Por Denise Aín
En estos últimos años, un día sí y otro también, los conflictos en el área de la educación han ido adquiriendo un tenor particular: en su mayoría han comenzado lógicamente con un reclamo (no importa para el caso si justo o no), pero derivado con frecuencia en claras violaciones a la laicidad.
Va de suyo que no me refiero a la laicidad en términos religiosos, sino a su acepción más amplia: aquella que sienta su bases en la unión de tres principios: la libertad de conciencia, la igualdad de trato entre ciudadanos y la defensa del bien común como fin último.
Desde la adhesión política explícita dentro de centros educativos con causas políticas (nacionales e internacionales), hasta el proselitismo respecto de determinados movimientos sociales, pasando por el uso de los recursos del Estado para militar causas político-partidarias, dejan a la luz cuánto de la laicidad se ha ido perdiendo en todos los niveles.
La ocupación de los liceos IAVA y Dámaso Antonio Larrañaga, la ocupación de UTU, las pintadas del local de magisterio, la doble negativa a investigar la violación a la laicidad en ocasión de una asamblea en facultad de Ciencias Económicas, son solo muy recientes ejemplos de una lista casi infinita.
Ahora bien: ¿Por qué como sociedad no terminamos (o comenzamos) por escandalizarnos?
Una respuesta posible podría ser la naturalización. Esta situación se ha venido dando desde hace décadas, a veces de manera paulatina, casi imperceptible, y otras a fuerza de profundos estertores, y la sociedad (o buena parte de ella) lo ha naturalizado. Me corrijo: lo ha ido naturalizando al punto de haber hecho de un valor superlativo, un contra valor.
Otra respuesta, más grave aún, está en la justificación. Quienes hemos ido siguiendo el desarrollo de estos conflictos hemos oído sobradamente expresiones del tipo: “No nos van a callar”, “Vamos a defender nuestra libertad para expresarnos”, “No admitimos el totalitarismo” frente al intento de las autoridades por hacer cumplir el principio de laicidad.
Libertad de conciencia y libertad de expresión
Quiero detenerme en esta fina línea que distingue la libertad de conciencia de la libertad de expresión. O en aquella que separa a la igualdad (en el trato entre todos los ciudadanos), del bien común.
En borrar esa línea para confundir y equiparar conceptos, o en su defecto, en plantearlos en términos de dicotomía, está a mi juicio la clave para desplazar la laicidad de ese lugar privilegiado del que nunca debiera correrse.
¿Quién en su sano juicio y en un Estado democrático puede estar en contra de la libertad de expresión? Sin embargo, resulta una obviedad que libertad de conciencia no es lo mismo que libertad de expresión, y que la libertad de expresión de unos, no debiera entrar en conflicto con la libertad de conciencia de otros.
Lo mismo sucede con la tan mentada idea de solidaridad, cuando se confunde con la de bien común.
La “trampa” en último término, está en hacer equivaler un concepto por otro, o en su defecto, aislarlos y ponderar uno por sobre otro.
La laicidad no sólo se sustenta sobre la base de la libertad de conciencia, la igualdad de trato y la defensa del bien común, sino que se trata de un trípode indivisible.
Es en ese sentido, que la idea de que la defensa de la libertad de expresión justifica relegar la laicidad, además de falsa, encierra un profundo contrasentido, porque es justamente de la laicidad que emana la libertad.
Si bien la laicidad es un concepto general del acto educativo, su respeto debe resguardar siempre las posibilidades de formar un criterio lo más libre posible en los educandos, considerando que en ellos, la influencia del docente es un influjo por demás poderoso habida cuenta de la asimetría del vínculo.