
por Denise Aín
Ana ya conocía ese Juzgado de Familia. No había estado allí una vez, ni dos, sino en todas aquellas ocasiones en las que, como pediatra, debió atestiguar frente al Juez situaciones de violencia doméstica de las que fueron objeto sus pacientes de la policlínica. Esas nunca eran situaciones felices, pero al menos, tenía el consuelo de que, tras la intervención judicial, esos niños y adolescentes apartados del agresor, o con el acompañamiento profesional necesario según el caso, estarían más protegidos.
Como si pasara frente a una serie de espejos de feria, esos que van deformando la imagen reflejada, así se deforma para Ana la imagen de ese Juzgado que creía conocer, ahora que se dispone a tramitar la Curatela Judicial de una de sus hijas, portadora de una de las llamadas “enfermedades raras”, que se traduce, en su caso, en la sumatoria de discapacidad física e intelectual severa.
Iba a aclarar que Ana inició voluntariamente el trámite de curatela, porque no es obligatorio hacerlo. Sin embargo, para el caso, el antónimo de “obligatorio” no es voluntario. ¿Acaso eligió que su hija tuviera tal grado de discapacidad? ¿Acaso tiene otra opción posible, si aspira velar por su derecho a la compra de vehículo para personas con discapacidad, por ejemplo? Se trataría de un auto a nombre de su hija, que por ley sólo pueden manejar dos personas (padre y madre) y sin el cual no podría asistir con su silla a un centro educativo, a consultas médicas o a donde sea que deba o quiera.
Los padres, los sospechosos
Ana y su hija ya se encuentran frente al Juez. Me corrijo: Ana versus su hija se encuentran frente al Juez, pues pasada la puerta del recinto, Ana (ahora la acusada), debe defenderse de su propia hija, a la que la justicia asignó un abogado defensor, que paradójicamente, por disposición del Estado debe costear (vaya a saber si en calidad de madre, o de futura curadora).
Cualquiera podría decir que todo se desarrolla dentro de lo esperable: la hija de Ana es una persona vulnerable y el Estado está allí presente para velar por su ella, como veló en su momento por aquellos pacientes, víctimas de violencia.
Sin embargo, desde su silla de ruedas, Clara mira la escena de la que participa sin llegar a interpretarla. El Juez la interpela con preguntas que, aunque básicas, no logra comprender y mucho menos responder. ¿Es lo mismo preguntarle “Cuántos años tenés? que “¿Cuál es tu edad? “. Quizá sea lo mismo, pero Clara sabe responder a lo primero, pero no a lo segundo. Su madre (la acusada) que usualmente la asiste y la interpreta para todas las cosas de la vida cotidiana, no tiene permitido contestar por ella, ni asistirla, y mucho menos asistir a Su Señoría en su fallido intento por comunicarse con Clara.
Dos psiquiatras evaluaron previamente que efectivamente se trata de una persona con discapacidad severa, sin embargo, ello no bastó para liberar a Ana en el mismo acto, de la sospecha implícita de estar atribuyendo a su hija una discapacidad que quizá no tenga, y que, entre ambas, estuvieran simulando. Así de perverso es el sistema.
Desde hace más de dos décadas, casi que para todo concepto el Estado parece empeñado en recordarle a Ana la situación de discapacidad severa de su hija, pero ahora, le exige probarla.
Para que se entienda: la misma persona que por su condición recibe del Estado desde siempre y de por vida una pensión por discapacidad, ahora es sometida a probar su condición frente al Juez.
Utilizo ex profeso el verbo “someter”, porque en ese mismo acto de querer proteger, el Estado no hace sino violentar, exponiendo innecesariamente, una y otra vez a la persona y su familia a vivir y revivir situaciones de por sí dolorosas, con el agregado de ponerlos bajo la lupa de la sospecha.
La visita
Ana está trabajando en la policlínica, en un día habitual. Lo de “habitual” es un eufemismo, porque no sabría calificar la irrupción de una llamada a su celular en la que una voz femenina se presenta diciendo: “Buenos días. Le habla la Dra. X, abogada defensora de Clara, para informarle que X día tendré que visitarla en su domicilio”.
Esto ocurrió antes del juicio, cuando Ana aún desconocía ser sospechosa, y que a su hija se le hubiera asignado una abogada defensora (de ella), pero lo cierto es que nuevamente el Estado, cuidando esmeradamente de aquellos más vulnerables, se apersonó a chequear las condiciones en las que Clara era cuidada.
Inspeccionó su dormitorio, sus juegos, sus adornos, los espacios comunes de la casa, y hasta su ropa.
Todo en orden. Nada que a priori genere sospechas como para denegar la curatela. Sin embargo, el Estado abnegado por el cuidado de Clara parece insaciable, relamiéndose por más.
Como premio por haber sorteado esta primera instancia en lo que es una carrera de obstáculos, ahora le exige a Ana presentar constancias, facturas, órdenes de pago, de todo lo que hace a la vida de su hija: la cuota de la mutualista, la cuota escolar, de sus terapias de rehabilitación, los gastos correspondientes a ropa, alimentación, y me cuesta seguir enumerando porque la lista era amplia. Tan amplia como la brecha entre el cuidado que el Estado pone entre quienes “voluntariamente” tramitan la curatela, y aquellos miles olvidados, que registrados o no en algún lugar, nadie jamás considera si viven, dónde, con quién, ni cómo.
La odisea
El relato que me hace Ana respecto del trámite de Curatela Judicial intenta ser fiel, meticuloso, ordenado y respetuoso, porque así es Ana en todos los aspectos (incluido el cuidado de su hija). Sin embargo, es difícil seguir un hilo lógico a una situación que no lo es. Por lo pronto, lo importante es que, a la odisea de la curatela, se sumó por añadidura el de la Credencial Cívica, porque la persona declarada «incapaz», pierde todos sus derechos civiles, entre ellos, el derecho al voto.
Ahora bien: esto no termina allí. Como una escena digna de un cuento de Kafka, Clara debe tramitar la Credencial para no votar.
No voy a detenerme en esta segunda odisea que fue tomarle las huellas digitales a alguien que desde su silla de ruedas no alcanzaba al mostrador, al aparatoso movimiento del mobiliario en esa oficina que casualmente encontró alguna funcionaria amable y bien dispuesta, ni al infructuoso periplo por acceder a una canilla para quitar los restos de tinta, porque lo que importa, es que finalmente pudo tramitar la credencial para no votar, entregada en mano a Ana, la curadora, (ya no más sospechosa) con el sello de DENEGADA por orden del Juez.
No fue un error de redacción mío ni de interpretación suyo, estimado lector: efectivamente Clara debió tramitar la Credencial Cívica para no votar.
El agujero negro y el infinito
Ana es una persona formada, informada y previsora. Sin embargo, de su relato se desprende haber sido tomada por sorpresa, no haber llegado a imaginar previo al inicio de ese trámite, que ingresaría en una suerte de agujero negro.
«Entrás en una máquina trituradora, y todo, voluntariamente.»
“Lo que hay es un maltrato y falta de empatía espantosa tanto hacia el discapacitado como hacia la familia conviviente de parte del sistema, de los profesionales, de los administrativos, y de los que no quieren serlo, pero quedan sometidos en el sistema.”
“Hacen sentir al discapacitado, según su comprensión, culpable de su discapacidad, y a los padres personas sospechosas y culpables hasta demostración de lo contrario.”
Es lógico que no haya previsto ninguno de estos periplos, porque alguien mentalmente sano, no prevé encontrar un sistema así de irracional y así de perverso.
Dicho sea de paso, se supone que a ese agujero negro debe ingresar nuevamente y hasta el infinito cada tres años, pues así de protector es el Estado.
Derechos vedados: el lado oscuro de la justicia
Dejé hasta el momento al margen al papá de Clara, marido y compañero de Ana de toda la vida, que, en los hechos, ama y se ocupa del cuidado y la crianza de su hija tanto como su esposa.
En realidad, quien lo ha dejado al margen ha sido el Juzgado de Familia, en nombre de una supuesta justicia, y en contra de su voluntad de ser él también curador de su hija.
¿Acaso existe mayor vulneración de derechos, que impedir a un padre ser curador de su hija, por el simple hecho de que sólo una única persona puede ocupar ese rol?
Los espejos de feria se me vuelven a representar, ya no sólo deformando la imagen de esta familia, sino recortándola por el óxido de doscientos años. Esos mismos doscientos años que tiene nuestra legislación, tan obsoleta como dañina.
Un pedido sensato
Los periplos de tramitar la curatela, además de costos emocionales, implicaron $40.000 en honorarios profesionales, timbres, días de trabajo perdidos, todo un año de actuaciones, esperas y un trato prácticamente humillante.
El relato de Ana para esta nota, también tuvo su costo por lo removedor. Sin embargo, también se trató de un acto solidario, con la intención de que, de conocerse, algo cambie al menos para otros.
Quizá el Baremo Único de medición de la Discapacidad recientemente aprobado pueda ser de utilidad para que las muchas Claras y sus familias no deban ser evaluadas y reevaluadas, vueltas a evaluar cada tres años.
Quizá, así como se capacitan personas en ámbitos educativos como promotores de autonomía, pueda capacitarse al personal del sistema judicial a la hora de tratar con personas con discapacidad y con sus familias, para que los primeros sean al menos saludados (cosa que no ocurrió en el Juzgado de Familia) y los segundos tratados como padres cuidadosos de sus hijos y no como sospechosos de simular en sus hijos una discapacidad que no tienen.
Quizá pueda evitarse lo absurdo de realizar un trámite de “credencial denegada”, y también revisarse la aberración de que, existiendo padre y madre, no puedan compartir la curatela.
No sé a quienes corresponde hacerlo, pero quizá, a todos aquellos que, en pleno período preelectoral, se rasgan las vestiduras o se embanderan en nombre de la discapacidad. A todos ellos dirijo mi pedido, que es el de Clara, sus padres, y el de todas las familias en iguales circunstancias.