Aunque no se diga explícitamente, la sociedad uruguaya tiene una jerarquía ideológica y moral en cuya cima, en la cúspide de la “pirámide bien pensante”, están los “intelectuales de izquierda”, que unen la “capacidad de pensar bien, en la senda correcta”, con “la sensibilidad social”. Todo lo que está debajo es más o menos “chuminga”.
La película “Sueños de libertad” (“Shawshank redemption”), 1995, basada en una
novela de Stephen King, cuenta la historia de los condenados a cadena perpetua en la
prisión de Shawshank, entre los que hay un inocente, Andy Dufresne, interpretado por
Tim Robbins. Cuando están por otorgar libertad condicional a algunos de los que han
pasado más de 30 años presos, el amigo de Tim Robbins, Red, interpretado por Morgan
Freeman, le explica por qué no quieren salir de allí: a pesar de todos los desmanes que
sufren en la cárcel, están “institucionalizados”, es decir prefieren ese mundo de encierro
y descalabros de la “institución”, donde tienen pequeños roles y algún que otro
privilegio, como él mismo, que contrabandea del exterior, o el viejito Brooks Hatlen,
que es el bibliotecario, que probar suerte al aire libre, donde sienten “miedo”. Por eso
cuando a Brooks Hatlen, lo liberan, en libertad condicional, termina suicidándose, lo
mismo que casi le sucede al propio Morgan Freeman.
La historia de esta película emblemática viene a cuento por el libro que acaba de
publicar Carlos Liscano, “Cuba, de eso mejor ni hablar”.
Aunque no se diga explícitamente, la sociedad uruguaya tiene una jerarquía ideológica y
moral en cuya cima, en la cúspide de la “pirámide bien pensante”, están los
“intelectuales de izquierda”, que unen la “capacidad de pensar bien, en la senda
correcta”, con “la sensibilidad social”. Todo lo que está debajo es más o menos
“chuminga”, seres mucho menos preparados, o mucho menos sensibles, como los
burócratas de corbata y oficina; los trabajadores de los servicios; los nómadas o
ambulantes, como los taximetristas o los deliverys; los que brindan asistencia a la
persona, como las manicuras, podólogos, peluqueros, incluso las “trabajadoras
sexuales” y debajo, allá al fondo, los librepensadores que no comulgan con aquella
progresía.
El problema es que para ser “intelectual de izquierda” se requiere pagar algunos peajes,
y el primero de todos, en su gran mayoría, como indica Liscano, es adorar y defender a
capa y espada la sacrosanta revolución cubana. No es necesario estudiar mucho, ni
siquiera argumentar: solo se requiere su apoyo incondicional cuando se le solicite. En
forma directa, o con cualquier eufemismo, empezando por el bloqueo (que no es, y que
Liscano destruye con la anécdota del pollo: “(la población cubana), incluidos los
cuadros del Partido, come pollo norteamericano todos los días, o por lo menos cuando
hay”) o balbucear que se trata de “una democracia diferente”.
Liscano, cuyo libro fue reseñado por Leonardo Haberkon en El Observador, “arrojó un
gato muerto sobre la mesa”. De ser un prohombre de los “intelectuales de izquierda”
(exintegrante del MLN-Tupamaros, ex subsecretario del MEC y presidente de la
Biblioteca Nacional en los gobiernos de Vázquez y Mujica), asiduo visitante a la isla,
pasó a habitar en el limbo. No dejó títere con cabeza de la cárcel cubana, la Shawshank
de la progresía.
Primero reconoce algo similar a lo que les pasó a los personajes que vivieron
demasiadas décadas en Shawshank: “De aquel amor de hace casi sesenta años viene este
dolor que ya dura décadas. Trato de pensar que no fue un fracaso. No lo consigo. Fue un
inmenso fracaso”. “Cuba es un país muy pobre y no a causa del bloqueo sino porque no
produce nada. En Cuba no hay libertades de ningún orden. Es la dictadura del Partido
Comunista. Más concretamente: es la dictadura de la familia de Fidel Castro y de un
pequeño grupo de generales y de burócratas que durante seis décadas aceptaron y
aplaudieron los delirios mesiánicos del jefe”.
Jefe bastante sanguinario, además: “Mientras todo llegaba de la URSS, en el culmen de
la dependencia, el máximo líder mandó a los cubanos a morir a África para cumplir con
los objetivos geopolíticos de los jefes del Kremlin”.
Mete la mano en la herida, sin pudor: “el resultado de las políticas de dependencia es
que hoy, sesenta y tres años después de que la familia Castro tomó el poder, Cuba no
produce nada, ni azúcar. No tiene industrias, no tiene cultura empresarial, su gente ha
perdido los hábitos y habilidades de trabajo y carece de educación democrática y
republicana. Ese es el legado del comandante en jefe, un megalómano que tuvo el
mundo por escenario”, o “un dictador cruel”, como lo define sin rodeos a Fidel.
Después de destruir, una por una, todas las leyendas de la mitología castrista, termina
preguntándose lo mismo que se preguntan los simples mortales que apenas se guían por
el sentido común, tras ver recientemente la brutal represión de cualquier manifestación
pacífica en el celular: “es incomprensible la relación de la izquierda democrática
uruguaya y latinoamericana con Cuba, la aceptación acrítica de todo lo que pasa en la
isla, una dictadura conducida por dos hermanos”. Para rematar: “la izquierda
democrática latinoamericana no podrá pensar con claridad mientras no dilucide
claramente su posición respecto a la revolución cubana y diga de modo expreso que la
dictadura castrista no solo viola los derechos humanos, sino que ni siquiera reconoce
que existan”.
Lo que cuenta Liscano es sencillo: “Cuba” es un enorme y gigantesco fraude y la
mayoría de los “intelectuales de izquierda”, o bien manejaron esa farsa a sabiendas, o la
otra hipótesis: están, como los presos de Shawshank, “institucionalizados”. Prefieren la
resbaladiza comodidad de la cárcel, con sus roles y sus eventuales privilegios, a estar a
la intemperie, sometidos a las miradas acusadoras de sus ex compañeros de “delirio
mesiánico”.
Para completar el tsunami en el hasta ahora apacible universo de los “intelectuales de
izquierda”, esta semana a la Facultad de Ciencias Sociales se le ocurrió hacer un
seminario en homenaje a los 100 años de Vivián Trías, encabezado por el “clase A” de
la progresía vernácula: Yamandú Orsi.
La pregunta que se hacen todos los que están debajo en la “pirámide bien pensante” es,
como casi todo en este malentendido gigantesco, demasiado obvia: toda esa gente que
concurrió a homenajearlo ¿no sabía que se trataba de un espía soviético a sueldo, que
trabajó contra Uruguay, en plena democracia? No es algo oculto sino público, como lo explicó en forma meridianamente clara el libro“Vivián Trías. El hombre que fue Ríos. La inteligencia checoslovaca y la izquierda nacional (1956-1977)”, del reconocido profesor e historiador Fernando López D’Alesandro, frenteamplista de primera línea y ex integrante del Partido Socialista.
Como escribe la página web de “En perspectiva”, del 16 de diciembre de 2019, cuando
Emiliano Cotelo entrevistó al historiador: “La tarea secreta de estos dos espías (el segundo es otro de los homenajeados en el seminario de esta semana, Carlos Machado) consistía en influir en el pensamiento y las acciones políticas de la gente, en Uruguay y Latinoamérica, favoreciendo las estrategias de los regímenes comunistas de Europa del Este y en contra de Estados Unidos. Y, en gran medida, lo lograron.Tenían talento, cultura y la capacidad de amoldar su discurso público según las necesidades y órdenes de quienes los contrataban. Desde el liderazgo político y desde la vida académica, desvalorizaron la cultura de convivencia democrática y marcaron la peripecia vital de miles de uruguayos, rioplatenses y latinoamericanos”, al punto que Trías apoyó la dictadura asesina de Jorge Rafael Videla en Argentina, como se explica en La Diaria del 24 de febrero de 2018.
La única explicación posible de homenajear a un espía que trabajaba contra Uruguay y
apoyaba a Videla es la misma que la de Cuba: prefieren el “Shawshank criollo” antes
que el azaroso mundo del libre albedrío.
En el final de la película, Tim Robbins construyó un túnel interminable y huyó por las
cloacas de la cárcel de Shawshank.
Ojala que los uruguayos “prisioneros” tengan una salida más honrosa.