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Contraviento

¿Y si la felicidad es otra cosa?

10 septiembre, 2023
la felicidad es otra cosa

Por Denise Aín

Muy cerca de donde estés en este momento, de donde vivís, de donde trabajás, o de donde estés tomando un café, está Lucía.

Ella no se puede comunicar verbalmente. Su parálisis hace que no pueda mover voluntariamente más que sus ojos, su boca (de manera limitada) y una sola de sus manos con un pequeñísimo rango de movimiento, como para tocar suavemente algo que esté a escasos centímetros de su dedo índice, que tampoco llega a extender.

Tener paralizado el cuerpo significa en su caso, que tampoco tiene control cefálico, y que se alimenta con un sorbito que hay que ayudarle a sostener, porque, aunque lo tenemos automatizado, la masticación, la deglución y obviamente el habla, requieren de muchísimos movimientos, tonicidad muscular y coordinación adecuados de los que también carece.

Lucía pasa todos sus días, o toda su vida, sentada en su silla postural (que no es cualquier silla, porque necesita que esté adaptada a sus propias medidas), o transferida a su cama, y a la inversa.

Aunque en muy pocas líneas, he relatado mucho de Lucía, de esa que me consta absolutamente que está muy cerca de vos.

Todo lo que leíste es verdad, todo es cierto. Lo único que no es cierto, es que esa sea Lucía.

No me refiero al nombre solamente. Me refiero a que lo que te conté, es justamente todo lo que Lucía no es, lo que no puede, lo que no logra. En rigor estricto, seguís sin conocerla, porque al igual que vos o que yo, nadie se define naturalmente por la negativa.

¿Acaso alguna vez nos presentamos a nosotros mismos, o a nuestros hijos, por el color de pelo que justamente no tienen, por los deportes que casualmente no practican o por las carreras que no cursan?

Esa forma, o esa lógica que no usamos para nosotros mismos ni para nuestros hijos, es, sin embargo, la que usamos para referirnos y presentar (se supone) a las personas en situación de discapacidad. Me animo a decir incluso, sin riesgo a equivocarme, que cuanto más severa es la discapacidad, más enfatizamos esa absurda lógica.

Las causas o los motivos son muchos y bastante explicables, pero no me detendré en eso ahora, porque quiero contarles de Lucía, a quien por la negativa, es difícil conocer.

Entre las sonrisas más amplias que conocí en mi vida, está la de ella.

También la mayor expresividad y la vivacidad en la mirada de alguien, me remiten a ella.

A diario la recibo en la Escuela Especial a la que asiste, antes de que su mamá toque el timbre, porque aún con la puerta y las ventanas cerradas en invierno, sus carcajadas desde la calle ya son aviso de que está “desembarcando”. Con “desembarcando” me refiero a ese trajín y esfuerzo físico de sacer su pesada silla postural de la camioneta, alzarla en brazos (con los 55 -60 kg propios de cualquier persona que está en su tránsito de la adolescencia a la juventud) para transferirla a la silla, sujetar cinturones, peto, poner apoyapiés, collarín que le sostenga el cuello, y el almohadón lateral que  le perite mantener una mejor postura, pero que su mamá logra hacer en no más de dos minutos.

Aunque Lucía no habla, siempre tiene algo para decir, porque es extremadamente observadora, curiosa, muy cumplida, y todo lo que es moda le interesa. Si tengo las uñas pintadas de un color diferente al del día anterior, si me puse caravanas que le gustan, o si ese día me hice el brushing, me lo va señalando con los ojos, con increíble precisión.

A veces la que no llega a captar alguna sutileza soy yo, que le pregunto: “¿Qué es lo que te gusta: las caravanas o el pelo? ¿O te parecen un desastre?”

Lucía carcajea frente a la dificultad que en algún momento puedo tener para interpretar algo de lo que expresa, pero lejos de ser una risa nerviosa, es una carcajada claramente burlona, a la que no queda otra opción que preguntarle (simplemente para que se dé el gusto de confirmarlo): “¿te reís porque pensás que soy medio naba porque no distingo si es la caravana o el pelo?”.

Con ella es posible hablar de esa forma, no sólo porque tiene un excelente nivel de comprensión, sino porque aprecia (y se le nota) la naturalidad, la cercanía en el trato y la ironía.

Cercanía cuando quiere o necesita, porque la realidad, es que hay circunstancias en las que la única ayuda que necesita de mí, es que le dé tiempo, que no la apure con mi presencia observándola. Entre las muchísimas cosas que aprendí hasta ahora de Lucía, es que en toda situación siempre suele haber un margen al menos mínimo de libertad, y que esa libertad no se transa ni se negocia.

Es verdad que libertad y autonomía pueden llegar a confundirse, más aún cuando para tantas cosas se depende de terceros, pero esa deferencia ella la tiene muy clara. Lucía goza de su libertad, y aunque sin emitir sonido, pide a gritos que se la deje intentar, ensayar y probar hasta lograr lo que se propone, defendiendo la autonomía que pueda llegar a alcanzar con su inteligencia, su tenacidad y la punta de ese dedo que no llega a extender.

Desde hace muchos años tiene un celular, que si se le ubica justo debajo de su mano derecha (si ella quiere), simplemente dándole tiempo, usa para mandar mensajes de whatsapp combinando algunas palabras con emojis que facilitan su escritura.

Usa redes sociales, busca en internet lo que le interesa, que puede ir desde música, películas, pasando por las cuestiones más diversas, porque son muchas las cosas que le gustan y le interesan, y con las que enriquece casi con avidez su vida interna.

Lucía es criteriosa, tiene determinación, y un finísimo sentido del humor para captar en el aire situaciones que pueden revestir ironía, sarcasmo, o simplemente, rozar lo bizarro, y reírse hasta llorar.

Es profundamente querida, y lo sabe. Pero también es demostrativa, afectuosa, y tiene gestos que son casi una marca personal, como saludar en la víspera de los cumpleaños, no sólo para ser la primera, sino para hacernos saber que se acordó ella misma, y no por las notificaciones de Facebook.

Nunca me refiero a las personas con discapacidad como “personas con capacidades diferentes”, porque las que conozco, siempre están dentro del espectro de lo humano. Lo que sí es cierto, es que al menos Lucía ha desarrollado un sentido de la intuición muy agudo, al punto de que es capaz de anticipar y avisar con la mirada, que segundos después tendremos que poner en marcha el protocolo de emergencia para atender la convulsión de un compañero de la que sólo ella logró captar la inminencia.

Lucía tiene una capacidad de disfrute que honestamente sorprende, más allá (o más acá) de sus muchísimas limitaciones.

Mientras escribo, pienso en lo mucho que me cuesta sintetizar su presentación, porque decir simplemente que es una persona feliz, o que suele sentirse feliz, exigiría de muchas más explicaciones, respecto de si es una apreciación meramente personal, o de que me rechina que se romantice la discapacidad.

Yo también suelo sentirme feliz. Los encuentros con ella y con otros chicos cada tarde, son momentos de felicidad, de trabajar felices, y lo digo en plural, poque es un sentimiento que compartimos con el resto del equipo.

Por supuesto que muchas veces y a lo largo de tantos años me he preguntado qué nos hace felices, en un contexto en el que hay tantas limitaciones y tanta adversidad.

No tengo una respuesta demasiado acabada, pero quizá esa felicidad tenga que ver con la posibilidad de contactar con la esencia de lo humano, con lo más genuino y menos contaminado.

Inicié esta columna diciendo que Lucía está muy cerca de vos, lector, donde sea que estés, porque Lucía puede ser Julia, Martín, Clara, Javier o cualquiera de los 1300 millones de personas (16% de la población mundial) que tiene actualmente alguna discapacidad importante.

Quizá no los veas, porque no siempre tienen oportunidad de circular por las calles, de acceder al transporte público, de escolarizarse, de acceder a la vida laboral, de participar de la vida social y cultural, pero será tema para otra columna.