis que mantuvo en vilo a todo el país), parece abrirse una nueva etapa en la vida del Uruguay.
La crisis había estallado el 8 de febrero. Efectivos del Ejército y la Fuerza Aérea se lanzaban a las calles de Montevideo, la capital del país, en un planificado operativo militar. Sólo la Armada, en un primer momento, se mantuvo leal al gobierno de Bordaberry, aunque después, ante la presión ejercida por la oficialidad joven, también se plegó al bando de los insurrectos. En pocas horas, éstos tenían la situación dominada. Sólo faltaba para consumar el golpe de estado, desalojar al presidente Bordaberry de la Casa de Gobierno. Sin embargo, ese paso decisivo, de fácil concreción para los insurrectos ya que dominaban toda la situación, no se verificó. Aún hoy, varios días después, los observadores tratar de desentrañar este misterio. Tal parece que el objetivo final no era tomar el poder en forma directa, sino buscar la participación institucional de las Fuerzas Armadas en el gobierno del país, algo que no está previsto en la Constitución.
Estalla la crisis
El pleito entre el poder político y el poder militar se venía dirimiendo hacía varios meses en el Uruguay. La definición al mismo se aguardaba con expectativa, y nadie descartaba la posibilidad de un movimiento militar para derrocar al gobierno. La debilidad política del presidente Bordaberry, que sólo cuenta con un frágil apoyo parlamentario, fruto de un acuerdo con la minoría del opositor Partido Nacional, hacía más fácil aún el golpe de estado, incluso en la hipótesis de convocar a elecciones anticipadas.
La negociación por la cartera de Defensa Nacional permitió destrabar el conflicto. A lo largo de los once meses del gobierno de Bordaberry, se habían sucedido al frente de ese ministerio, del que dependen las Fuerzas Armadas, cuatro ministros. La designación del médico Walter Ravenna, que hasta entonces se desempeñaba como Ministro del Interior, fue el factor que permitió superar la crisis.
Antes de Ravenna, se habían sucedido al frente del Ministerio de Defensa los abogados Augusto Legnani y Armando Malet, y los generales Olegario Magnani y Antonio Francese. La designación de este último, un general retirado del Ejército, de reconocida vocación legalista, fue el detonante de la crisis que llevó al Uruguay al borde del golpe de estado.
La autoridad de Francese, quien apenas pudo mantenerse en el cargo 48 horas, fue desconocida por los mandos militares, que aconsejaron al presidente Bordaberry su relevo. En un primer momento éste se resistió, pero luego cedió a la presión militar cuando los rebeldes se lanzaron a las calles. A partir de ese momento se sucedieron gestiones entre emisarios del gobierno y de los militares insurrectos, que culminaron con el cese del ministro Francese, por no interpretar “la nueva filosofía de las Fuerzas Armadas”, y la designación de Ravenna.
La marina leal a Bordaberry
Cuando áun faltaba una hora para el comienzo del 9 de febrero, los militares insurrectos ya controlaban puntos estratégicos de Montevideo. La Marina también se volcó a las calles, pero para defender al gobierno constitucional. Sus efectivos fueron apostados de tal modo que la zona portuaria, conocida como “Ciudad Vieja”, centro comercial y financiero del país, resultara inaccesible para los rebeldes. Así se mantuvo, aislada del resto del país, por espacio de 24 horas. Grandes barricadas con camiones y autobuses se levantaron a lo largo del perímetro que la separa del resto de la ciudad, al tiempo que marinos fuertemente armados prohibían la entrada y la salida de la zona.
La resistencia se quebró cuando algunas unidades de la Armada se plegaron al movimiento encabezado por el Ejército, lo cual derivó en el relevo del Comandante en Jefe, el Contralmirante Juan José Zorrilla.
El movimiento de tropas y de tanques por todo Montevideo era incesante, pero eso no impidió que las actividades habituales de los habitantes se siguieran desarrollando normalmente. La ciudad observaba todo con una mezcla de indiferencia y desinterés. Apenas unas 300 personas se congregaron en la céntrica Plaza Independencia, frente a la Casa de Gobierno, para expresar su respaldo al presidente Juan María Bordaberry.
El nombramiento del general Francese como Ministro de Defensa Nacional fue la última carta que jugó Bordaberry para frenar el avance militar. La primera medida dispuesta por Francese fue el cese del general César Martínez, Comandante en Jefe del Ejército, sindicado como uno de los líderes del bando golpista. En cambio su par de la Fuerza Aérea, el brigadier José Pérez Caldas, resistió la destitución y permaneció en el cargo.
El plan de gobierno de los militares
En reemplazo del general Martínez, Francese designó al general José Verocay, pero su nombramiento fue resistido por los insurrectos. La crisis estaba en marcha.
En la madrugada del viernes 9 de febrero, ya con la cadena de emisoras de radio y televisión en su poder, los militares sublevados recorrían las redacciones de los diarios para seguir de cerca la cobertura periodística de los acontecimientos. Así, pudieron comprobar que los matutinos “El Popular” (órgano del Partido Comunista) y “Ahora”, de tendencia democristiana, ambos voceros de la coalición izquierdista Frente Amplio, daban su apoyo al programa de gobierno contenido en uno de los comunicados emitido por el Comando de las Fuerzas Conjuntas policiales y militares en operaciones.
En un extenso y detallado documento, los rebeldes proponían un programa de gobierno vago y amplio, que incluía la eliminación de la “opresiva deuda externa”, la reorganización del servicio diplomático, la creación de fuentes de trabajo, la erradicación del desempleo, la racionalización de la administración pública, la redistribución de la tierra, el combate a los monopolios, el apoyo crediticio a las actividades productivas, la lucha contra la evasión fiscal y el fortalecimiento del poder adquisitivo de los salarios.
Entre sus postulados también incluyen la “consolidación de los ideales democrático.-republicanos”, como forma de “impedir el avance de las ideologías marxista-leninistas, incompatibles con nuestro tradicional estilo de vida”.
¿Tendencia peruanista?
Las características del programa anunciado hicieron pensar a muchos observadores que se estaba ante la presencia de un movimiento militar de corte nacionalista, similar al que gobierno al Perú. A este respecto, sin embargo, las opiniones están divididas. Por un lado están quienes opinan que el movimiento militar tiene una tendencia “nacionalista y anti-imperialista”, y por el otro quienes lo ven como un movimiento de corte derechista, basándose en el párrafo dedicado a impedir el avance del marxismo-leninismo, muy fuerte en los movimientos estudiantiles y sindicales.
Pese a estas dudas, la izquierda uruguaya, unida en el Frente Amplio fundado dos años atrás, se mostró dispuesta a apoyar el programa militar, exigiendo al mismo tiempo la renuncia del presidente Bordaberry, como paso previo a superar la crisis.
Sin embargo, Bordaberry logró conservar la Presidencia al cabo de extenuantes conversaciones que concluyeron con un acuerdo celebrado en la base “Boiso Lanza” de la Fuerza Aérea. El mismo incluye la creación del Consejo Nacional de Seguridad, que integrarán los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas y los Ministros del área económica, que será el canal institucional para la participación de los militares en el gobierno del país.
Los observadores estiman que la creación de ese nuevo organismo fue el precio que tuvo que pagar el poder civil para evitar un desenlace golpista. De todos modos, el nuevo equilibrio político alcanzado implica que los grandes lineamientos de la política gubernamental serán dictados por los jefes militares, sin pagar el precio de tener que clausurar el Parlamento.
Otro de los puntos del acuerdo establece la vuelta al país de algunos funcionarios diplomáticos, cuya moral y honestidad son seriamente cuestionadas por los militares. Se destacan los embajadores en Francia, Glauco Segovia, y en Perú, general César Borba. Ambos son acusados de haber realizado actos de corrupción cuando ocuparon cargos públicos en el país.
La crisis del poder
Las Fuerzas Armadas comenzaron a incidir en la vida del Uruguay cuando el gobierno del ex presidente Pacheco, actual embajador en España, confió la conducción de la lucha contra la guerrilla del Movimiento de Liberación Nacional (MLN, Tupamaros) a los mandos militares.
Fundado en 1962, el MLN alcanzó su momento de auge entre los años 1969 y 1970. En el último año de su mandato, 1971, Pacheco entregó el mando del combate al MLN a los militares. La práctica de torturas a los detenidos para obtener información se volvió moneda corriente, y en pocos meses toda la estructura del MLN se derrumbó, y sus principales líderes terminaron en prisión.
Pero el contacto de oficiales jóvenes con elementos guerrilleros fue acercando algunos puntos de vista, sobre todo en materia de denuncias sobre delitos económicos, que se convirtieron en un foco de interés para los militares luego de haber neutralizado la amenaza que representaba el movimiento guerrillero.
Todo hacía suponer, entonces, que los militares habían llegado a la escena política para permanecer en ella. Se vieron favorecidos, además, por la debilidad política de Bordaberry, elegido con el 22% del total de votos del electorado, aunque la ley electoral uruguaya permite a diversos candidatos presidenciales del mismo partido acumular votos en el conteo final. Eso determinó por estrecho margen la victoria del Partido Colorado, aunque para ello debieron sumarse los votos de fuertes adversarios internos, como el senador Amílcar Vasconcellos.
El derrotado candidato presidencial por el Partido Nacional, Wilson Ferreira Aldunate, que obtuvo el 25% del total de votos, pero no ganó la presidencia porque su partido fue aventajado por algo menos del 1%, adujo que se había cometido fraude, gracias a errores en el conteo de los votos, en un confuso escrutinio en el que se votaba además por un nuevo sistema, que finalmente no prosperó, que permitía la reelección del presidente saliente Pacheco Areco.
La nueva situación política abre una incógnita respecto del rumbo que tomarán los militares en el gobierno. Mientras la izquierda mira con optimismo algunos de sus postulados, el resto del espectro político abriga el temor de que la democracia uruguaya finalmente no pueda resistir el previsible embate de los militares contra el Parlamento.